Río de Janeiro es la ciudad de los brazos abiertos. Su imagen souvenir, que motiva a cientos de feligreses y turistas a trepar las laderas del Parque Nacional de Tijuca hasta el Corcovado, es la figura del Cristo Redentor con los brazos extendidos. A mí no me espera Cristo, me espera Clarice Lispector. Hay autores que me han despertado cierta fe por la condición humana; ella es uno de esos casos. Mi salvación personal la he consignado en alguno de sus libros. El itinerario de mi viaje tiene como hitos los lugares que recorrió la escritora y sus personajes.
Río es conocida como la Ciudad Maravillosa. Pocas urbes concentran tal heterogénea textura, que zurce una costa Atlántica con bosque tropical, morros, playas abiertas, parques nacionales, extensas avenidas costaneras y un clima templado todo el año. La misma Lispector decía: «De todas las ciudades en las que viví, Río es la que más me asombra». Quizás por eso instó a sus personajes a recorrer su río-afluente personal por el Jardín Botánico, Copacabana, los barrios de Leme, Cosme Velho, São Cristovão, entre otros.
En Brasil, Clarice Lispector es «Clarice». Todos comprenden, los brasileños llaman por el nombre de pila a sus figuras queridas. Esta escritora nacida lejos, en Tchetchelnick, Ucrania, en el año 1920, fue hija de judíos rusos que decidieron emigrar a América escapando de persecuciones religiosas. Arribó a los dos meses de vida a Alagoas y luego la familia se mudó a Recife. La autora sufría cierto karma de extranjera. El hecho de haber nacido fuera, sus erres marcadas debido a un problema fonológico y la naturaleza de sus creaciones la señalaron como una foránea en el panorama literario brasileño. Fue criticada por alejarse del regionalismo, del realismo social y de la contingencia política en momentos de la dictadura militar. Ella diría, en una entrevista para la revista Manchete: «¿De qué forma un pintor, un escritor, un artista no es un espejo de su tiempo? Yo hablo de la angustia, de los sentimientos humanos. ¿Hay algo más participativo que eso?».
Su literatura se fue abriendo camino al ritmo de una latencia vital. El connotado autor Guimarães Rosa expresó: «Clarice, yo no te leo para la literatura, sino para la vida»; el músico Chico Buarque le dijo cuando la conoció: «Te estoy leyendo con candor»; su traductor al inglés, Gregory Rabasa, señaló: «Quedé impresionado al encontrar a una persona que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf». La filósofa francesa Hélène Cixous ensayó una iluminadora definición: «Si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre y hubiera llegado a cumplir cincuenta años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán».
Confieso que tuve un amor a primera vista con su volumen Agua viva. Por azar visitaba una librería de Barcelona en 1997 junto a una amiga brasileña, pasamos por una mesa y ahí estaban sus obras traducidas al español por editorial Siruela. «Creo que te va a gustar esa autora». Leí ese texto como si me cayese una tormenta arriba de la cabeza. Me decía: Escribe eso que es tan difícil de verbalizar: el miedo al otro, el miedo a la soledad, las epifanías en nuestra rutina cotidiana, el espanto de la vida, la curiosidad y el miedo a la muerte, el hechizo contemplativo del lenguaje, el vértigo del presente. ¿De qué trata esa ambigua novela-ensayo-registro? De instantes.
Pero aquello que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen más instantes que la mirada. Más que un instante quiero su fluencia.
Ella misma había sido arrojada a esa angustia desde muy temprano, la de ser ella y su nacimiento una apuesta fallida. Clarice contaba que su madre, estando enferma, se dejó llevar por una superstición que decía que un hijo recién nacido curaba a una mujer de una dolencia. Pero Clarice fracasó en la misión asignada, porque su madre falleció. Luego vinieron el duelo y la pobreza, el padre viudo en búsqueda de mejores horizontes, la mudanza con las tres hijas desde Recife a Río de Janeiro. Allí la joven se tituló en Derecho, aunque nunca ejerció como abogada.
En esos años irrumpió en la escena literaria con su primera novela, Cerca del corazón salvaje, en 1943, y siguió sorprendiendo con otras novelas, libros de cuentos, crónicas, libros para niños y columnas de opinión.
Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio.
¿Habrá ella perdonado a Dios?
