Finalista
Prosa en baladí / Christian Guillermo Antolín Novoa
Preparatoria 7
I
“A la prosa que la salve su chingada madre porque yo ya me cansé.”
I
Es preciso que inicie la línea temporal de este, acaso burdo intento de ensayo, con el día en que como lector –he llegado a pensar con arbitraria vanidad que como ávido lector– descubrí, quiero pensar que tristemente, que la prosa llevaba en defunción ya largo tiempo. Aquel día tomé la quizá ínfima decisión, cual Roberto Bolaño, de que la apuesta en la literatura, en mi literatura, sería, a partir de ese instante, de vida o muerte. De la vida, del oficio, de la muerte, de leer, comentará alguien, ahora sé que de mala manera, a la competencia. Fueron un par de curiosos, de paralelos ejemplares, que la única coincidencia que tenían era haber sido escritos en el mismo siglo y en el mismo continente (Latinoamérica, XXI) los que primero me lo advirtieron. No confío, sin embargo, en tener la suficiente capacidad para determinarme en plenilunio de la razón como para exponer, a manera de crítica, los títulos y autores de los libros que me orillaron a la elaboración de este ejercicio. Notar que, sin gozar de derecho alguno para catalogar, no era literatura lo que estaba leyendo se me facilitó por la evocación de un enunciado: Cuando uno lee algo fallido, descubre los mecanismos de la literatura, sus estrategias, sus andamios, que quedan al desnudo. En cambio, cuando se lee algo que funciona se tiene la impresión de no comprender cómo está hecho, como si fuera magia, y uno quiere aprender el truco. Otra frase que es importante resaltar, del formalista ruso Roman Jakobson, sobre la cual cimento algunas partes de mi querella: “La literatura –una buena, comprometida literatura– es en la cual se violenta organizadamente el lenguaje ordinario”, me abría los ojos, casi gritándome que lo que en aquellos momentos me aventuraba por leer no era un buen recital para el imaginario. Para alguien a quien la escritura siempre ha resultado un trabajo tedioso y fuera de alcance, el que resultara de dudosa facilidad analizar un par de textos de autores renombrados, nombrados por la tan cautivadora crítica literaria actual, era claro indicio de que algo andaba mal. Los mencionados libros discutían, como quizá todos, o la gran mayoría de la época, sin afán por cometer el error de generalizar, un tema relacionado a la delincuencia, padeciendo, peculiarmente, rodeados a diario de tanta delincuencia, de poca verosimilitud. ¿Es acertado justificar la falla usando aquel lugar común: La realidad superó a la ficción? Por supuesto que no, puesto que todo es ficción, ¿no dicen ya? Todo, una simulación. Formamos parte de una gran sinécdoque hacia la supuesta realidad. ¿Entonces por qué dichos argumentos no terminaron por condensarse? ¿Por qué el desesperado intento de exagerar actos tan brutales?
II
Como parece ser tendencia entre mis contemporáneos, el íntimo recurso de, en primera instancia, trasmitir lo onírico al papel me ha acarreado tanto a lecturas non gratas como a joyas magistrales que quedarán en mi memoria lo que esta pueda durar. Por aquellos tiempos –y aún hoy, a excepción de este texto baladí– yo escribía para mí mismo, pero leía para todos; para comentar, recibir, sugerir y compartir. Fueron, por consiguiente, ciertos individuos los culpables –pero también los mártires– de traer consigo las falacias que se hacen llamar erróneamente literatura. Fue entonces que reparé en cuánta verdad había en la frase: “La cosa del leer, y sobre todo su función social, se ha trivializado. Ni leer es un fin, ni el placer es el fin de la lectura. Se lee para formarse en informarse, para ver y saber. Vender la lectura como obtención de placer –aplicable a lo escrito en el corriente– es encaminarla en una sola dirección, con frecuencia engañosa, y no siempre la más saludable.” Es curioso cómo en la actualidad tanto ajeno como cercano a la literatura, creen que es una acción fácil y de poco peso, pero el ajeno no interfiere directamente, y en cambio, el ilusorio literato la sigue pervirtiendo, prostituyendo., la desnuda de su calidad y la ofrece al mejor postor, o editor.
