Nunca escribimos solos. Y no sólo escribimos por nuestra orientación. Incluso en lo sexual, el arco de la escritura se mueve entre el blanco y el negro, entre tonos de gris y otros colores. Si se roza o detiene en los de la bandera gay no deja de ser una estandarte amplio y cambiante como la humanidad que representa. Como editor y jurado de algunos certámenes de poesía, observo un interés propicio (quizá desmesurado) por tratar de manera más fresca, distinta, innovadora y hasta experimental los conflictos y temas que atañen a la diversidad de nuestro tiempo. Lesbianas y homosexuales se han expandido y muestran un sinnúmero de opciones que abarcan lo transgénero, lo cuir, lo transexual y más categorías. Etiquetas, al fin, que no dejan de ser una marginación, por liberal que sea el enfoque o la reafirmación que presuponga, de aquello que en el arte simplemente es «lo humano».
Igual sucede en la poesía: preferimos voltear a la vieja y comodina España (Vicente Aleixandre, Francisco Brines, Luis Antonio de Villena o Luis Muñoz) que a la siempre barroca e inextricable Cuba (Lezama Lima, Severo Sarduy, Virgilio Piñera o Delfín Pratts). Si hablamos de nuevas formas de representación de las masculinidades, son importantes los avances que han conseguido estrellas de la música y el cine, como Freddy Mercury, David Bowie, Tim Curry, Divine, Boy George, RuPaul o Ezra Miller, por ser modelos mediáticos. ¿Es necesario tanto arreglo floral y zapatillas en los poemas que quieren ser distintos de lo gay? ¿No cumplieron su cuota dichos antecesores a los que se recurre todavía como homenaje, sí, pero más por pereza o conformismo? El ser homosexual también se normaliza. Lo que un día fue atrevido se convierte en ridículo si no lo actualizamos.
Todo este preámbulo para intentar situar El museo de las máscaras (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018), de Sergio Pérez Torres, en el siglo xxi. Para empezar, Sergio se mueve en un mundo sin máscaras, con una libertad que, si no es tan tajante como la incorrección política de Pedro Lemebel o Juan Carlos Bautista, sí lo muestra, sobre todo en las redes, como un hombre que afirma su masculinidad exenta de machismo, o eso que se ha dado en llamar heteronormativa. En libros anteriores del poeta he notado una disparidad de asuntos que lo inquietan, pero un mismo registro: la nostalgia es el tono que este regio prefiere por encima de todo: se trate del amor, el miedo, el cuerpo, la purificación, el enfrentamiento con uno mismo o la visión de la muerte, tópicos que desfilan en cada uno de los siete apartados que componen el libro que hoy reseño. En Sergio Pérez Torres perdura esa melancolía dramática que me hace recordar a Dido en Les troyens, de Berlioz: un personaje plenamente romántico abarcándolo todo desde la intimidad doméstica y tranquila de quien no tiene fuerzas para enfrentar su sino, pero que se le enfrenta por su fe en el amado.
Olga Orozco, en su Museo salvaje, como en mucha de su obra, puso de manifiesto una voz peculiar que se enfrentaba al otro (su hermano) y a sí misma, con los mismos recursos: amor y culpa, de modo principal, en la contemplación del cuerpo como objeto de estudio. Sergio no está lejos de allí: las galerías que recorremos juntos
—máscaras de hierro, de piel, de barro, de madera, de piedra, de espejo, y máscaras rotas (fuera de exhibición)— confirman el paisaje que transcurre durante doce meses, con las cuatro estaciones tejidas a mansalva en los doce pedazos de barro que son el cuerpo único al que nos dan acceso. Un calendario que es, también, una figura como la Coyolxauhqui: un mito, un sueño, la voz a quien se nombra todo el tiempo. Pero se nombra a ciegas: «Cualquier camino es largo para el silencio», «Lo que sucede afuera no es la vida». El amor que aquí se representa es una estatua, el conflicto de un yo que se enfrenta a sus sombras. La diosa de la luna que apenas se revela. Si se trata de máscaras de piel, Sergio postula: «El olvido es una forma larga de agonía», «sombra debajo de mis ojos», y da paso a esa sombra, una sola, a la que tiene miedo. Mientras habla del cuerpo, en máscaras de barro, «su sombra me amordaza». «¿En qué más me habré de convertir / cuando seque el barro en mis costillas?». Sombras, nada más, entre su vida y su vida.