Vectores y personajes
El primer vector del mapa me lanza a la orilla de la playa de Copacabana. Me largo a caminar por sus baldosas sinuosas. Avanzo y experimento una sensación sublime, entre genuina y ridícula, que me recuerda la plenitud que experimenta la protagonista del cuento «Perdonando a Dios». Transito por sus ondulados mosaicos blanquinegros, me abro paso entre ciclistas, deportistas y quioscos con caipiriña. Me apodero de la sensación de libertad y gloria que invade a la protagonista mientras observa los edificios y la franja azul del mar. Un instante de éxtasis que se arruina abruptamente cuando pisa una enorme rata blanca en plena avenida Atlántica. Del embelesamiento pasa a una gran compunción, a la rabia por la supuesta venganza de Dios sobre ella. ¿Era una señal para el amor desprevenido? ¿Dios puede ser grosero? ¿Cómo enfrentar la vulnerabilidad de una criatura sola?
Quizás por eso avanzo mirando el suelo cuando debería mirar el Pão de Açúcar en mi horizonte, porque también me da miedo encontrarme con la rata de cola larga y patas aplastadas. La mujer de ese cuento pertenece a esa constelación de protagonistas-dueñas de casa que Lispector lanzó a recorrer la ciudad siguiendo líneas de fuga. No son fugas por violencia intrafamiliar, sino por una inquietud más imprecisa que las hace recorrer las calles hasta que dan con un incidente anodino que les revela algo que marcará un antes y un después en sus vidas.
Dueñas de casa tímidas que llaman al gásfiter, salen de compras, se mueven por la cocina, toman el transporte público, cuidan a sus hijos, pero cuya subjetividad merodea entre la alucinación y la obsesiva meditación existencial. Estas cotidianas mujeres hablan en tono mayor, son hermeneutas de la existencia humana, despliegan su conquista subjetiva frente a los ojos del lector. La misma Lispector se fotografiaba con una máquina de escribir en la falda en la sala de estar. Odiaba que la tildaran de intelectual. Decía que era una dueña de casa que escribía mientras se hacía cargo del hogar. Rechazó ser parte de la honorable Academia de Letras Brasileña por encontrarla demasiado formal para ella. Se involucraba en el universo de las anécdotas de los hijos, del rito del café, del perro que duerme a sus pies, y de las idas al almacén.
Sigo caminado, me detengo en la barraca A Cantinha de Mama y pido una «cerveja estúpidamente gelada», como dicen los brasileños. Miro hacia el sector de los hoteles de tres, cuatro, cinco estrellas que arman una fachada continua de turismo blindado con sus horribles cajas de aire acondicionado a la vista. Desde alguna de esas puertas debería emerger otro personaje, la protagonista del relato «La bestia y la fiera o una herida demasiado abierta». Una mujer de alta sociedad sale de la peluquería arregladísima y se encuentra con un vagabundo que tiene una herida muy grande en el pie. La mujer espera un taxi y el vagabundo le habla, ella mira de reojo la llaga purulenta. El auto nunca llega, lo que posibilita una distendida conversación entre ambos en mitad de la calle. Ella, que acepta los engaños y la indiferencia del marido a cambio de cierto bienestar económico, es tan mendiga como él. Cruel epifanía para esta mendiga de zapatos altos y joyas.
Como decía Lispector, en Copacabana puede pasar cualquier cosa.
Sigo por la avenida Atlántica, y cuando se aproxima a su fin, después de caminar cuatro kilómetros, llego a Leme, el barrio de la autora. He quedado en juntarme con Teresa Montero en el restaurante La Fiorentina. Hace cinco años Teresa ideó un itinerario llamado O Rio de Clarice, que recorre los barrios en los que vivió, sus lugares favoritos, el escenario de sus personajes, combinando la información lispectoriana con el patrimonio cultural y natural de la ciudad. Y es que alrededor de la escritora hay una gran comunidad de lectores y fans. Prueba de ello es que sus creaciones son «libro de cabecera» de muchas personas: llegan a más de dos mil entradas (considerando blogs, páginas y comunidades asociadas) con títulos como «Eu amo Clarice Lispector», «Clarice Lispector fala por mim».
Admirada por el público y por los expertos, la autora pasó directo al canon y a la canonización. Yo me pregunto por la fetichización que causan algunos autores. Asumo mi fascinación; soy una de las lectoras que coleccionan fotos, citas, ediciones, postales y objetos. Pero quiero ser una seguidora distinta.
