La torre de Montaigne: el lugar más pacífico
y más bello, desde donde la cúpula del día se ve
como el interior de un cráneo iluminado
que piensa en la verdad.
Rafael Sánchez Ferlosio
La torre de Montaigne
Explorador de la conciencia, señor de la torre de las inscripciones escépticas, «Plutarco de sí mismo», Michel de Montaigne no fue un anacoreta, un hombre que un día se retiró del universo mundano a estudiar y a escribir en su elevada torre. Era más bien un individuo inquieto, de ambiciones tan vastas como diversas —y, al cabo, muchas de ellas incumplidas—, que procuró las cortes, las tertulias, la alegría de la conversación; que se convirtió en heredero de un castillo que lo somete a las responsabilidades patrimoniales y lo lleva a conocer, más que la avaricia, el hartazgo por el trabajo; un hombre viajero, en constante movimiento, proclive a un vagar demasiado ocioso, que alguna vez declaró: «Mi espíritu no anda si mis piernas no lo mueven» (aunque a decir verdad, como ha señalado Jean Lacouture en su biografía Montaigne a caballo, prefería que las piernas que activaban su espíritu fueran más bien las de su jamelgo, en vista de que, genio del pensamiento ecuestre, era con el trasero pegado a la montura como mejor meditaba).
Pero curioso y movedizo como era, Montaigne también había aprendido a encerrarse en la torre de su castillo —que no era de marfil, pero funcionaba de manera intermitente como tal—, en compañía de su viejo latín, a hacer de sí mismo el objeto de sus reflexiones, a «penetrar las profundidades opacas de sus repliegues internos, escoger y fijar tantos incidentes menudos y agitaciones»: «Y hallo más soportable el estar siempre solo que el no poder estarlo jamás».
De modo parecido a Descartes, al que en más de un sentido anticipa —si bien con mucha menos confianza en la razón e inteligencia del hombre—, en su torre de la colina de Dordoña, Michel de Montaigne da la espalda a las opiniones establecidas, a las doctrinas ajenas, a la escolástica, con el fin de sopesarlas en su báscula interna, de someterlas al escrutinio de la experiencia personal, es decir, a su ensayo. Como más tarde haría el paladín del cogito, Montaigne redacta su libro en primera persona y en una lengua vulgar, pues más que una humilde contribución a la farragosa cadena de comentarios y escolios a los textos de la antigüedad, más que un matiz puntilloso que esclarece pero también perpetúa una discusión bizantina, lo que está en juego a lo largo de su filosofía es él mismo. Fingiendo que se atrincheraba de tiempo completo en su torre, pero más bien visitándola de tanto en tanto, en ocasiones después de largas ausencias, con la perseverancia de quien entiende que de esa manera no se olvida de sí mismo, ¿quién sino Montaigne consiguió lo que Pascal entendía que era el principio fundamental de la dicha? ¿Quién si no él supo permanecer en reposo en su cuarto?
Porque la torre, para Montaigne, esa torre repleta de libros cuyas vigas había adornado con toda suerte de admoniciones y enseñanzas clásicas, de frases y sentencias entendidas como mandamientos personales, no era una fortaleza para olvidarse para siempre del mundo y de la sociedad, mucho menos una prisión claustrofóbica, sino el andamiaje gracias al cual ascendía para encontrarse consigo mismo, la atalaya íntima en la que podía desplegar a sus anchas, siempre que otros asuntos no lo distrajeran, su extraordinaria libertad introspectiva.
¿Habrá sentido Montaigne el impulso de grabar en alguna viga de su torre aquella frase de Séneca en que describe a la perfección el sentido del aislamiento, la ética que subyace a la reclusión voluntaria?
Me agrada encerrar mi vida entre sus paredes: Que nadie me quite un solo día, pues nada ha de compensarme de tal dispendio; que estribe el ánimo en sí mismo, que se cultive, que no haga nada ajeno, nada en que intervenga el juicio ajeno, que, libre de cuidados privados y públicos, ame su tranquilidad. («De la tranquilidad del ánimo»).
