Namasté. Esa tierra es otro mundo, me capturó su hechizo, su rictus que nunca se interrumpe. Fui de Delhi a Jaipur, de Agra al Ganges, entre el polvo y el manto, entre el caos y la devoción. Las imágenes se quitaron el velo, se revelaron. Fue imposible la indiferencia, todo cobró vida en el implacable contraste. Ritos, atavíos, saris en la ciudad rosa. Shiva se engalana para seguir la ruta de los rostros sin nombre. Atuendos y sonrisas, riquezas en la pobreza. Representaciones de la divinidad, la vida, las vidas. Namasté.
Desde que yo era adolescente soñaba con viajar a la India algún día. Pero no fue sino hasta que ya fui adulta que logré cumplir ese sueño. Cámara en mano, como siempre. Sin saber del todo lo que iba a encontrarme allá.
En la India, las imágenes se revelaron ante mí por sí solas, al extremo de no dejarme otra opción que capturar con mi cámara muchas de ellas.
Existe tanta miseria en el país que hay quienes solicitan pago por permitirse fotografiar. Sin embargo, en mi caso, como por arte de magia, en ningún momento hubo objeción alguna de las mujeres y los hombres a quienes fotografié. Creo, aunque no estoy segura, que ayudaba el hecho de no traer una cámara aparatosa, apantallante, sino más bien una cámara discreta, pero que tiene una lente de zoom con muy buen alcance. Y sí, hubo una especie de complicidad entre las personas que fotografié y yo, sin decirnos nada, pero hablando con la mirada. Una invisible vibración empática. No se cohibían, era como si nos conociéramos de siempre.
Fue una fuerte y triste impresión la que me produjo de entrada la India, por la extrema pobreza, pero a la vez yo noté una felicidad oculta, ya que, pese a todo, las personas no parecían sufrir. Viven la vida al día, con elegancia y sobriedad.
Dicen que odias o amas a la India. Yo volvería muchas veces más.