En el restaurante La Fiorentina se reunía la bohemia de los sesenta. Los mozos cuentan, en un guion aprendido, que la escritora pedía pizza o pollo apanado con papas fritas. Cero glamour. Nos indican la mesa habitual en la que se reunía con sus amigas, la artista plástica María Bonomi y la escritora Nélida Piñón, y nos sentamos ahí. No tengo la suerte de llegar el día del recorrido, pero Teresa, a punto de viajar al interior, me ayuda a trazar el itinerario en un mapa de la oficina de turismo que llenamos con números de buses, nombres de personas y lugares que se suman a mis marcas. Después de todo, los viajes son una ruta personal que nadie más puede repetir. Me cuenta cómo «la hora C», la celebración del día del natalicio de la autora el 10 de diciembre, ha tomado fuerza y se repite cada mes con asistentes que recorren a pie y en bus este mapa vital y literario. En algunas paradas irrumpe un grupo de teatro que escenifica sus textos. Teresa, que circula entre el mundo de la literatura, el teatro, la cultura y la ecología, ha logrado fundir todos esos saberes en los recorridos. Es ejemplar su pasión. Hay que enseñar con fe y, ojalá, fuera de las aulas.
Camino una cuadra y estoy en la rúa Gustavo Sampaio 88. El domicilio de sus últimos once años de vida. Ubicado en la zona sur, entre la playa y la ciudad, se emplaza en un sector residencial con plazas y edificios pequeños, con fruterías y quioscos en las esquinas. Un edificio austero, color rosado-grisáceo, luce en la entrada una placa con su nombre y fechas significativas. Aquí escribió varios de sus libros y también sufrió un grave accidente. Miro al piso séptimo. Una madrugada de 1967, Clarice, fumadora impenitente, toma una pastilla para su crónico insomnio y aspira un cigarrillo en la cama. Se queda dormida y el fuego se propaga por la cama, las cortinas, el mobiliario, el papel mural, parte de su cara y su mano derecha. Pasará varios días entre la vida y la muerte, delirando por el dolor físico que le provocaban las quemaduras y los puntos. Algunos años antes, había entrevistado, en su labor de periodista, al cirujano plástico Ivo Pintanguy, quien ahora le reconstruye parte de su mano y su rostro. Quedará para siempre con una anómala expresión facial.
Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba.
En esa misma calle queda el hotel, actual Tulip Regente de Leme, en el que se hospedaba para terminar sus libros. La dueña de casa real necesitaba un oasis donde encerrarse a escribir o a revisar cuartillas. A quinientos metros estaba su familia, a quinientos metros su habitación y su empleada que resolvía todos los detalles domésticos, a quinientos metros el vecino almirante que la espiaba con un par de lentes binóculos, a quinientos metros el hijo con esquizofrenia que fue empeorando con los años, siendo internado una y otra vez. En esa habitación solitaria tenía que batallar con sus aprensiones:
Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto; y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío.
Yo estoy en el hotel Atlantic, en Avenida Copacabana, cuarenta años después, masticando sus aprensiones y las mías. Por ejemplo, ¿para qué escribir, si ya existe Lispector?
El jardín de las epifanías
De Barcelona a Río de Janeiro he seguido la pista de Lispector: en sus libros, en los estudios sobre su obra, en materiales inéditos, en su ciudad. Cuando comencé a leerla era joven y soltera; ahora soy adulta, estoy casada y tengo dos hijos, como la mujer que vaga por la ciudad en su cuento «Amor». Yo también soy una dueña de casa, entre otros oficios, y ahora subo al autobús rumbo al Jardín Botánico, buscando a un ciego que masque chicle. Sí, como la protagonista, Ana, que mientras regresaba de las compras se sentó por casualidad frente a un ciego que mascaba chicle y esto le causó un quiebre en su apacible vida. Desde ese momento, el abismo, los cuestionamientos de la edad adulta. La sensación de amor por el ciego y por la vida la colman al punto de dejar caer los huevos de su bolsa y quedar paralizada en medio de un grupo de pasajeros que la observan extrañados. La protagonista pierde la parada y desciende en la entrada del Jardín.
Mi bus se detiene varios minutos en el Shopping Botafogo y suben alrededor de diez personas. Yo sigo buscando entre los pasajeros a un ciego que masque chicle. Un hombre con retinas albas y mandíbulas batientes. Rodeamos la lagoa y sólo encuentro a un miope con enormes lentes de aumento, y a dos chicas jóvenes de quijadas cadenciosas y hablar rápido. Mi esperanza está en el Jardín. Cuando entramos por la avenida, toco el timbre y desciendo por la puerta trasera.