La construcción de la privacidad
Aunque ahora, al menos en cierta escala social, la demos por descontada, la privacidad tiene una historia, y es difícil referirse a lo íntimo y a la búsqueda de uno mismo sin tomar en cuenta los espacios físicos que la propiciaban. «Todo hombre lleva dentro una habitación», dejó escrito Kafka en sus Cuadernos en octavo, pero si bien ese destello nos parece hoy cargado de sugestión y de implicaciones, habría que cuestionarse desde cuándo es así, desde cuándo los hombres llevamos una habitación interna que nos sirve de refugio pero también, en algún sentido, de cárcel.
Como han hecho ver Roger Chartier, Orest Ranum y otros colaboradores de ese proyecto colosal e insustituible de escribir una Historia de la vida privada, no es sino a partir del Renacimiento que en las casas pudientes de Italia se comienza a construir una pequeña habitación, denominada studiolo, con reminiscencias de las celdas monásticas, cuya función es guardar libros y toda clase de objetos valiosos (incluso dinero), pero que, gracias a que se puede cerrar con llave, es también el lugar de retiro reservado al dueño de la casa.
Lo que antes designaba un mueble —un librero, un baúl, un escritorio— deja de ser un objeto y se metamorfosea en un espacio habitable. Y ya sea que se llame cabinet, biblioteca, estudio o closet, en esos sitios cerrados donde las ratas no pueden penetrar tan fácilmente a alimentarse de papel, y en los que se puede echar doble cerrojo para eludir los embates de la distracción y la impertinencia del mundo, impera una grata atmósfera de calma doméstica, de silencio y meditación, un «ambiente de reloj de arena», para decirlo con Ernst Jünger, que invita a la lectura o al recogimiento, al ocio nutricio sin el cual serían poco menos que imposibles tanto la contemplación como las investigaciones eruditas.
Robert Burton, Samuel Pepys y John Locke redactaron sus obras en alguno de esos aposentos aislados en los que, como explica el Diccionario de Furetière, «uno estudia, se aparta del resto del mundo y encierra lo más preciado que tenga». Con base en los retratos de San Jerónimo que proliferaron durante los siglos xv y xvi, y en especial el grabado de Durero que lleva por título San Jerónimo en su celda, podemos hacernos una idea de cómo eran por dentro esos espacios, cuáles eran sus muebles y su decorado, y hasta qué punto la placidez o el aburrimiento reinaban en ellos. Jünger, que precisamente abre su Libro del reloj de arena con un análisis de ese grabado de Durero, destaca que la habitación revestida de madera del santo proyecta a la vez tranquilidad y un poco de aflicción melancólica, esa quietud inquietante —valga el oxímoron— de cuando el tiempo parece, más que detenido, fluir holgadamente. De paredes no tan desnudas como pudiera pensarse, sino al contrario salpicadas de objetos (libros, candelabros, vasijas, cojines, relojes de arena, sin mencionar a la calavera y al par de leones dormidos que presiden la entrada como guardianes heráldicos) que, no obstante su variedad, guardan cierto orden, más que un claustro ascético semeja un gabinete para la cavilación, una burbuja hermética para el estudio libresco y de uno mismo, un remanso para abismarse en los estados interiores.
No es casualidad que el mismo año en que Durero realizó su retrato de San Jerónimo (1514), también terminara el célebre grabado Melancolía, con el cual está emparentado no sólo en composición, simbología y técnica, sino en la tesitura general que los atraviesa. Representaciones del solitario acto de pensar, ambos son también una reflexión sobre el paso del tiempo; de su superficie dimana un atmósfera silenciosa, relajada, pero no exenta de cierta pesadumbre, en la que sin duda tienen mucho que ver la bilis negra o la cercanía del aburrimiento. Y aunque un grabado como el que retrata a San Jerónimo no necesariamente posee un valor documental, refleja de alguna manera la importancia de la arquitectura, del aislamiento espacial, del encierro bajo llave para el ejercicio de la contemplación o el autoconocimiento.
