I
Mi única hija me convenció de venir a la playa. Yo no quería, pero insistió tanto que tuve que sucumbir. Es que ya tantos años de vida no me alcanzan para moverme de la ciudad. Prefiero quedarme en casa, donde no pasa casi nada. Un viejo en la playa ¿qué va a hacer? Estar por ahí, tirado como costal en un camastro mientras espera a que se haga de noche y le digan que se tiene que ir. Que tiene que regresar al hotel. Dijo que era por mi cumpleaños. Con lo que me gustan las celebraciones.
Traté de no tener esa actitud, aunque a veces se me escapaba inconscientemente. Me prometí no arruinar el viaje y que haría lo posible por pasarla bien. O medianamente bien. Al fin y al cabo era una nueva experiencia.
Durante las tres horas de camino dormí la mayor parte. Dafne manejaba a gran velocidad. Bromeé, diciéndole que si quería que cumpliera más años, bajara la velocidad. Así era con ella. Si bien podíamos no vernos durante mucho tiempo, las bromas pesadas siempre estaban presentes. Bromas que tenían significado.
Llegando al hotel, Dafne quería bajar a asolearse un rato. Yo no quería. Le dije que me quedaba, me sentía cansado y quería dormir un par de horas más. Trató de convencerme de que fuera:
—Te va a venir bien que agarres color; además puedes sumergir tus pies en el agua un rato, para que veas lo que se siente —dijo, mientras sostenía la puerta abierta de la habitación.
Finalmente le dije que en un rato más la alcanzaba. Y si no, que fuéramos a comer más tarde, ya de noche. Luego me sonrío y cerró la puerta. Por fin estaba solo. Salí al balcón y contemplé el mar. Se veía fijo, como si fuera una fotografía enmarcada por las islas y las nubes que lo delimitaban. Minutos después, entró mi hija a la fotografía. Extendió su toalla sobre la arena y se recostó boca abajo. De nuevo todo se quedó fijo. No había viento y las olas eran escasas. La gente era escasa también. Sin darme cuenta me quedé dormido.
II
Me dijo Dafne que cuando estaba dormido dije un montón de tonterías que ella no entendía.
—Me dio miedo, de repente te pusiste muy agresivo y parecía que te ibas a levantar de la silla y caerte por el balcón, por eso te desperté.
Y sí, me despertó. Y lo primero que vi al abrir los ojos fue a ella, a contraluz de la luna llena que parecía dibujar la silueta de su madre, que ya no estaba.
Hacía más de diez años que no soñaba nada. O por lo menos no tenía memoria de los sueños. Mi corazón estaba acelerado cuando recién desperté. Probablemente el corazón de ella estaba igual. Me llevó al interior de la sala, donde me senté un rato para tranquilizarme. Tomé mis pastillas, aunque ya habían pasado dos horas desde que debía tomármelas.
Tomé un baño para relajarme y luego salir a cenar. Conforme envejecía apreciaba más los baños largos y tibios. Tenía la sensación de que era otra forma de sentir un abrazo prolongado. Algo que no sabía que necesitaba tanto hasta ese momento. Duré fácilmente unos cuarenta minutos debajo de la regadera cuando Dafne tocó la puerta.
—¿Todo bien, viejito? No me digas que ya te nos fuiste ¿Así sin despedirte?
Me reí y luego le contesté:
—Pues ya qué, si tú me mataste al traerme aquí.
Salí de la bañera, no podía ver bien por todo el vapor. Toqué el piso frío y noté que el agua que se había salido de la bañera se movía. De repente sentí que algo húmedo tocó mi pie. Luego el movimiento del agua empezó a hacerse más notable. Tenía el agua hasta los tobillos. No podía ver por el vapor, que poco a poco se disipaba. Estaba fijo, frente al espejo, en donde mi imagen difusa iba recuperando claridad. Cuando ya no había vapor, el piso estaba seco y el espejo claro. Hacía mucho tiempo que no me veía fijamente en un espejo. Mi hija tocó de nuevo la puerta y le contesté que ya casi acababa.
III
Le conté a mi hija lo que me pasó en el baño la noche anterior. Me dijo que estaba loco. Que las pastillas que me recetó el doctor me ponían así. Me molestó que no me creyera y bromeara con eso. De verdad yo creía en lo que había sentido. Ella simplemente no entendía.
La acompañé a la playa, ahora sí. Lo hice porque estaba nublado, de otra forma no habría ido.
—El chiste de bajar a la playa es que esté soleado y agarres color, si está nublado no sirve, tú te ves muy blanco —me dijo.
Aun así fuimos. Llevé conmigo un libro que estaba leyendo y casi terminaba. Era de un amigo escritor que había muerto el año pasado. Habían compilado sus escritos personales que nunca publicó en vida.
Me acosté en el camastro, como vil costal. Un costal lector. Las olas seguían escasas, al igual que la gente. Dafne se acostó sobre su toalla en la arena. Empecé a leer. Era un texto de su diario, en el que narraba un carnaval que pasaba en la calle cerca de su casa. Cuando acababa, empezaba a llover sin parar. Mencionaba que en todo el año no había llovido así. Los carros alegóricos y las personas disfrazadas corrían para refugiarse de la lluvia. Y el relato seguía narrando cada cosa que él veía. Pero no concluía. O tal vez sí concluyó, pero no entendí.
Bajé el libro. Estuve un buen rato viendo de nuevo el mar. Me puse de pie e hice por fin lo que me había sugerido Dafne. Me acerqué al agua. Sentí que todo se movía. Que el mar me arrastraba, aunque no era así. Era una ilusión muy extraña que nunca había sentido. El agua fría era como la contraparte de las duchas que parecían abrazos. Se sentía desgarrador a su manera. Extrañamente la marea empezó a subir. El agua que venía me impulsaba hacia atrás. Me resistía a moverme, daba pasos hacia delante con esfuerzo. Volteé de reojo para ver si Dafne seguía allí. Estaba acostada boca abajo, como cuando recién llegamos. El libro estaba vuelto loco, hojeándose por el viento que venía. Mis pies estaban enterrados en la arena. El agua iba y venía y cada vez llegaba más lejos. Seguía resistiéndome a que me empujara hacia atrás. Daba pequeños pasos hacia delante. Luego escuché a lo lejos que Dafne me llamaba. Iba alargando los pasos hasta que el mar me llegó a las rodillas. Sentía cómo, mientras avanzaba, el agua empezaba a calentarse.