Escribir es usar la palabra como carnada para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Escribo por la incapacidad de entender.
El Jardín Botánico es un oasis natural dentro de una ciudad. Muy superior, en mi opinión, al Central Park en Nueva York o al Hyde Park en Londres. Es un parque de doscientos años de antigüedad, con cincuenta y cinco hectáreas de árboles, huertas, invernaderos, un lago y un jardín sensorial pensado para personas ciegas. Avanzo por la calle de Las Palmeras cruzada por varios claroscuros, rodeo la Palmera Imperial. Los senderos diagonales se multiplican esparciendo letreros de los nombres científicos de las plantas: Roystone oleracea, Teobroma cacao L., Recanto de Mangueiras, Magnifera indica.
Se escucha el rumor de los animales e insectos al acecho en el Río de los Macacos. Baja la tarde y aparece un tamandúa, un tipo de oso hormiguero de boca puntiaguda que apenas logro fotografiar bajo el esplendoroso árbol Ipê roxo. Cientos de grillos pululan por el Lago Frei Leandro. Cierro los ojos en el jardín sensorial y recorro los puntos del braille que explican las especies vegetales, sin lograr más que acariciar dedales, y a un lado, como una trampa, el cactario; sus espinas pinchan las yemas de los dedos como en un pequeño castigo.
¿Cuál será el banco en el que Ana se sentó y dejó correr su río personal?
La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo […]. El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del infierno.
Lispector no sólo escribió sobre dueñas de casa, sino también sobre niños y animales. Niñas iluminadas.
Animales místicos.
Todos los ríos dan al mar
Clarice Lispector no vivió toda su vida en Río de Janeiro. Se casó con un compañero de carrera, Maury Gurgel Valente, con quien tuvo dos hijos, y lo acompañó en su trabajo diplomático por Italia, Suiza y Estados Unidos, hasta la separación de la pareja en el año 1959, cuando ella regresó a Brasil. En esos años afianzó los hilos con su ciudad a través de una extensa correspondencia con sus hermanas y amigas.
En paralelo bosquejó un Río imaginado, extrañado, esbozado, escrito en sus personajes. Y también un otro río. Desfilaba el río personal de sus personajes, cuyas conciencias y anhelos fluían desde las cavernas de su psiquis. Un mapa de Río de Janeiro y un mapa de subjetividades se cruzan en el afluente de sus personajes, en el manantial infinito de sus conciencias, en el descubrimiento de la belleza de lo cotidiano, en el impacto de la trivialidad, en ese arduo proceso de conquistar la libertad, siempre en un nadar contra la corriente.
En los recorridos durante su etapa de mujer separada, de regreso a Río, aparece su rincón preferido: O Largo do Boticário. Un pasaje con siete casas del siglo xix y una vegetación exuberante de mata atlántica, localizado a unos metros de la subida al Corcovado, en el barrio de Cosme Velho. Ahí vivía su amigo el artista Augusto Rodrigues. En ese lugar cenaban, bebían; era su espacio bohemio. He pasado tantas veces por fuera desconociendo esta plazoleta rodeada de caserones abandonados entre helechos. Espío a través de los marcos de las ventanas las evidencias de un antiguo esplendor.
En esa época, la autora consolida su participación como columnista en diversos periódicos. Allí escribirá bastante sobre lo que le ocurre en los trayectos que debe realizar por la ciudad. La Clarice real se movía en taxi y conversaba con los conductores. Era su capricho burgués, decía. Por eso, varias de sus crónicas hablan de esas pequeñas entrevistas en las que, parece, en cada minuto estaba examinando el alma. En el trayecto desde Leme al centro imperial de la ciudad solía preguntar: «¿Qué es para usted el amor imperecedero? ¿Se ha quemado alguna vez?». Entre el Museo Nacional y su antiguo barrio de Catete, más preguntas: «¿Ha sentido la muerte en su habitación? ¿Cómo se olvida a alguien que te duele?».