Ermitas, «pensaderos», pabellones del espíritu, cabañas crepusculares… En ellas se crea una zona de libertad de espaldas a las obligaciones mundanas, un refugio por lo regular modesto para escapar del barullo, para alejarse de las ocupaciones prácticas y desde luego también del hacinamiento, a fin de volver a ese estado idílico en que el trabajo y el ocio se funden y no compiten. El estudio, el cabinet, es ese lugar de retiro personal construido a expensas de los espacios comunes de la casa, que la mayoría de las veces le roba directamente metros cuadrados al salón o a la cocina, pero sin el cual sería muy difícil encontrar la ocasión para disponer de sí mismo. Y hay que subrayar que la necesidad de contar con un reducto propio, una cámara mínima de distensión y vacío, que el arte de la arquitectura satisface, consigue una transformación no sólo del espacio sino sobre todo del tiempo, pues lo que encapsula es una porción no amenazada del día, una rebanada de horas efectivamente libres.
Ese ideal de soledad y quietud, materializado en una habitación para el ocio y el autodescubrimiento, alcanzaría su máxima expresión en la torre de Montaigne y su biblioteca circular, en la que el filósofo gusta de retirarse a leer o a dictar su libro, pero en la que fundamentalmente, al «alejar el gentío de mí», se ocupa de conocerse y de concluir su retrato: «¡Mísero aquel que no tenga en su casa un lugar donde pertenecerse, donde hacerse a sí mismo la corte, donde ocultarse!».
La arquitectura del autodescubrimiento
Más que por la cualidad elástica de su escritura, que dotará al género ensayístico de ese talante movedizo, vagabundo y bien dispuesto que lo caracteriza, más que por el hecho de que en él Montaigne se reconoce como un discípulo del azar, gracias a lo cual el ensayo quedará sujeto a lo inmanente, a la contingencia de su propio desarrollo, a un tipo particular de investigación en que «la búsqueda misma crea la materia del hallazgo» (Martínez Estrada), y en fin, más que por su infatigable vocación introspectiva, que lleva a que la propia subjetividad en el acto de auscultarse sea por primera vez objeto de estudio, la tremenda originalidad de los Ensayos (un libro que, según la opinión de Brunschvicg, es «el libro más original del mundo») estriba en que gracias a él se verifica una doble construcción: la construcción de uno mismo como una materia plástica reflejada en la escritura, y la construcción de un libro que es imagen fiel pero todavía en curso de una personalidad que se modela y transforma por lo que escribe.
Si leyéramos los Ensayos en clave arquitectónica, de inmediato nos percataríamos de que Montaigne entiende a su yo y a su libro como las dos caras de una misma obra negra, como los andamios espejeantes de un edificio en el largo proceso de su fragua. De allí que para llevar a cabo ese proyecto sea tan importante la torre de su castillo, su cubil íntimo, su refugio circular, esa atalaya apartada y de acceso algo difícil en la que cada vez que lo requiere puede contar con la soledad e ir al encuentro de sí mismo.
Pero si la torre es decisiva para su empresa, no es sólo porque provea de las condiciones de espacio y privacidad necesarias al autoconocimiento, sino porque, en un sentido que va más allá de lo metafórico, la empresa misma consiste en construir ese espacio de ocio también en el reino del espíritu, volverse tan independiente e inexpugnable como su torre, construirla dentro de sí. En la medida en que nunca bastará edificar una torre para el alma, una torre que nos libre para siempre de la acechanza de la intranquilidad, la melancolía o el desasosiego, Montaigne entiende que es preciso levantar de manera simultánea a su torre de piedra esa «ciudadela interior» de la que hablaban sus maestros estoicos, hacer del alma una suerte de fortaleza, un minarete no de autismo y desprecio del mundo, sino de autarquía y soledad dichosa.
