Los que escribimos / Iván Salazar

Guadalajara

    Yo comencé a escribir por vanidad. No por amor al arte ni por amor a las letras, ni por uno de esos extrañísimos deseos de tener algo que decir. Fue, y en cierta medida sigue siendo,  simple y bella vanidad. Y hubo aplausos, y hubo quien me dijera que yo estaba hecho para “esto”. De manera que seguí haciéndolo, seguí escribiendo como quien se mira al espejo cada mañana: por costumbre y anhelo; o como quien aplasta un insecto: por hartazgo y porque puede.

    Con el tiempo, sin embargo, hubo menos aplausos, menos ingenuidad, y un poco de menos escritura. Uno comienza a preguntarse ¿Para qué  seguir? y vienen las crisis existenciales, viene el vacío, viene la sinrazón. Entonces alguien, un “alguien” sin rostro, nos tiende la mano y nos dice que hay que hacerlo, que hay que crear, que hay que parir obras de arte para seguir manteniendo nuestro statu quo, para poder permanecer por encima de las bestias. Pero qué pasa entonces con la estupidez y la corrupción y la impunidad y la violencia y la desesperación y la tristeza y la guerra y la muerte y la indiferencia. Bestias al fin, pero creadoras. Incluso cuando no hay nada por decir, hablamos; siempre habrá algún tonto que nos escuche. O peor aún, que nos idolatre; o mejor aún, que nos juzgue.

    Los no-olvidados nos miran y nos ignoran. Hemingway está en el Gran Limbo bebiendo un whisky con Bukowsky, mientras Céline, Pound, Faulkner, Joyce y Martin Luther King juegan a los naipes y Simone de Beauvoir persigue a Safo quien a su vez persigue a Jane Austen. Es una manera de decir que cada quien se ocupa de sus asuntos y no hay nada de literario en ello, ni en el hecho de que Cortázar encienda un cigarrillo o Roberto Bolaño salga de putas. Sus acciones carecen de valor intrínseco. Son esas malditas páginas vacías las que les confieren su carácter inmortal y somos los lectores quienes lo perpetuamos. Bien pensado, una hoja en blanco no es sino la evidencia impertérrita del homicidio de un árbol; y un escritor no es sino un salvaje propugnador de la violencia contra el medio ambiente.

    Pero les hablaba de mí, y aparecieron “ellos”. Influencias, les dicen. Alguien te pregunta: ¿Conoces a Borges?, tú contestas: Pero claro, hombre, lo conozco mejor que a mi padre. Entonces hace falta pensar (para variar, digo) que Borges, dondequiera que esté, no sabe un carajo de nosotros, y no le interesa saberlo. Por eso no hay que enojarse cuando uno entra a dar su clase por primera vez, pregunta a los alumnos qué autores conocen y nadie conoce a nadie. Habría que pensar en los jóvenes como ánforas vacías, donde uno puede guardar oro, pero también cicuta.

    Cierto es que, a quienes escribimos, nos aterra vivir en un país (a falta de un mejor adjetivo) estúpido. Y lo digo con cariño. Después de todo, hace unos cuatro mil años, de acuerdo con las enseñanzas de Lao-Tzu, ser bobo era una virtud.

    Hoy en día, con tanta crisis, quizá deberíamos reconsiderar esta postura, y quizá deberíamos vernos los unos a los otros y empezar a señalar culpables. Al final del día, tres cuartas partes de los intelectuales penderían de un árbol con sus ponzoñosas lenguas amoratadas y, por qué no, algunos buitres picoteándoles el hígado. Es decir, nuestro hígado. Pues si estamos aquí es que compartimos algo de culpa. Pero tirará la primera piedra quien sufra complejo de santo, que en este mundo moderno no es el más popular de los complejos.

    Hoy en día se escucha muy a menudo que el sexo como medio de reproducción es un pecado. ¡Traer a este mundo a un niño! Los que escribimos ya no estamos seguros de si reír o llorar. No es que seamos unos cínicos, es solo que los mejores libros son creados en tiempos de desgracia y, por lo habitual, por desgraciados. De manera que ahora nos sobra material para que todos creemos una obra maestra, para que todos pasemos a la historia de la historia y lleguemos al limbo donde viven nuestros héroes.