Ahora el vector lispectoriano me lanza lejos, a una zona fuera del cerco turístico. Tres buses, uno equivocado, cuatro personas que me orientan y me extravían con sus indicaciones. Camino por calles de tierra bajo el sol furioso del mediodía. Todo esto para llegar hasta São Cristovão. Un barrio próximo al aeropuerto, más rural y pobre. No hay que ser ingenuo, toda ciudad tiene su revés. Desde acá observo el andarivel que ofrece un recorrido por las favelas para turistas que andan en busca del set de alguna película tercermundista. Por fin, encuentro el recinto de la Feria Nordestina de São Cristovão, para buscar a Macabea. La tímida protagonista de La hora de la estrella, la chica semianalfabeta que trabaja como mecanógrafa y vive en una pensión miserable. Río puede ser intimidante para una muchacha de provincias, y ella busca en las barracas de esta fiesta popular a personas que hablen con su acento, que bailen su música. Busco a la muchacha menuda y de peinado antiguo que protagonizó la versión fílmica de Susana Amaral. La busco en esa pequeña fonda en la que me confunden con una gringa y me hablan en inglés, donde consigo comprar un aceitoso acarajé bahiano.
¿Cuál fue la verdad de mi Macabea? Basta descubrir la verdad para que ya no exista: pasó el momento.
Pregunto ¿qué existe? Respuesta: no existe.
Sigo las marcas de mi recorrido carioca. A unos metros, en la misma área de São Cristovão, está el zoológico en la Quinta Boa Vista. Me es extraño entrar a un zoológico sin niños que pidan ver el elefante o la jirafa o que me exijan algodones de azúcar o palomitas de maíz. Paso una jaula tras otra sin prestar mucha atención a las especies en exhibición porque voy a buscar al búfalo, siguiendo los pasos de la mujer del cuento homónimo, quien decide pasar una decepción amorosa frente al animal encerrado. ¿Qué se hace cuando alguien ya no te ama? El crimen puede ser no amar de forma correspondida. La protagonista implora amor y odio a la bestia, pero ésta le devuelve una mirada calma, y ella se siente presa del deseo de cometer un asesinato.
Archivos y manchas
Una mañana me sumerjo en los archivos de la Fundación Rui Barbosa. En la antesala del edificio del acervo hay un apacible jardín con niños en pleno barrio Botafogo. He pedido cita con antelación y me ubican en un escritorio sólo con un lápiz y hojas de papel reciclado tamaño oficio. Estuve en este lugar hace diez años y sé que ahora se han liberado nuevos materiales. Los solicito en el mesón. Me siento una arqueóloga de su pasado, de sus secretos. Los nuevos documentos van apareciendo uno a uno: el acta de divorcio por mutuo acuerdo y la pensión que establece un tercio del sueldo del marido para la esposa. En la página siguiente está una carta del exmarido diplomático, quien pide a su madre ayudar a Clarice en su regreso a Río Janeiro, solicitando que la trate «como si nada hubiese sucedido», que ella y los niños necesitarán su ayuda. De sí mismo dice que está tranquilo, pero que no se arrepiente de esos años de convivencia, que «si regresara atrás tomaría el mismo camino».
También hay cartas de editores extranjeros que la felicitan por su obra pero que se excusan de publicarla o bien le dicen que sus anécdotas son muy triviales; ninguno sospechaba que se la compararía con los filósofos más relevantes del siglo xx. ¿Qué buscaba Lispector? En varios escritos lo verbalizó: «Pegar a coisa» (tomar la cosa). Un deseo vehemente de alcanzar el núcleo de las cosas, captar el it. Una constante reflexión sobre el lenguaje y sus fronteras: «La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno».
Aparecen muchas fotos. A través de los años estas imágenes se me han hecho familiares. En todas se ve delgada, con un rostro de rasgos cubistas, los ojos grandes, el párpado delineado, los pómulos altos y brillantes. Su bello retrato por el pintor italiano De Chirico. La foto con su perro Ulises a los pies, mientras teclea la máquina de escribir. O la otra imagen, en la que inclina la cabeza para oler el aroma de una flor en el sur de Italia, y destaca su frente curva. Adentro de un abrigo con cuello de piel y, en segundo plano, sus niños jugando en la nieve en Washington D.C. Con sus piernas largas sobre los esquíes en un centro invernal en Suiza, o con un pañuelo alrededor de la cabeza, en Polonia, que le da un aire de campesina rusa. Entre algunos objetos, está un peine de cabello que le envía de regalo la escritora paulista Lygia Fagundes Telles; me pruebo el accesorio como si en ese gesto pudiera tomar alguna hebra del adn de la amistad entre ambas autoras.
