Nos reunimos en torno a ella. Estaba replegada en su cuerpo, que hacía las veces de concha y protegía la resonancia de sus respiraciones. El sabelotodo, que además padecía una ensoñación romántica casi insoportable, declaró que ella era la madre y, por madre, debía de ser buena. Para el poeta, ella era una flor o un fruto. El realista dijo que, fuera lo que fuera, estaba viva, pero que su piel estaba tan pegada al hueso que podría sucumbir en cualquier momento. Nuestro deber era tenerla, hacerla nuestra. Dicho esto, nos acercamos a oler, a tocar, a sentir su voz, que en realidad era el eco de nuestras voces. Nadie supo qué decía, sólo supimos que en ella se concentraba un mundo: el nuestro.
Se empezó a abrir y tuvimos miedo. Nos alejamos y algo nos hizo pegarnos a ella de nuevo. Así vimos las vetas de su cáscara, en la fruta, y los pétalos rayados de una transparencia de espejo, en la flor. No parecía una madre, pero lo era. Ya lo había dicho el conocedor.
Dio unos pasos y nos puso en movimiento. De ser nada, se convirtió en todo. Se acomodó en la cabecera ante la mesa y empezó a dictar órdenes con los ojos. Esos dos estiletes parlantes nos atravesaron. Los sentimos arder en el estómago. Se esparció en nosotros, y por más que intentamos distraernos con la historia del fruto y la flor, nos concentramos en su frente, en sus manos de venas frenéticas, en los prominentes huesos de su clavícula.
Dijo cosas hermosas y terribles. Chiquitos, mis niños, angelitos, pirañas, roedores, alacranes. Nos dio la mano, se dirigió a cada uno por su nombre, dijo cosas difíciles de comprender. Cada sílaba, con fuego propio, era una estela de luz que laceraba la carne. Ninguno hizo algo por marcharse, por partir. Hubiera sido tan fácil salvarse.
El sabihondo anticipó el destino. Vio venir lo que los ojos mundanos ignoran. Se va a quedar para siempre, anunció. No morirá, aunque parezca muerta. Las madres, recalcó, nunca mueren. Eso nos hizo temblar.
La tocamos otra vez, como al fruto y a la flor. Pusimos, cada quien en un turno, la mano sobre el esternón y leímos sus latidos con las yemas. Sublime, dijo el poeta. Horrible, señaló el realista. El estudioso guardó silencio.
Se fue apagando. Cerró sus ojos de poesía, de vida, de cáscara y de espejo. Se sumergió en nosotros. Yo la sentí entrar por mis poros, adueñarse de mí, hacerme suya. Algo semejante sintieron los otros. El poeta se echó a llorar apenas la respiró en su cuerpo. No estaba seguro de poder transformar esa sensación en palabras y tuvo espanto de pensar en que una ola de mar arrastraba su poesía a lo profundo para darle vida a ella. El de las verdades absolutas otra vez guardó silencio. Nos quedamos así, un rato, en una ceremonia muy parecida a una transfusión de sangre. Se dio a nosotros, se entregó. Como se entregan todas las madres, insistió el letrado. Hoy, su voz de madre, que es la mía y la de ellos, nos dice a veces: Chiquitos, animales, angelitos míos, retoños.