La libertad es el viaje. Recorrer en tren un mismo viaje. O siempre otro, soñado. Del sueño al viaje. El viaje que se repite en el sueño, pero, por un golpe de fortuna, inesperado, se extiende hasta la materialidad de lo vivido.
Desde la ventanilla del tren, una serie de paisajes de inconmensurable novedad y belleza. Esplende el sol sobre una gama de verdores. Verdes tiernos, algodonosos. Un oleaje diminuto, circular, ovilla la redondez de lo mullido, silenciado por la gruesa transparencia del vidrio. La humedad se trenza con los dorados en trazos o rayas diminutas. Los trigales difuminados en ocres, un deslizamiento continuo, desaguan en la quietud de un piélago de ondas frescas, esmeralda claro, desdibujadas en tonos menores, discretos, redondos, sedosos. La imaginación busca ese tacto imposible.
Frente a mí, en la cabina del tren, un joven de piel oliva con destellos color miel, barnizado de suavidad dorada, pegajosa, ojos verdes, aterciopelados. Se explaya en el asiento con el peso y languidez de un cuerpo rotundo, grácil, contenido en las formas de una armonía culminante, desconocida, resguardada en su original pureza en el tiempo. Su presencia deslumbra y sosiega, enardece y suaviza entre la incrédula perplejidad y la exaltación. La frescura del vidrio es un reposo momentáneo ante el fulgor oblicuo. Seducción insoslayable. Un oleaje de calidez indetenible se expande desde ese punto. El cadencioso aunque pausado ingreso a la ciudad mágica.
La gloria de un escape secreto. La libertad comienza en ese tren. Imagino la frescura del cuarto, en los márgenes de la ciudad dorada, de techos rojizos, con torres en punta de alfiler. La lentitud del tacto. La densidad áurea de la luz que cobija el edificio y traspasa la altura de un orificio. Una pequeña claraboya enlaza con su tibieza la humedad de los cuerpos.
Con el arribo a la ciudad desaparecen los puntos de referencia. Es imposible traducir las coordenadas de ese territorio inédito. Las fotografías en serie se desdibujan, se vuelven ilegibles, desvanecidas en la planicie de lo insignificante o lo impenetrable.
El laberinto de calles oscuras de otros sueños, el mercado poblado por una muchedumbre sin rostro, en actividad febril, incomprensible, la torre alta del reloj cuya invisible punta se pierde entre las nubes, todo amortiguado por una capa gris, desaparece de la memoria. Lo ocupa en cambio el asombro inagotable del ingreso, con el cuerpo, a la ciudad medieval, el comienzo del errabundo camino.
Al llegar, subir la cuesta por las callejuelas, cruzar un río de piedras, hacia el barrio cervecero. En la oscuridad de la noche, tras curvilíneos enrejados de hierro, el espesor de enredaderas. El empedrado aumenta el frescor. No hay a quién preguntar rumbo. Los faros en ese mar de jardines ensombrecidos por el atardecer son los bares de cada esquina. Me paro en cada uno, buscando los nombres garabateados por el muchacho del hotel.
En la mañana camino hacia un parque. Detrás de una banca vacía, una bocina recita poemas. Giro con mi cámara en un mismo punto para orientarme. Un grupo de niños juega cerca de la entrada de la iglesia. La máquina de poemas proyecta el peso de la voz y su música hacia las calles aledañas. Jalo una y otra vez la palanca para comprobar esa magia. La pervivencia de la voz, la verdad en rima por la densidad de la historia. Vuelvo sobre mi senda para descubrir una librería. Repisas de libros de poesía en una lengua que quisiera masticar o beber como la cerveza del lugar, oscurecida en ámbares, floreciente en infinitos aromas.
Camino hacia el edificio de la ópera y la galería nacional. Subo la colina del jardín y observo a una pareja abrazada, recostada o de pie, no lo recuerdo. Los árboles se entrelazan en un círculo erguido de verdes, una suspensión más de toda línea posible trazada por mis pasos.
Regreso a mi hotel para escuchar taladros y otras máquinas. Grito una y otra vez. Me escapo hacia el castillo, del otro lado del río.
El apartamento da sobre un escarpado de pinos, enrojecido de buganvilias por la prístina luz del mediodía. Un balcón se desborda sobre la extensión del panorama verdoso. El castillo está a unos pasos. Subo la colina en dirección al convento para bajar hacia el castillo y después al río. Busco guardar las formas esculpidas en piedra de las fachadas medievales en torno a la fuente. Pero el mayor deseo es bajar hacia el río, en dirección al puente.
Un lugareño entrado en años sostiene una pancarta vociferando insultos ante la riada de turistas en contra de corruptos funcionarios. El café de una multinacional en la cumbre del castillo.
El inaugural cruce del puente. El transitar que corta el aliento, a cada paso, bajo la presencia estremecedora de cada estatua. El recorrido es un viaje hacia el pasado, en su palpitante pervivencia. Las estatuas resurgen con cada atardecer. Me detengo ante cada una para descifrar su misterio. El sentido de lo sagrado se encumbra en sus expresivas, equilibradas curvaturas en busca de lo imposible. Cada estatua nos transporta, nos arrastra, obnubilados, hacia la altura o abstracción de lo inconmensurable e indefinido, el cielo enrarecido, en flamas o dorados anublados por el presagio de tormenta, destacando como telón de fondo sus enfurecidos contornos de piedra ennegrecida por los siglos. Detenernos en el tiempo frente a esos gestos. Buscar el ascenso hacia lo sublime para caer en el abismo del ocaso. Volver en un repetido recorrido por el puente más antiguo del mundo para contemplar esa exactitud coagulada en piedra, palmaria e inverosímil, incorpórea y tangible, antiquísima a la vez que viva y cercana, inexplicable portento que sacude hasta el vértice interior, dejándonos sin palabras. La experiencia del viaje es intraducible.
Desde qué ángulo abarcar el río. Grabar sus luces en las horas cambiantes de la tarde. Un parpadeo que deslumbra. Me acerco para alcanzar la totalidad. El misterio se erige a lo lejos. El castillo y sus jardines escarpados a lo alto, más abajo, siempre en la cima, torres afiladas coronadas de cruz o de esfera, empinados techos rojo cálido. Prolongan el gesto mágico, milagroso, el sostenido y grácil ascenso, como en las bóvedas de la catedral gótica, hacia las alturas vertiginosas de azules tornadizos en oro y escarlata, una apoteósica escenificación de cada crepúsculo.
Recorrer ese puente, una y otra vez, para desembocar, por un golpe de fortuna, por un acto de magia, en la plaza antigua. La libertad es caminar en círculos por esa plaza, sobre sus vetustas piedras, contemplar el reloj astronómico y sus enigmas, escuchar desde esas mismas piedras los murmullos guardados de viajeros, vendedores ambulantes, magos o prestidigitadores, ladronzuelos, músicos, bailarines, actores y poetas. La libertad es permanecer en ese círculo, alejado, oculto, imperceptible, y caminar en venturosa soledad, con un ritmo suspendido, acompasado, hacia el río y sus mudables refulgencias para grabar en ese otro lado de la memoria, desde ese otro lado del puente, las piedras y sus edificios, la transparencia de la ciudad de cristal reflejada en su río.