El centro y la peatonal habían cambiado muchísimo, se habían convertido en un barrio pobre, marginal. Ya no era el lugar adonde su madre iba a comprar ropa de invierno antes de volver a Buenos Aires. En aquella época, para las compras había que aprovechar un día de lluvia, y como todos hacían lo mismo, cuando llovía las calles y las galerías del centro de Mar del Plata estaban atestadas de mujeres que palpaban ansiosas las prendas de lana, arrastrando con ellas a sus hijos, a los que todavía estaban en edad de dejarse arrastrar, para que se probaran de mal humor los famosos pulóveres.
Ahora las galerías agonizaban, condenadas por los shoppings. Ahora las calles comerciales eran Güemes y Alem, pero él había insistido en alojarse cerca de la plaza Colón, de la playa Bristol, donde había estado el departamento de sus abuelos. La confitería Boston resistía, sólo que ahora era una sucursal: la Boston se había convertido en una cadena. Las medialunas, por suerte, seguían siendo buenas, casi tanto como en su recuerdo. En esa zona de la ciudad los negocios exhibían en sus vidrieras solamente souvenires baratos, higrómetros violetas con forma de pez, collares de caracoles, chafalonía de metal y piedras brillantes, sandalias de plástico, pobreza. En la Rambla de la Bristol se veían cuerpos oscuros, sudorosos, pantalones de gimnasia con la raya blanca al costado, trajes de baño viejos, deslavados, pelos duros y lacios, teñidos de amarillo. Estaban por todas partes. La ropa de los jóvenes se había uniformado y sin embargo se los reconocía; como siempre, eran ellos, los pobres del mundo. Se odió a sí mismo por el matiz de desprecio que había en su mirada. Por ellos había militado, por ellos se había ido del país, por ellos vivía en Madrid desde el año 76. ¿Por ellos? Qué mentira. Ya no podía engañarse a sí mismo con el desparpajo y la inocencia de la juventud. Y, sobre todo, ¿ellos? ¿Así pensaba él, ahora? ¿Ellos y nosotros? ¿Desde cuándo? El Provincial y el Casino estaban igual que siempre, por lo menos de afuera.
Las ramblas, en plural, era Barcelona. La Rambla era aquí, en su casa. La ciudad que había sido su casa cada verano de su niñez y su adolescencia. Hacía casi cuarenta años que no volvía a Mar del Plata, a la Rambla. Casa tomada. Los balnearios de la Perla, Punta Iglesias, la Popular, la Bristol eran de ellos. Pescadores, Las Toscas. Caminó dejándose llevar por la masa humana. Ahora buena parte de la Rambla estaba ocupada por una especie de mercado persa, puestitos en los que se vendían supuestas artesanías, pero sobre todo remeras estampadas, ojotas de goma, bolsos de colores chillones, exhibidos en un revoltijo destinado a exaltar su bajo precio. Y gente, gente, gente. Ellos. Los pobres. Que ahora, decían las estadísticas, refregándoles en la nariz el fracaso de su generación, eran la tercera parte del país. Lo peor, quizás, era el miedo. Hernán supo que les tenía miedo. Se justificó pensando en la respuesta de Ettore Scola cuando le preguntaron por qué había pintado de esa manera a la gente en la película Brutos, feos y malos. Si yo pensara que la pobreza hace mejor a la gente, no sería de izquierda, contestó Scola. Pero yo no soy de izquierda, supo Hernán. Y lo supo en plural, como se decía en España: un tío de izquierdas. El mundo era un lugar muy raro, la historia era un devenir caótico, delirante, siempre inesperado, y él ya no creía en las soluciones que en otro tiempo le habían parecido difíciles de alcanzar pero tan indiscutibles, tan perfectas.
Antes del Torreón se terminaba el mercado y se aliviaba la circulación. El Torreón estaba lindo. Con un cíber, claro. Pero también con su confitería de siempre, modernizada. Tomó un cortado mirando el mar. Los surfistas eran también algo nuevo. Flotaban apacibles, en espera de una buena ola. El mar era el mismo de siempre: nunca azul, en varios tonos de verde lejos de la costa y amarronado en la orilla. Con sólo mirarlo podía sentir en la piel el frío del agua del Atlántico sur, que alguna vez le había parecido estimulante.
Y mientras comparaba las imágenes de su recuerdo con las de la realidad, no pudo dejar de percibir una mirada que se le clavaba en la cara sin pudor. En una de las mesas del fondo, una señora de su edad, entrada en carnes (carnes que rebalsaban apenas la sisa de una musculosa demasiado apretada), lo miraba intensamente, con ternura. Le devolvió una mirada distraída, apenas suficiente para constatar que no la conocía.