El edificio de dieciséis pasos de diámetro en cuyos travesaños ha mandado grabar sentencias de Estobeo, Sexto Empírico y de la Biblia, que al curvarse le ofrece a su inquilino el paisaje de todos sus libros, lo mismo que tres vistas de rica y abierta perspectiva, no sólo es el lugar en que Montaigne pasa la mayor parte de los días de su vida y la mayor parte de las horas del día, sino el emblema de un hombre cuya existencia será, a partir de su retiro, indiscernible tanto del libro en el que la cuenta como del sitio en donde se refugia a escribirlo: «Ésta es mi estancia. Intento conservar todo el dominio sobre ella y sustraer este único rincón de la comunidad conyugal, filial y civil» (libro iii, cap. iii).
Al margen del orbe público y del orbe familiar, separado físicamente de la convivencia doméstica y de los asuntos del Estado, en la biblioteca de la torre de la colina de Dordoña, Montaigne dispone enteramente de sí mismo, de su tiempo, de sus libros, de una libertad sin responsabilidades ni controles en la que se observa pensar y se piensa observando. Como escribe Ezequiel Martínez Estrada en su libro dedicado a quien gustaba de presentarse como un «filósofo impremeditado y fortuito», la importancia del castillo es tan decisiva para su obra que decidió renunciar al apellido paterno, Eyquem, para favorecer el nombre de la propiedad en la que se convirtió en autor de sí mismo. Supremacía de la piedra sobre la sangre, del toponímico sobre el patronímico. Pero sobre todo supremacía del proceso solitario de ensayarse a sí mismo por encima de la materia heredada, de la autonomía por encima del linaje, de la construcción de una obra por encima de las raíces. No en balde, tras la muerte del padre, se suceden tres acontecimientos capitales en la vida de Montaigne, cuya estrecha relación no puede pasarse por alto: en primer lugar, manda edificar la torre con la idea de retirarse del mundo y convertirla en su «obrador» de filósofo; después adopta el nombre de la propiedad en que se modelará a sí mismo y, por último, comienza la redacción de los Ensayos. Tres construcciones hermanas, que se fomentan, condicionan y exaltan una a la otra, y a las que se aboca en el lapso de pocos años: Pierre Eyquem muere en junio de 1568; a comienzos de 1572, muy cerca de cumplir o apenas cumplidos los 39 años, la torre ya está en pie, hace un año que Montaigne ha sellado su pacto con el aislamiento, pintando en una pared contigua a su «librería» la declaración en que renuncia a los cargos públicos, y ha escrito los primeros párrafos de su libro.
La torre representa, por un lado, ese observatorio elevado en que, de espaldas al cielo, Montaigne completará el viraje renacentista de situar al hombre —¿y a quién, si no a uno mismo?— en el centro de todo; por otro, constituye el sólido refugio en el que por primera vez una filosofía no ha de estar en función de la organicidad de las ideas o de la postulación de un sistema, sino en función del lugar central que ocupa el hombre que reflexiona sobre sí. La fluidez, la inconstancia, la condición errátil del pensamiento de Montaigne no se convierte en vana retacería o en hilacha, en una sucesión amorfa de cabos sueltos, gracias a que todo gira alrededor de un mismo eje: el hombre con voluntad de torre.
Si ese «hacinamiento de tantas piezas diversas» al que, para diferenciarlo de los tratados escolásticos, bautizó con el afortunado nombre de Ensayos, es un fiel espejo de Michel de Montaigne, en buena medida se debe a que desde el comienzo concibió su libro como un rompecabezas, como ese pasatiempo en el que habría de rearmar los pedazos de su yo fragmentario e inconexo, demasiado afecto a la vagancia y a la disipación, que a veces se repele y a veces se estima, pero que pese a todo está decidido a encontrarse. Y puesto que materializa los atractivos de la soledad y la introspección, puesto que es insignia de la autosuficiencia que procuró sin descanso, una vez completado el rompecabezas, al final del proceso de construcción de una subjetividad, cuando Montaigne tomó la decisión de ya no escribir más su libro pues ya no había nada que modificar en su ser, no es improbable que la figura que se formó fuera la misma que la del espacio que en primera instancia había hecho posible su retrato: una torre, una torre angular sobre la colina de Dordoña, en la que un hombre se mira vivir.