Miramos al mundo sólo una vez, en
la infancia. El resto es memoria.
Louise Glück
Cuando cursé el kindergarden, como se decía en aquella época, y los tres primeros años de la primaria, residía con mi familia en la ciudad de Querétaro. Recién llegados, mi padre rentó una casa, pero luego optó por un nuevo y céntrico edificio departamental. Primero habitamos alguno de los departamentos del segundo piso, pero tan pronto hubo oportunidad nos cambiamos a uno de la planta baja, ya que éstos tenían amplios patios donde pudiéramos jugar mi hermana, año y medio menor, y yo.
En aquel patio, que abarcaba todo el ancho posterior del departamento y coincidía tanto a derecha e izquierda con los patios de los departamentos vecinos, pasé bastantes horas. Allí le pedaleaba duro a un triciclo rojo, sentí ser vaquero al disparar mis dos revólveres plateados, o piel roja cuando mi arco lanzaba flechas, y futbolista al patear distintas pelotas contra las mallas metálicas que separaban ambos patios vecinos. En ese lugar de juegos ocurrió mi primer estremecimiento erótico.
Por supuesto, a esa corta edad, entre los ocho o nueve años, no estaba al tanto de la sexualidad y mucho menos de agitaciones eróticas. No fui niño precoz y menos en tales terrenos. Por el contrario, bastante tranquilo y dócil, tímido e imaginativo, y sólo quizá demasiado proclive a la curiosidad y el asombro.
Recuerdo con claridad —cómo olvidar esos tremendos e inquietantes momentos— cuando una tarde salí al patio y de lejos creí ver atrapada, en la parte superior de una de las mallas metálicas, una gran mariposa oscura. Intrigado, me acerqué y descubrí con sorpresa que se trataba de una panty color negro. Quedé paralizado, jamás había tenido frente a mí una prenda como aquélla. Despacito mis ojos fueron recorriendo sus finos bordes de encaje, el delicado tejido y sobre todo las extrañas transparencias que tenía, como las alas traslúcidas de las mariposas. Una inquietud perturbadora y desconocida comenzó a invadirme. Deseaba tocarla pero no me atrevía. Era una ropa íntima, entonces vergonzosa, e incluso hasta pecaminosa. Además, debí de saber que esa panty negra pertenecía a la vecina, una señora joven que ahora ya no tiene rostro en mí. Las dudas revoloteaban: ¿qué hacer?, ¿comunicar mi hallazgo?, ¿retirarme y dejarla donde estaba? De pronto, me veo trepando la malla metálica, pillar la panty, saltar al piso, esconderla entre mis manos, correr rápido hasta mi habitación y acabar metido bajo la cama. Y ahí, confiando en que nadie podía observarme, pude con exaltación escudriñarla a fondo, sentirla, acariciarla y hasta olerla. No sé si en algún momento tuve intenciones de quedarme con ella, únicamente recuerdo traerla unas horas en el bolsillo derecho de mi pantalón, luego arrojarla al patio de la vecina y quedarme, durante varios días, con una sensación extraña, como de un triunfo logrado.
Más de cuarenta y pico de años debieron transcurrir para que aquel primerizo erotismo volviera a invadirme. No es que no hubiera experimentado más sensualidades y diversas exaltaciones gozosas, pero no con tan imborrable conmoción. Ocurrió también de manera fortuita, inesperada como un trueno en la quietud de la noche. Sólo que esta vez la mariposa negra, bordada y con transparencias, residía en la zona púbica de una panty que traía puesta una hermosa mujer. A la que, después de un encuentro maravilloso con ella y de revivir celestes voluptuosidades, le pedí que me regalara su panty negra. Ella se negó, aludiendo que era una de sus favoritas. Supongo que pensó que la quería como fetiche o trofeo amatorio. No le conté de la semejanza simbólica con mi lejana mariposa oscura. Pero ahora, cuando le revele mi historia, tal vez comprenda el motivo para poseer su delicada panty. Y quizá entonces, en algún momento, tenga el conmovido impulso de entregármela para eternizar la sensualidad compartida de ambas mariposas negras.