Darío: Salomé y Dante / Antonio Deltoro

Este ensayo, como todos los de Favores recibidos, es el resultado de una obsesión. Dos poemas que me he repetido en situaciones distintas desde el amanecer a la noche y en el sueño, durante meses y meses, no leyendo otros de Darío, sino lateralmente, para volver al cabo, rápidamente a ellos: dos poemas breves de Cantos de vida y esperanza; Eros y Thánatos, los dos compuestos de dos estrofas desiguales, uno en toda una variedad de versos nones, otro en endecasílabos, uno sin título, otro con título; los dos, no de lo más recordado del libro, pero sí de lo más recordable; uno se apoya en la Biblia, el otro en La Divina Comedia. Pero antes de hablarles de ellos, una confesión a manera de paréntesis:
    Mi ignorancia y mi prejuicio me servían de muralla ante Darío; sin embargo, lograban erosionarla algunos versos y me iban preparando para leerlo como un simple lector; saboreándolo más allá de la escuela. «Margarita» me irritó profundamente desde niño, odié a «Margarita» como odié a Platero y yo un poco más tarde, sin leerlos, nada más por oírlos en bocas rellenas de enseñanza y azúcar.
    Ahora que soy menos agreste pienso que sería ideal leer algunos poemas de Darío, de los más acusadamente modernistas, como si uno fuera contemporáneo de ellos. Leerlos siendo un joven de principios del siglo xx o de finales del siglo xix. Pero estos dos poemas de Darío, desde la primera lectura, los leí desde mí mismo y sin ningún esfuerzo, como creo que se leerán siempre. Estos dos poemas los siento mis contemporáneos, ahora mismo, y creo que los sentirán contemporáneos suyos los lectores futuros de la lengua. Empecé a leer intensamente a Darío hace poco, lo considero una felicidad puntual y, como todas, no tardía. La lectura de estos dos poemas me encontró en sazón para ellos; me pusieron a punto muchos años de lectura, aunque pienso que si los hubiera captado hacia los 17 no hubiera estado, tampoco, nada mal.
    Compré un ejemplar de Cantos de vida y esperanza en una librería de viejo, seducido por el primer poema —que no había leído antes, como sí había leído otros poemas de este libro más famosos en diferentes antologías, entre ellos el más releído y recordado, si no mi favorito: «Lo fatal». Después, mucho tiempo después, en el mismo ejemplar me desplacé algunas páginas y encontré el segundo que me apasionó igual que el anterior.
    He tardado años en emprender este ensayo y llevo muchos fracasos de principio. Quizá, en dos poemas tan cortos y tan cargados, lo mejor sea ir palabra por palabra, estrofa por estrofa, poema por poema.

    1

    En el país de las Alegorías
    Salomé siempre danza,
    ante el tiarado Herodes,
    eternamente;
    y la cabeza de Juan el Bautista,
    ante quien tiemblan los leones,
    cae al hachazo. Sangre llueve.

    Pues la rosa sexual
    al entreabrirse
    conmueve todo lo que existe,
    con su efluvio carnal
    y con su enigma espiritual.

    «En el país de las Alegorías» podía ser el título o el principio de un cuento (Alicia en el País de las Maravillas, El país de las sombras largas, «El país de Nunca Jamás»). La palabra país es una de las más evocadoras y habitables del idioma, y antecedida por la preposición en nos prepara para un larga travesía. Las palabras que le suceden nos potencian la sensación de fábula. El sonido de la palabra alegorías en el verso nos roza antes, mucho antes, de que su sentido llegue a completarse en nuestro cerebro: el lector siente que las alegorías habitan un país y que por lo tanto son criaturas vivas; la palabra alegoría en plural suena, al menos, a mis oídos, como una bandada. Alegorías me viene a la fantasía como algo mitológico, alado, con cabeza de dragón y el cuerpo del zodiaco completo. Luego, en el segundo verso, las alegorías se condensan en una, inmensa y privilegiada: Salomé; dentro de los nombres propios, quizás el más lujurioso y perverso. Salomé está justamente en el principio del segundo verso, acompañado por siempre, palabra temporal que con su ese al lado de Salomé la hace danzar hasta el fin de los tiempos «ante el tiarado Herodes». El cuarto verso: «eternamente», una sola palabra, reitera la danza de Salomé y rima con siempre, acentuando el carácter permanente y arquetípico de la danza. Después de un punto y aparte, pero todavía en la segunda estrofa, estos tres versos que quisiera también saborear palabra por palabra:

    y la cabeza de Juan el Bautista,
    ante quien tiemblan los leones,
    cae al hachazo. Sangre llueve.