Quisiera que asumir nuestra diversidad no fuera necesario, pero lo es. Y se demuestra también con lo textual. En muchas ocasiones, los libros que he leído adolecen de estructuras tardías: miran, aun con el romanticismo ingenuo más propio de un lector que lee muy poco o mal que de un poeta, esas maneras de los antecesores del tema en nuestra lengua: García Lorca, Cernuda, Gil de Biedma, por citar una tríada en la gran tradición de la poesía homosexual de la península ibérica; o Villaurrutia, Novo y Nandino en el caso de México. Poetas arriesgados en su siglo y que casi cien años después deberían ser lectura obligatoria, pero no un referente de escritura. Sin embargo, tienen muchos discípulos más allá del fraseo o del uso de símbolos y formas de asumir la homosexualidad: presumirla o llorarla. Sergio Pérez Torres se escapa, por muy poco, de la voz plañidera. En el cuarto apartado de su poema, las máscaras de madera se manejan con una espacialidad de campo y femenina que consigue sortear estos peligros. «Vivo de cosas como yo / pero muero de cosas como él», dice el hablante principal, y le creemos que «en nuestra memoria […] imitamos en el fuego a la madera que se incendia». Este cambio sensible le da paso al incendio que se produce en máscaras de piedra. El espacio es marino casi uniformemente, y se muestra distinto a los tres apartados anteriores en su diversidad. El monolito es uno: «La sombra de un nombre cubriéndome de mí».
En las artes, ser obvio no es ser gay. Lo obvio sólo es mala poesía. Quiero decir: la obviedad, de cualquier forma, elimina el misterio y la revelación. De allí mi suspicacia con muchos otros libros sobre el tema. No se trata de la crisis del yo o de la muerte del lirismo, al decir de ciertos críticos y poetas que miran con recelo aquellos libros y posturas de tono confesional o íntimo, amoroso o de identificación sexual mediante el erotismo exacerbado, la catarsis, la culpa. Un hombre que empieza a conocerse y reconoce que «el amor es una cosa muy distinta, lo que la belleza sueña cuando se le amenaza…» tiene un paso ganado. En esta incertidumbre encuentro ese tensor tan necesario para olvidar la súplica y el llanto que parecían brotar entre algunas imágenes. Porque este libro es un discurso armado con metáforas y el riesgo es convertirlo en algo más que polvo: «polvo de lo que dejo ir».
Uno de los motores de la poesía contemporánea es, precisamente, la desorientación: perseguimos que en ningún momento el lector se sienta cómodo, firme, confiado en lo que puede obtener de las palabras. Eduardo Iriarte, prologuista y traductor de El alboroto de los pájaros, de John Ashbery (Visor, 2018), al hablar de la poética de Ashbery señala «su sintaxis fracturada, la multiplicidad de voces, el estilo hermético, poliédrico, plagado de coloquialismos y alusiones recónditas, trufado de elaborados juegos lingüísticos, caracterizado por la espontaneidad y el rechazo a lo que podría denominarse retórica espiritual, [que] otorga a sus creaciones un aire impersonal, oblicuo, experimental; no tiene por qué haber necesariamente una progresión lógica en el desarrollo del poema, sino más bien un continuo ir y venir entre diversos estados temporales». Para desarrollar esto, el más seguro debe ser el poeta. Debe asirse a lo que desconoce (antes nos decían lo contrario) y explorarlo como si se tratara de sus propios testículos; auscultarlo cual si fuera un examen de próstata; hacerle un fisting si en ese acto de amor con la poesía se pone más intenso. El uso de los preservativos lo dejamos para el sexo seguro. A la poesía hay que llegar a pelo, lejos de la lubricidad que las palabras sueltan y adquieren con el ritmo.
Las máscaras de espejo de Sergio Pérez Torres no son esa fractura, pero sí el desconcierto. Es mirarse y «no regresar del espejo». Y exclamar: «Él me mira como un arma recién cargada». Con este desestabilizador, el poeta abandona la consabida retórica de interrogantes a la que puede llevar el darse contra sí, contra la luna, contra la diosa general del poemario. El espejo nos muestra el espíritu real del hablante del texto: narcisista y obseso, culpígeno amoroso de su nueva función en el museo de sitio: estar sitiado en él y ver que el curador de dicha muestra tampoco tiene cura.