    Miro a mis alumnos y no puedo evitar ver en sus ojos el reflejo de la era: una mezcla extraña de desilusión e indiferencia, de tristeza e ignorancia. No conocen el pasado y el futuro les importa tan poco que un pesimista se asombraría. Pero nosotros, sabios entre los sabios y doctos entre los doctos, tenemos la cura: enseñarles a leer, enseñarles el amor por la lectura. Y si estuviéramos en lo correcto y la lectura salvara al mundo, deberíamos levantarle un monumento a J. K. Rowling y cambiar las clases de Ética por las de Defensa contras las Artes Oscuras. No obstante, los selectos miembros de la tribu literaria jamás, y esto recalquémoslo, JAMÁS, se “rebajarían” a honrar a un escritor de best-sellers, a un… millonario cualquiera. ¿De dónde proviene ese odio? No lo sé, quizá del hecho de que ellos logran lo que nosotros no podemos y son recompensados por ello. Quizá los odiamos porque secretamente quisiéramos seguir creyendo en la magia y en ángeles y demonios y en constructores de catedrales y en el psicoanálisis. Escribir nuestra primera novela y, como dijo Arquímedes cuando descubrió el principio de desplazamiento: “!Eureka!”, tendremos un espacio en la FIL y firmaremos autógrafos y revisaremos los anaqueles para ver cómo van nuestras ventas.

    Pero nosotros, tristemente, somos realistas a fuerza de poner la otra mejilla cada vez que la vida nos patea en el rostro, o patea a nuestros padres y nuestros hermanos, a nuestros hijos y nuestros estudiantes.

    Nosotros, muy dentro, sabemos que un libro no va a cambiar eso, que aun si nuestro pueblo saliera del oscurantismo en que vive, las cosas no cambiarían, tal vez empeorarían. Tal vez nuestros compatriotas abrirían los ojos y la realidad les caería encima, como aquel yunque de los dibujos animados. O tal vez, como muchos hombres y mujeres que he conocido, hombres cultos y mujeres cultas, nada les importe excepto salvar su propio pellejo, o si acaso salvar el pellejo más cercano, el que los mantiene calientitos por las noches.

    Hasta que un buen día uno se planta frente a su espejo, como todas las mañanas, y se da cuenta de que es viejo y no ha hecho nada en la vida, que el mundo ha sido tan displicente con uno como uno lo ha sido con el mundo. Ese viejo muere en completa apatía y se le niega la entrada al sereno infierno de los grandes monstruos, de los creadores, de los guardianes de las letras y del arte.

    Yo comencé a escribir por vanidad. Fui consumido por ella, por la ambición y por ese sinfín de posibilidades que representa una hoja en blanco, un futuro en blanco.

    Por las noches despierto cubierto en sudor frío porque sueño que vendo millones de ejemplares de un libro multipremiado y tengo una mansión en la Riviera francesa y conduzco un Rolls Royce personalizado y mi nombre es conocido por todos. Me sorprendo al ver que no temo solo al fracaso, sino también al éxito, y no temo al éxito tanto como a la hipocresía.

    Finalmente, muerto ya, el escritor desaparece y solo queda su obra. Pero basta preguntarse si Edgar Allan Poe hubiera escrito como escribió si la vida le hubiera dado tantos lectores como a Harry Potter para que a uno le tiemblen las rodillas y cierre los ojos, temeroso de ver la luz de un nuevo día. Sin embargo, un hombre sencillo, no uno corrompido por la intelectualidad, podría decirse que Poe hubiera seguido siendo Poe, con una fortuna o sin ella, y solo un tonto (en especial si es ateo) (y la mayoría lo somos) temería a una vida tranquila, a unos cuantos lujos y comida en la mesa. Tendríamos que aprender que el arte por el arte no es una condena a la miseria sino la posibilidad de escribir la obra-que-lo-cambie-todo y vivir dignamente, quizá no como reyes, pero tampoco como mendigos.

     

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