Sin embargo, ella se levantó y fue hacia él como si la atrajera un impulso magnético. Tenía una cara simpática, redondita, con los cachetes caídos, el cuello arrugado y lindos ojos claros.
—¿No me reconocés? —le dijo en voz baja—. No lo puedo creer. ¡Pero viniste!
Hernán entrecerró los ojos para eliminar los elementos superfluos que esa cara había logrado reunir a través de los años, intentando develar la sobria perfección que debieron tener alguna vez sus rasgos.
—La fogata, la playa, ¡nuestra promesa!
—¡Mónica! —casi gritó de pronto Hernán.
Esos ojos. ¿Cómo podía haberlos olvidado? Aunque no se acordara de la promesa. Mónica se sentó a su mesa y pidieron cerveza. Como en los viejos tiempos, se rieron los dos, cuando la cerveza se bebía solamente en verano. Retomaron la conversación como si se hubieran visto ayer. Hablaron de las fogatas en la playa, recordaron las canciones folklóricas que estaban de moda en aquella remotísima época, «La Salamanca», por ejemplo, ¿quién se acordaba ahora de «La Salamanca», o del «Puente Pexoa»? Y Hernán se enteró (pero disimuló que se estaba enterando) de que alguna vez se habían prometido encontrarse en el Torreón, un cinco de enero, a las seis de la tarde.
—Te demoraste un poco —sonrió Mónica.
—Treinta y nueve años y una hora —dijo Hernán.
—Yo vengo todos los años —confesó Mónica, con una sonrisa hermosa que puso en relieve las mil arruguitas que bordeaban sus ojos y que las hizo olvidar al mismo tiempo.
—Yo vivo en Madrid. Es la primera vez que vengo a Mar del Plata. Pero ya ves, estoy aquí —por pura casualidad, pensó Hernán, pero no lo dijo.
—Tenés un poco de acento español.
—Esto no es nada, tendrías que escucharme putear. Lo primero que me sale es jolines y después, leches. Y ostia.
Hablaron de los amigos comunes. Del Flaco, del Colorado… Eran amigos de las vacaciones, de Mar del Plata, y Hernán no había sabido más de ellos. Mónica, en cambio, parecía estar enterada de todo.
—El Colo se casó con un gato.
—¡Noooo! Y vos sos mala también, ¿cómo sabés que era un gato?
—¡Si él mismo lo contaba, de lo más orgulloso! Y lo peor fue que después de tener hijos la mina engordó, pero engordó de verdad, se convirtió en un tanque australiano. Al que le fue muy bien es a Jorge, ¿te acordás de Jorge?
—¿Y el Flaco?
—Lo mataron, como a tantos. Vos sabés.
Hernán sabía. Y no tenía ganas de avanzar en el tema. Mónica se dio cuenta y la conversación se desvió hacia ellos, hacia su pequeña historia.
—¿Te acordás cuando me llevabas en el caño y nos caímos?
Hernán no se acordaba de la caída, pero sí de la bicicleta. Esa bici había sido su primer vehículo propio, su primera y gloriosa sensación de independencia. Se la había comprado con sus ahorros, todo lo que ganó trabajando varios meses en el negocio de su abuelo. Su adorada bicicleta azul, la mejor, la más veloz, la que lo llevaba a la velocidad del pensamiento por las calles de Mar del Plata.
—¡Claro que no te acordás! —dijo Mónica—. ¡Porque la que se raspó todo el brazo fui yo! ¿Y a vos cómo te fue? ¿Te recibiste?
—Me recibí, pero no me sirvió de mucho. ¿Qué iba a hacer en España con el título de abogado? ¿Y vos? ¿Te casaste?
—Ah, mirá qué típico —dijo Mónica, rebelde—. Yo te pregunto si te recibiste y vos me preguntás si me casé. Pregunta especial para mujeres. Hice muchas otras cosas interesantes además de casarme, de tener hijos. ¡Y hasta un nietito!
—Te casaste con otro… —le contestó Hernán, en broma.
Pero Mónica no siguió la broma. Algo en ella cambió, algo en su expresión, en su forma de mirarlo.
—Me casé con otro, sí. Pero… no debería decirte esto y sin embargo… Ahora que ya no importa… Me casé con otro pero nunca dejé de quererte.
Hernán se sobresaltó y trató de quitarle fuerza a la confesión que Mónica había hecho en voz muy baja, casi un murmullo, pero con un acento tan intenso, tan verdadero, que por un momento no supo cómo responder. Afuera el sol estaba cayendo. Era una atardecer hermoso y triste.