En el comentario preliminar de El alboroto de los pájaros se señala que «Fue también el propio Ashbery quien manifestó que su objetivo era componer un alegato poético que no sólo no pudiera expresarse de ninguna manera mejor, sino que no pudiera expresarse de ninguna otra manera en absoluto». Alegato que tiene seguidores, pero no imitadores, justo por lo difícil de encarnarse en medio del fracaso que representa en sí dicha poética. Este discurrir del presente, lo que no concluye porque está formado sin ideas preconcebidas, se ha permeado muy poco en la poesía homosexual. Y, más adelante, Eduardo Iriarte cita al poeta Paul Muldoon, quien opina que «un mundo que es complejo requiere una poesía compleja; un mundo que es incoherente debe reclamar una poesía incoherente; un mundo en el que no caben conclusiones puede regodearse en su carácter inconcluso». El homosexual de nuestro siglo es más complejo que el de siglos anteriores: ¿no debería serlo su poesía? Lo digo convencido y algo desencantado. Nos urge, con vehemencia, una poesía que oponga resistencia a Donald Trump, a Vladimir Putin y a Jair Bolsonaro. Una literatura desorientada sexual y textualmente: quiero decir, diversa; quiero decir, extraña; quiero decir, que ame más la palabra que el eco que produce. De fibra (conciencia) excepcional.
Este siglo, vertiginoso y lleno de contrastes, globalizado incluso en las maneras de entronizar en un par de semanas cierta voz comercial, y desdeñar las voces más complejas, también ha producido decenas de poetas parecidos, clonados. Círculos de poesía inquietos más por la cantidad de seguidores que por la singularidad de una escritura. A veces creo (deseo) encontrar un atisbo del discurrir al que aludimos antes en la disparidad y hasta contradicción de las imágenes que Sergio Pérez Torres coloca en su poemario: opuestas en la lógica y, a ratos, necesarias para escapar de lo que pareciera un diario o un recuento de pasiones y dudas, del libro que relata, como un diario, lo que le ha sucedido a un ser humano. Mucha de la poesía que muestra ese «orgullo» de la diversidad carece del coraje de hablar por uno mismo, del otro (similar o contrario), de una forma distinta, personal, que puede provenir de otros poetas, pero lo muestre a uno en el siglo xxi. Que hable de su ahogamiento y no sobre las olas de lo que se ha bailado (los mismos pasos siempre) tanto tiempo. «Máscaras rotas (fuera de exhibición)» puede ser el ejemplo más palpable de que Sergio ha intentado y puede conseguir otro distanciamiento de las formas poéticas que anteceden su pulso. Sentir que ha «dejado su sombra en los espejos» y lo que amó fue esa sombra deslumbrando la suya. Despedirse de un modo de concebir el mundo, muy seguro en sus manos, para pisar el hielo más frágil de la página y avanzar, siempre en desequilibrio, por otras geografías. Confirmarse que «ya no pertenezco a mi memoria, soy tan errante como las palabras».
Un hombre con vestido no me asusta. No me incomoda si usa carmín, delineador, tacones. Si prefiere cadenas para mostrar el torso velludo y masculino. Simplemente, creo yo, no deja de ser hombre si eso es lo que desea, si otro hombre es su deseo, o si no desea nada. Quisiera, desearía, encontrar que su obra literaria habla del mundo homosexual con una brillantez sin artificios. Que nos hable de la postura humana y no del maquillaje o máscaras comunes. Sobre un pie en otras tierras (exilio o por nostalgia) y no con la preocupación por hacer un desfile exitoso sobre una pasarela de poetas que aplauden al que muestra más brillos en su saco. Preferiría un lenguaje en el cual la mayor extrañeza no es perderse en el «yo» o eliminar un «él» o un «ella», sin buscar de manera afanosa volvernos generales, inclusivos, modernos y orgullosos por una razón de «elles». La subversión del texto, y no los demasiados covers de Abigael Bohórquez que ahora existen. Ojalá que, sin máscaras, aplaudamos la búsqueda, desconcertante siempre, de nuevas escrituras. Y en lugar del pasado, amemos el futuro que nos hace lugar en el museo de nuestro propio siglo.