    «Cae al hachazo. Sangre llueve», es un verso ejemplarmente rotundo. Contiene el punto más categórico que recuerde puesto a mitad de verso: este punto hace lo que el hacha hace con el cuello del Bautista. Pero por mucho que me guste este verso no se puede negar que los otros dos lo preparan sobriamente. «Y la cabeza de Juan el Bautista» (con esta Y, después de punto y aparte, que refuerza el carácter narrativo del poema), es un verso de una elegancia que está muy cerca del pozo y del atrio, y, éste, que es el segundo en el poema que comienza con la palabra ante: «ante quien tiemblan los leones», nos deja ante los ojos unos leones temblando eternamente ante la majestad de la belleza de un hombre. La hermosura de Juan se redobla sempiternamente gracias a este punto, al momento del hachazo, justo cuando la cabeza se desprende del cuerpo. La belleza de Salomé danzante, cruel, satisfecha en su maldad pero no en su cuerpo, es una hermosura trágica y enigmática; únicamente Herodes, viejo y lascivo, no es bello, pero en cambio irradia la riqueza que abre cajas de Pandora. Los tres nombres propios en una estrofa de siete versos son tres palabras clave de la estrofa completa y el orden de aparición es el siguiente: Salomé, Herodes y Juan el Bautista, al que en el poema, para acentuar su condición de hombre deseable, no se le da el titulo de santo.
    Este poema de Darío es un Moreau o un Beardsley. Me ha obsesionado como un vicio que da un placer prolongado y diferente cada vez. Ya el primer verso es una puerta de entrada hospitalaria a un mundo prodigioso, y el segundo le pone nombre propio a una alegoría riquísima. Este poema dice el nombre de Salomé diferente; la Salomé de Darío suma a lo oriental lo tropical, y en el tiarado Herodes sentimos algunos rastros de nuestros tiranos.
    La segunda estrofa se abre con un pues («Pues la rosa sexual») que subraya el carácter fabulador del poema y que es pariente de la Y con que comienza la segunda parte de la primera estrofa. El verso completo está lleno de aliteraciones silbantes, y la rosa que nombra recoge el sexo de Salomé y la rosa de sangre que brota del cuello de Juan el Bautista. La estrofa completa remata el poema con sus rimas agudas, y alía la santidad y el pecado, el enigma y la carne, el espíritu y los efluvios sexuales, y anticipa al López Velarde de Zozobra y El son del corazón: «La redondez de la creación atrueno / cortejando a las hembras y a las cosas / con el clamor pagano y nazareno».

    2
    Thánatos

    En medio del camino de la Vida…
    dijo Dante. Su verso se convierte:
    En medio del camino de la Muerte.

    Y no hay que aborrecer a la ignorada
    emperatriz y reina de la Nada.
    Por ella nuestra tela está tejida,
    y ella en la copa de los sueños vierte
    un contrario nepente: ¡ella no olvida!