—Pero, Mónica, éramos tan chicos. Te enamoraste de un recuerdo… Qué sabés quién soy yo, en qué me fui convirtiendo…
—No me digas así. No me quites la ilusión. Qué me importa cómo sos ahora. Vos sos mi amor imposible. ¿Ya te olvidaste de nuestros besos en la playa?
No. Hernán no se había olvidado. ¿Cómo olvidarse de la primera bicicleta, de los primeros besos, de la pasión enloquecida y contenida de la adolescencia? Durante años apenas había pensado en Mónica, pero ahora el recuerdo se abalanzaba sobre él como una ola gigante que lo arrastraba a mar abierto, lejos de la playa, lejos de la costa, a una zona donde la libertad era enorme, ilimitada, y la memoria brillaba y todo era posible. De un solo golpe de ola, toda su historia se deshizo, los castillos que había construido a lo largo de su vida se transformaron en arena húmeda, su vida en España se redujo a un largo paréntesis sin sentido, y se entregó a ese sentimiento extraño que ya no podía negar, supo que también para él, de una manera subrepticia, arrastrándose por debajo de la realidad cotidiana, olvidado y al mismo tiempo presente en cada acto de su vida, también para él Mónica había sido su amor imposible, la única certeza en este mundo.
Comprendió en un instante enorme que cada uno de los besos que había dado en su vida había sido apenas una imitación de los únicos besos verdaderos, los de Mónica en la playa. Porque era la boca de Mónica, sus labios jugosos que se abrían… como un damasco lleno de miel, pensó, avergonzado y orgulloso al mismo tiempo, tan cursi, ¿pero acaso no es siempre cursi el amor? La letra de la canción parecía escrita para él, para ellos. Miró otra vez a Mónica, sus ojos inolvidables, inconfundibles, y supo que ése era su destino y que él lo había traicionado, trampeado. Ése hubiera sido su destino y su lugar, el único verdadero: irse a dormir cada noche con Mónica, en los brazos de Mónica, con esa mujer gastada, cansada, gordita, que debió ser la suya, la mujer que había buscado, ahora lo sabía, en cada una de sus mujeres, sin encontrarla. Pensó en la piel de Mónica tan joven, tan dorada, tan salada en su lengua, vibrante bajo la yema de sus dedos, y la deseó como entonces, como quizás nunca más había deseado nada, deseó tocarla, sentirla, abrazarla.
—¿Otra vez, Marta? ¡Ya le dije bien clarito que no la quiero ver por acá! ¡La próxima llamo a la policía!
Mónica se puso de pie casi con violencia, pero antes de irse garrapateó un teléfono en una servilleta. Se despidió brutalmente, pero con una mirada tan cargada de promesas que daba pena. Ahora el encargado del local le gritaba al mozo.
—¿En qué idioma te tengo que decir que no la dejes entrar? ¿No será que vas con algo vos también? Disculpe, señor —hablándole ahora a Hernán—, esa mujer no me gusta, se va con los clientes y qué sé yo que pasa. Para mí que les saca plata. Éste no es un lugar de ésos.
—Es completamente inofensiva, yo no sé por qué el encargado no la quiere —le confió después el mozo a Hernán, mientras le cobraba—. Al contrario. Los tipos consumen más y se van contentos. Y si les saca plata, qué. Se la ganará —miró el número anotado en la servilleta y lanzó una risotada—. Qué caradura, esta Marta. Es el teléfono de acá.
Hernán recapituló la conversación con Mónica-Marta y se dio cuenta de que en ningún momento ella lo había llamado por su nombre. Los recuerdos que habían intercambiado y completado entre los dos eran los mismos que compartían con toda su generación. Miró al mozo con una semisonrisa de complicidad.
—Me di cuenta en el acto. Pero me dio pena, pobre mujer, por eso le seguí la corriente.
Salió del Torreón con un nudo en la garganta y siguió caminando por la Rambla. Playa de los Ingleses ahora se llamaba Varese, y habían conseguido ampliarla, una buena extensión de arena.
Reconoció Playa Chica. Y en Playa Grande, la refinada y elegante Playa Grande, se quedó asombrado al ver el cordón blanco que encerraba los balnearios y los separaba de la marea humana. También allí, para llegar al mar los ocupantes de las carpas tenían que abrirse paso entre una multitud de gente desparramada sobre la arena, mate con facturas, churros rellenos, papeles aceitosos, gordas rebosando viejas mallas negras, muchachos petisos y morochos, en shorts de fútbol, chicas con bikinis de lycra y pelo mal cortado. Antes, el cordón blanco no era necesario. Antes, los pobres se quedaban en su lugar. Jamás se les hubiera ocurrido invadir Playa Grande.