Una mujer enigmática, en torno a la cual giran tantos mitos: que estuvo hospitalizada en instituciones psiquiátricas, que había leído poco o que era una lectora refinada. Que pasaba adormecida por la medicación, que era neurótica, insoportable, encantadora, solitaria y dependiente. O que era muy amiga de sus amigos, que ni al cine asistía sola. Que había una relación ambigua con Olga Borelli, su secretaria e íntima amiga. Que construyó amores imposibles durante su vida de mujer separada. Por ejemplo, existe una anécdota cruel en la que, bromeando sobre ella misma, le deja claro al jefe del diario en el que trabajaba su dificultad para establecer una relación de pareja: «No comprendes, yo no puedo tener sexo con nadie, tengo el cuerpo entero quemado».
De su faceta de madre sabemos de la cercana relación con Paulo, su hijo menor. Hay una abundante correspondencia con él, mientras éste pasa una temporada con su padre en Estados Unidos. Cartas cariñosas, llenas de bendiciones, bromas y consejos lispectorianos: «Paulo, el sentimiento de soledad es uno de los más difíciles de vivir, pero usted va a sacar ventaja de esta experiencia. Ya verá». Y al mismo tiempo, celosa, le pide que no se acostumbre a su «familia americana». Para ese entonces, Maury Gurgel ha contraído segundas nupcias. Le cuenta que Pedro no está nada bien, eso le quita alegría de vivir. Y se despide diciéndole: «Tú eres el mejor libro que jamás he escrito, de eso no hay duda».
De sus amores de pareja se sabe poco. Una relación prohibida parece haberla dejado decepcionada. El material sigue extraviado o retenido en alguna parte. No sé por qué recuerdo la voz de Joana, la protagonista de su primera y misteriosa novela:
Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es —sin embargo, yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser—; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio.
Es el año 1969 y su letra ha cambiado, su estilo de redacción también. Dice que está mentalmente fatigada. Que escribe a mano porque los médicos le piden que ejercite después del accidente. Las cartas de sus amigos apuntan a contenerla durante sus crisis nerviosas y depresiones. Es evidente que navega en un océano de angustia. Y como una prueba más de ese difícil periodo, destaco una nota escrita a mano de su amiga, la artista plástica María Bonomi: «Clarice, sólo los estúpidos consiguen ser felices, la felicidad es una promesa del capitalismo». En un papel que se conserva en el archivo, proveniente quizás de un cuaderno de notas de sus proyectos, dice respecto a la corrección de su libro Agua viva: «Abolir la crítica, la crítica seca todo». De pronto un dibujo en una cartulina de treinta por veinte centímetros. ¿Pintaba?
Aparece una hoja de bloc con un diseño con colores terrosos y formas prolongadas entre los documentos.
Sonrío, río en este afluente íntimo.
Y cuando el misterio de su vida y obra se consignan en un constante hallazgo y desencuentro, tropiezo con el informe del test de Rorschach realizado por la psicoanalista Clarisa Valente, ocho páginas mecanografiadas en francés para las diez láminas del test de personalidad. Diez láminas que grafican los rasgos de personalidad con formas coloreadas y en blanco y negro.
Formas que sugieren madrigueras, parejas, animales, órganos, monstruos, cabezas… y deben ser descritas por el paciente en evaluación. ¿Por qué un documento tan personal figura entre materiales de consulta pública? ¿Por qué está escrito en francés? ¿Lo que dice el test no es lo que ha venido diciendo la crítica literaria? Imagino sus ojos exóticos y verdes describiendo las formas de las manchas del test.
Manchas, dice el informe, que apuntan a una inteligencia superior.
Manchas para indicar los múltiples talentos y las luchas internas.
Manchas que concentran energía y precisión.
Manchas que indican que debe disciplinar la función lógica.
Una mancha morada para esbozar un caprichoso carácter egocéntrico. En su relación con el mundo, se recomienda dirigir intenciones, no perder detalles.
Manchas para señalar la oscilación entre los grandes valores y la intuición artística y la abstracción científica.
Manchas para escenificar su capacidad de contemplación y pensamiento plástico.
Retomo el dibujo que encontré como si ella hubiese pintado con acuarela una de las láminas del test. Se dice que su respuesta esboza un inconstante intervalo por afectos, ¿qué querrá decir eso? Tal vez significa amar como algo discontinuo. Habría que preguntarse por dónde circulan los informes de todos los test de Rorschach que uno ha dado por terapia o en procesos de selección laboral. Habría que incendiar la constancia de nuestras miserias y dolores. Ni siquiera dejar las manchas.
Desistir de nuestra anormalidad es un sacrificio.