III
Whistler se limitó a decir: Art happens, (el arte sucede). Dogma al que sería correcto apegarnos en lugar de vindicar que suceda el escritor. Los autores están más preocupados por fomentar una imagen propia y una fama, que una literatura comprometida, que como Vargas Llosa especifica: Toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. ¿Vivirán los lectores en un futuro de literatura enlatada, de pensamientos premeditados por un tercero, de imágenes más que de libros? ¿Se dirá: tuviste oportunidad de apreciar el nuevo chalet de tal o cuál autor, y se responderá: Oh, sí, la itálica del bordado de la marca es exquisita? Uno, como autor, no puede vivir de la literatura, sino que debe dejar que la literatura viva de uno. Tratar de vivir de ella es morir famélico en el intento, y de paso contagiarla, gangrenarla; pero si se deja que viva del propio, será más fructífero en todos los sentidos.
IV
Juan José Arreola recomendaba defenderse contra el peligro tentador de la moda. Moda, en términos meramente matemáticos, quiere decir lo que más se repite. Hoy se ha maniobrado la palabra al gusto para que se entienda moda como lo mejor. Y porque hoy, la moda, parece consentir la perversión del lenguaje. Y es que hubo tiempos –pese a que en toda la historia, principalmente en el siglo XX, puesto que en tiempos anteriores se hacía casi por inercia– en que la moda era proponer, renovar, ya sea con estructuras, con narradores, con tramas. Recordemos el Ulises, de James Joyce, perfeccionando acaso el fluir de conciencia, o El ruido y la furia, de William Faulkner, que comparte una idea de fluir similar, y cuyo título provenía de aquel soliloquio del Macbeth de Shakespeare, cuán vidente no fue al referirse a gran parte del panorama literario actual con la frase que inspira el argumento y nombre del libro: It is a tale told by an idiot, full of sound and fury. Signifying nothing. Ante la gran diferencia del tiempo presente, donde hay incluso reglas hacia los títulos, formas que te cuentan atraen más, que llaman la atención. ¿Por qué ocurre que la trama ahora es por poco la misma y la estructura, particularmente en el caso de la novela, de igual manera? Los cuatro vocablos que responden se han usado para responder infinidad de preguntas equidistantes en todos los tiempos y en todos los ámbitos: Es lo que vende. ¿Y qué es un autor sin ventas? ¿Qué sería, pensarán los empresarios, de una literatura sin fama? ¿De estar en una isla desierta, estos denominados autores, aún escribirían? Un escritor, uno que conoce el oficio, que, como decía Oscar Wilde, es diez por ciento inspiración, noventa por ciento transpiración, un escritor que sacrificará amenidades sociales por apegarse al trabajo, uno que conoce la nimiedad que significa su nombre y aboga por lo que dice el libro, que sabe que la moda, entonces, deben ser los buenos libros, y no la literatura –que injustamente denominamos literatura– enlatada, de aeropuerto, ese es un escritor que sí lo haría, y uno por el que yo pasaría leyendo “de claro en claro y de turbio en turbio”, como bien lo hacía Alonso Quijano. La moda son los premios, el renombre, y hay que dejar en claro, premios que acaso los más grandes autores de la historia jamás obtuvieron. Sin demeritar a aquellos –a la mayoría– que sí fueron reconocidos como era debido, recordemos el caso, uno de los más nombrados y más recientes, de la omisión de Jorge Luis Borges en Estocolmo, en tiempos anteriores, de la estadía de Cervantes en prisión, de que a Alfonso Reyes –en mi opinión el mejor literato latinoamericano de todos los tiempos– también se le negó su lugar entre los galardonados, de que en épocas de Homero, de Dante, de Bocaccio, no existían tales honores, de que a Sócrates –ignorando la polémica de su verosimilitud– se le liquidó por poner en duda todo y a todos, de que a Víctor Hugo se le desterró, que a Rodolfo Walsh lo desaparecieron, que Kafka murió sin saber de lo kafkiano, recordemos la tan afamada playera que Fernando del Paso menciona en su discurso por el Cervantes, esa que en su becado por el extranjero tomó de un escritor que falleció y que residió allí, para recordarse, en tiempos de pereza, que no todos tienen el tiempo, acaso el don suyo, para escribir, y que por lo tanto, llamémosle por azares de un destino mañoso, está, estuvo él obligado a escribir.
Recordemos las buenas modas, y recordemos con sublime humildad que el escritor, que el artista y el poeta, como ya reconocía Platón en su República, jamás será indispensable, sino las grandes cualidades de su obra.