Gracias a Borges sabemos que un libro puede ser un todo único, un discurso total, heredero de la atávica sabiduría del lenguaje, y también un conjunto de libros posibles, una serie de deliberaciones que se despliegan según la imaginación de sus lectores y que toma una forma nuestra, definitiva y peculiar en la intimidad de la lectura. De este modo, Pensar el espacio. Reflejos, superficies y colores, de la ilustradora veneciana Chiara Carrer, puede ser leído de distintas maneras, porque las contiene varias y múltiples, mismas que a la postre se condensan para hacernos sentir partícipes de una reflexión visual unitaria. A mí me seduce la idea de haberme encontrado al mismo tiempo con una historieta, una historia con resonancias míticas, un libro de viaje y un ensayo.
Como historieta, Pensar el espacio… asume la forma acotada, secuencial y episódica del cómic tradicional, además de contener, en algunos casos, toques de humor, estrictamente gráficos, que se esparcen aquí y allá, modulando el tono emocional de la historia. En cuanto a la secuencia general, esta dimensión de la lectura transita del confinado territorio de rectángulos sucesivos donde se desarrolla la narración hasta la negación de esta convención gráfica en la última parte, que, como veremos, representa un acto de libertad, la emancipación creativa que se requiere para referirse a un tema tan inaprehensible y vasto como es el espacio. De este modo, algunas secuencias pueden leerse como capítulos independientes que estructuran un discurso mayor, cuyo sentido en este momento se nos escapa pero que, confiamos, habrá de revelarse eventualmente.
Como relato, tiene personajes y argumento; sin embargo, cuando fijamos la atención en el contenido, el libro parece tomar la forma de un cuento con resonancias míticas. Se hacen entonces más evidentes las secciones, algunas etiquetadas de manera explícita, otras que se pueden adivinar temáticamente, en las que parece transcurrir una historia lejanamente conocida. La primera viñeta se divide en dos rejillas de líneas verticales y horizontales, una negra y otra roja; luego, aparece como un don, sobre una sombra imposible, un cubo negro, que enseguida se vuelve transparente y crece y se diluye en los siguientes cuadros en variaciones a partir de estos elementos simples. Después, las líneas experimentan una serie de transformaciones, transitan al negro, se densifican y oscurecen hasta el punto de la tenebrosidad antes de surgir, en lo que intuimos que es otra sección, como líneas reverberantes y curvas, que dan paso a la representación de una casa. En ella, una tosca aunque simpática figura humana (el personaje central) se dispone a traspasar el primer límite para ir a conocer el mundo. Estas derivaciones y las que le siguen semejan metáforas de un relato de la Creación y la incursión en un Paraíso (eso sí, desolado) con vagas reminiscencias bíblicas: la separación de la luz y las tinieblas, los trabajos y los días previos en el Edén, éste representado como punto primigenio por una casa y, luego, no el castigo o la expulsión, sino el viaje incierto por el mundo del protagonista cuando decide dar el primer paso.
El relato de viaje o de aventuras podría comenzar en esta parte o cuando el diminuto y burdo personaje, sentado como el Pensador de Rodin en una roca, ve pasar una mancha y decide ir tras ella en medio de un paisaje desierto, a veces geométrico, otras, orgánico. El cuento se desarrolla en relación con diversos temas, siempre desde un punto de vista gráfico aunque en ciertas partes los globos o bocadillos, más que diálogos, son proferidos como soliloquios y el texto como etiquetas o subtítulos que tienen una función ilustrativa: las posiciones topográficas, las dimensiones de tensión y ritmo, el equilibrio, el espacio como condición, el espacio en sí…
Asistimos de lleno a una expedición peculiar: aunque se presenta como una reflexión sobre el espacio, lo que nos lleva a pensar en un referente externo, se trata más bien de una meditación, un ejercicio introspectivo de autoconocimiento. Esta aventura interior parte de una premisa que revela la propia autora en la voz de su protagonista: ¡Todo es línea… o forma!, misma que se complementa con otras epifanías, expresiones poéticas sobre el vacío, el tiempo, la mente, el infinito, el espacio mismo, o sobre cosas más terrenales como la lluvia, los insectos, los árboles y, de nuevo, la casa.
Con una larga y reconocida trayectoria como ilustradora de libros para niños (o primeros lectores, como ahora suele decirse), Chiara Carrer aborda este proyecto en el doble papel de autora e ilustradora, faceta novedosa sostenida en su amplia experiencia, que se estrena con obras antecesoras como A cada quien su casa y Antes no había nada. Después comencé a imaginar mi propio jardín, ambas bajo el sello de Petra Ediciones y con la esmerada producción de Peggy Espinosa. En este contexto, Pensar el espacio… se relaciona con estos dos libros en intenciones y en contenido como vasos comunicantes. Este viaje interior recrea temas como la casa y los árboles, el paisaje y los límites, el color y las texturas, que ya aparecían en las piezas mencionadas, y utiliza asimismo algunas estrategias extraídas de la cocina del diseño, como las listas, las definiciones, los catálogos y la descripción ilustrativa.
A las similitudes intertextuales entre estas obras habría que oponer una distinción: a diferencia de los libros anteriores, en este caso se alude a un objeto abstracto, y no a referentes tangibles como la casa y el jardín. Por ello, la aventura y el viaje pueden observarse, también, como un ensayo filosófico y estético cuyas variables enriquecen, como capas, las lecturas posibles, tanto de esta obra como de sus predecesoras, un work in progress. En esta ficción visual, el personaje (que ahora puede vestir la capa de un alter ego), más que disertar sobre un asunto abstracto, parece orientar sus cavilaciones hacia sus propias herramientas, y sobre todo hacia las formas diversas en que se relaciona con el espacio, cómo lo mira y cómo aprende a mirarlo, cómo interpreta su estar en el mundo, cómo lo habita, y en ese acto, por fin, intuimos una invitación a compartirlas.
En las últimas páginas, de un mayor tono dramático, después de una onomatopéyica explosión y una tormenta, el lector atraviesa el parlanchín ruido de la cháchara vacía, la oscuridad que se vuelve luz para avizorar un árbol, el bosque, el paisaje, una montaña libre que se despliega entre dos páginas y, acto seguido, las texturas, primero en blanco y negro y luego en proliferación de colores. El caos conduce a un develamiento: como declara el protagonista, el espacio es justamente una obsesión.
En la parte final, la reorganización, después del caos creativo. En las últimas páginas se rompen los límites de la convención rectangular de la historieta, las señales de la lección mítica y moral, el sentido último de este trayecto espiritual: los trazos nerviosos, informes pero similares a nubes que tiritan y vibran, se sacuden de los confines de la página: han conquistado el espacio. El epílogo es una declaración de libertad.
De este modo, Pensar el espacio… es una disertación visual consciente de sí misma, seria y divertida a la vez; la autora, al atreverse a contar su propio cuento, concluye en un acto liberador que nos invita a reflexionar sobre las convenciones que atrapan y delimitan el espacio, nuestro espacio vivido, vale decir, las formas en que interpretamos y estamos en el mundo.
Pensar el espacio. Reflejos, superficies y colores, de Chiara Carrer. Petra Ediciones, Guadalajara, 2018.