In memoriam † José Miguel Oviedo
Conocí a José Miguel Oviedo en 1983, en un congreso sobre la novela hispanoamericana que él había organizado en Bloomington, Indiana, donde era profesor. No me conocía personalmente, pero sí era amigo de mi profesor, Emir Rodríguez Monegal, a través del cual me llegó la invitación. Desde luego, ya conocía su obra como crítico, sobre todo su libro sobre Mario Vargas Llosa, y algunos ensayos suyos sobre César Vallejo. Enseguida me impresionó la sencillez de José Miguel, tanto en su crítica como en su trato. Pero sobre todo encontré refrescante su sentido de ecuanimidad, exento del dogmatismo ideológico que abunda, o al menos abundaba entonces, entre profesores latinoamericanos ahora radicados «en las entrañas del monstruo». A esa personalidad ecuánime correspondía un gran sentido del humor que, en esa ocasión, en aquel congreso donde había reunido una impresionante pléyade de escritores entonces en el candelero —además de Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo y Jorge Edwards—, él desplegó con elegancia y simpatía.
A partir de entonces estuvimos en contacto epistolar, cuando no nos veíamos en los congresos anuales de la Modern Language Association, o del Instituto de Literatura Iberoamericana, siempre presidido por el peculiar personaje que era Alfredo Roggiano —que, por cierto quiso mucho a José Miguel. No fue hasta dos años después, en otro congreso al que José Miguel asistió, aunque no estaba invitado, que volví a verlo y tratarlo más de cerca. Fue una reunión de cubanólogos en la ucla sobre el legado político de José Martí, aunque ése era sólo el pretexto. La ucla tenía fondos especiales para acoger un congreso sobre el héroe cubano, pero los cubanólogos sólo querían (o podían) hablar sobre Fidel Castro. Fue por esa razón que su organizador, el profesor de la ucla Edward González, me invitó a mí, que ya había escrito un par de ensayos sobre Martí, y me pidió que diera la conferencia plenaria. Nunca supe a ciencia cierta cómo fue que Edward, politólogo, supo de mí o mis trabajos mayormente literarios. Pero con el tiempo he llegado a pensar que debe de haber sido José Miguel, quien para entonces se había cambiado de Indiana a Los Ángeles, el que me recomendó para tan peregrina empresa. En esa ocasión, desde luego, me aburrí escuchando a los cubanólogos, y ellos, a su vez, nunca entendieron lo que quise decir sobre Martí…
La feliz excepción fue José Miguel, que en calidad de profesor de la ucla asistió al banquete donde leí mi ponencia, y fue uno de los pocos que me felicitaron y comentaron mis argumentos. Volvió, por eso, a ser refrescante amigo. Sobre todo porque en él encontré un interlocutor con quien podía discutir temas que, en aquellos últimos días de la Guerra Fría, aun resultaban incómodos para alguien como yo, exilado de Cuba desde los doce años, con una postura crítica hacia la izquierda latinoamericana. Prueba fehaciente de que habíamos simpatizado vino pronto, al año siguiente, cuando me llegó otra invitación de José Miguel para que volviese a hablar en la ucla, esta vez en el departamento de literatura hispánica donde él ejercía, y otra vez sobre algunos temas en la obra de Martí. En esa ocasión pudimos intimar mucho más, al extremo de que compartimos una cena con nuestras respectivas mujeres, yo con Nivia Montenegro, con quien llevo casado treinta años, y él con otra muchacha, profesora también y cuyo nombre he olvidado pero que resultaba evidente que no era su esposa.
Hubo otras invitaciones. Él a Cornell, donde yo enseñaba; luego otra a mí, a Penn, donde pasó a enseñar él. Y siempre cordial conmigo, al igual que yo con él, aun cuando no siempre coincidíamos, luego ya después de la caída del Muro, en cuestiones políticas. En cambio, donde sí coincidíamos casi siempre era en nuestra pasión por las artes visuales, sobre todo la pintura. Recuerdo que en la ocasión en que me invitó a dar esa charla en Penn me llevó al Museo de Bellas Artes de Filadelfia y allí celebramos una fiesta —de sentidos y de opiniones. Me sorprendieron sus conocimientos de detalles, no sólo de la historia del arte, sino de aspectos técnicos, como los de la escultura moderna, cuyos secretos yo, siendo hijo de escultor, imaginaba que era el único que conocía. Igual ocurrió con otra de las artes, la música, sobre todo el jazz, en la que él fue ganador, al menos en esa rama —soy melómano clásico—, cuando me dio una inolvidable lección sobre John Coltrane, pero yo otra a él sobre Wagner. En ese sentido, me sorprendió la última vez que nos vimos, en un baño del aeropuerto de Guadalajara, adonde ambos habíamos asistido como invitados a la Feria Internacional del Libro. Hacía tiempo que no hablábamos, ni nos veíamos, y por eso en medio del baño le di, o pensé que le daba, la noticia de que mi hija mayor, Venissa Santí, también vivía en Filadelfia y allí se desempeñaba, algo famosa, como cantante de jazz. «Sí, la he escuchado, hasta en persona. Y me parece magnífica», me respondió, sin titubear. Guardo esa confidencia como un último regalo suyo…
Vine a enterarme del fallecimiento de José Miguel gracias a esta última invitación para rendirle homenaje por escrito. Y como no conocía sus memorias, Una locura razonable (2014), decidí leerlas antes de escribir estas líneas. Aprendí mucho que no sabía: que había dirigido un grupo de teatro y sido crítico dramático; que fue íntimo de Salazar Bondy; que había estudiado derecho y se había recibido, pero nunca ejerció; que años atrás había probado lsd… Tal vez la más insólita revelación, que hace de ese texto unas confesiones, fue su extensa y variada vida erótica (no sé si amorosa), cuyos detalles las memorias ofrecen a contrapelo de los altibajos de su extenso y duradero matrimonio.
José Miguel fue un espíritu meridiano: noble, razonable, equilibrado, imperturbable y, por todo ello, generoso. Esas virtudes se transparentaban en sus estudios y su crítica, que rehuía de las abstracciones barajando hechos y datos con la transparencia de razonamientos e interpretaciones. Su lucidez no sólo fue evidente en la abundante crítica que practicó, sino en la ficción que evidentemente disfrutó redactar en sus dos libros, Soledad y compañía y La vida maravillosa. Recuerdo que cuando me envió ambos libros leí las «Esquirlas» con sumo placer y hasta emoción, y luego le comenté que esas perlas me recordaban a Pascal y La Rochefoucauld. Respondió con típica ironía: «Pero más divertidas, ¿no?». Asentí enseguida y le espeté mi predilecta, favorita por razones obvias: «Patria es suerte: ¿venceremos?».
Hoy me duele no haber tratado más a ese espíritu generoso. Recordándolo hoy, acude a mi mente ese lamento americano, hoy doblemente melancólico, que se le aplica perfectamente: They don´t make ´em like they used to. Ya no los hacen así.
Claremont, California, 10 de febrero, 2020.