Podré sonar perverso y chovinista
al decir: bala bizarra, capital
de mi estado; más cruel que cielo,
más tierra violenta que colorada.
Una doble moral unánime
en sus ambientes, y unas retacadas
gentes de rostros y nalgas operadas,
ilusiones prófugas del erario,
cajas chicas y lujosas casas.
Católicos y ateos de Pedro el Perro Aguayo,
jacobinos de memes y redes incendiarias.
(Y se odian —y también se dan—
unos a otros con buena y mala fe).
Una péptica montaña de rencores,
mula fingiendo ser caballo encabritado,
pues al dorso lleva una mansión alzada
por quien jura ser virgen de todo latrocinio.
Las subidas y bajadas del terreno
forman dos calles de ida y una de regreso,
y son lo que siempre han parecido:
mera chapuza, un reborujo del destino.
Y una Catedral, y una campana
mayor que nunca suena simultánea
con la primera ráfaga de la metralla
ni con las avemarías de tantos muertos;
qué lástima que la haya escuchado el Papa.
Porque cristianos y descreídos claman
por todos sus desaparecidos
concurren ahora en clamor concéntrico
para frenar la vibración metálica
de los machetes y las balas;
porque el ánima del mal ánimo
se respira en cada fosa clandestina,
en el mutismo que corroe los huesos
y en la apatía que tampoco salva.