    En la primera estrofa de «Thánatos», Darío logra, en sólo tres versos, con una rapidez inusitada, dar un vuelco de época: el primer verso es del siglo xiv, católico, es un comienzo; en su extremo está, entre otras cosas, pero sobre todo, el resto de La Divina Comedia. En el segundo verso se lleva a cabo una hazaña: transcurren seis siglos, del principios del xiv a los primeros años del xx; viajamos por el tiempo más rápido que la máquina de Wells; de la fe llevada a sus máximos niveles de belleza y verdad, al terror y la duda; de un principio a un final sin esperanza que se prolonga todavía.
    Darío traduce el primer verso de La Divina Comedia de la siguiente manera: «En medio del camino de la Vida», y después, en vez de una coma, unos puntos suspensivos al final de verso en los que, ya lo hemos dicho, transcurren muchos siglos y un instante; en la siguiente línea, un verbo en tiempo pasado (dijo), un nombre (Dante) y un punto, un punto y seguido a mitad de verso tan radical y contundente como el que caía como un hachazo sobre la cabeza del Bautista en el último verso de la primera estrofa del poema anterior. Este punto divide el tiempo pasado del presente: a Dante de nuestra época, de un verso que lleva la firma de un clásico a otro anónimo o impersonal: «Su verso se convierte», ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿quién lo convierte?: «En medio del camino de la muerte». No es una cuestión de perspectivas, de vasos semillenos o vasos semivacíos, de puntos de vista, sino una cuestión definitiva y terrible, en efecto: Dante es un creyente; Darío, pese a que se esfuerza, no lo es; después del verso inicial de La Divina Comedia, que se llama justamente comedia porque termina bien, Dante emprende un camino por el Infierno que lo lleva al Purgatorio y al Paraíso; nosotros, después del verso de Darío, nos hundimos en lo fatal: la nada. De poco consuelo nos sirve la reflexión filosófica de la segunda estrofa. Ésta comienza, como debe comenzar toda continuación, aproximando las partes, con una copulativa Y (lo mismo que la segunda estrofa del poema en el que danza eternamente Salomé comenzaba con Pues):

    Y no hay que aborrecer a la ignorada
    emperatriz y reina de la Nada.
    Por ella nuestra tela está tejida,
    y ella en la copa de los sueños vierte
    un contrario nepente: ¡ella no olvida!

    La Y con que comienza la segunda estrofa es, creo, un recurso genial, un prodigio, que además de ahorrar muchísimas estrofas, es la huella de un salto. Esta i griega, al comienzo de la segunda estrofa, después del punto, es un puerto pero no de consuelo sino apenas de resignación: «Y no hay que aborrecer a la ignorada». ¿No querrá decir: y no hay que ignorar a la aborrecida? (Darío, por mucho que intentó reconciliarse con la idea de la muerte, siempre la aborreció y nunca la pudo ignorar). Pues si nosotros olvidamos a la muerte, ella, en cambio, no olvida, y hace que nosotros —incluso en sueños, que son el territorio más cercano al olvido— la tengamos presente.
    A diferencia de la primera estrofa, esta segunda es aleccionadora, se le rinde culto a la muerte otorgándole títulos y un reino: la nada. Como que Darío, ante el terror, adorna, como muchos, y da cierta pompa y autoridad, a lo que ni siquiera admite sustancia ni adjetivos. El siguiente verso hace a la muerte tejedora: el final, la muerte, ya ha tejido nuestra vida aun estando nosotros a mitad del camino, y en el verso de abajo la muerte escancia en la copa de los sueños «un contrario nepente».
    Lo apasionante aquí es cómo está dicho todo en un poema de dos estrofas y de ocho versos, la cantidad de enigmas que son capaces de albergar unas cuantas palabras.
    Una de las cosas que me atrajo más de este poema fue «un contrario nepente». Confieso mi ignorancia: seducido por el sonido fui al diccionario: «Licor que los dioses empleaban para curarse de los dolores y que también producía olvido como las aguas del Leteo». La única rima interna del poema, la que se establece entre «vierte» y «nepente», hace que un contrario nepente, es decir la conciencia de la muerte, sea el veneno más cruel: «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque ésta ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente». Si puedo parafrasear la conclusión de este poema con estos versos de «Lo fatal» —que me sabía tambaleantemente después de oírlos firmemente, aunque con sentido del humor, de las bocas materna y paterna—, el otro poema que repito con éste, el de Salomé, Herodes y Juan el Bautista, se puede resumir en estos otros versos del mismo poema de Cantos de vida y esperanza descubiertos en las mismas fuentes: «y la carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos». Versos junto a los otros de «Lo fatal» que fueron un antídoto para éstos, por ejemplo, dedicados a Margarita Debayle, pariente de los herodes nicaragüenses, los Somoza: «Las princesas primorosas / se parecen mucho a ti. / Cortan lirios, cortan rosas, / cortan astros. Son así». La pequeña princesa del cuento de Darío cortó una estrella y se la puso como prendedor; Salomé le mando cortar la cabeza al Bautista y se la llevaron en bandeja: las princesas son así.

 

 

Comparte este texto: