Almada: una revolución estética en el palco del modernismo / Nuno Júdice
José de Almada Negreiros es la personalidad que más completa y profundamente se sumerge en el espíritu del futurismo. Después de haber publicado en 1915 el Manifiesto Anti-Dantas,que constituye nuestro primer manifiesto estético, donde ataca con enorme violencia panfletaria al consagrado escritor académico Júlio Dantas, y la novela A engomadeira (La almidonera), que anticipa el surrealismo por el carácter onírico de su escritura, Almada colabora en Portugal Futurista con los textos que más fielmente traducen la estética literaria propuesta por Marinetti: la novela Saltimbancos (Contrastes simultâneos) (Saltimbanquis [Contrastes simultáneos]), el poema «Mima-Fataxa Sinfonia e apologia do triângulo feminino» y el «Ultimatum futurista às gerações portuguesas do século xxi» (Ultimátum futurista a las generaciones del siglo xxi). La palabra «Ultimátum», que sustituye a «Manifiesto», tanto en Campos como en Almada, se justifica por la alusión al papel que tuvo en la historia portuguesa del final del siglo xix, cuando el ultimátum lanzado por Inglaterra a Portugal en 1890 para renunciar a la pretensión de territorios africanos que ligarían Angola a Mozambique desencadenó el movimiento popular, liderado por los republicanos, que inició el proceso que condujo al regicidio de 1908 y a la caída de la monarquía en 1910; de ahí un uso que destaca el objetivo también político del proyecto de esta generación. Almada, poniendo en el primer año su edad —«22 años fuertes de salud y de inteligencia»—, afirma el orgullo de ser portugués y se rebela contra lo que él llama la «decadencia de la raza», pidiendo que sea creada la «patria portuguesa del siglo xx». Es aquí que él sigue directamente el proyecto de Marinetti, elogiando el papel de la guerra como la «gran experiencia» que «destruye todas las fórmulas de las viejas civilizaciones»; y no vacila en concluir de modo totalmente provocador: «El pueblo completo será aquel que haya reunido al máximo todas las cualidades. Coraje, portugueses, sólo a ustedes les faltan cualidades».
Otro de los puntos altos de esta revista es la página en que, al lado de la fotografía de cuerpo entero de Almada vestido con un traje de obrero, se hace el compte-rendu de la Primera Conferencia Futurista realizada en el Teatro República (hoy San Luís) en Lisboa, el 14 de abril de 1917, dividida en tres partes: la lectura del «Ultimátum» de Almada; la lectura del Manifiesto futurista de la lujuria,de Valentine de Saint-Point; y la lectura de «Music-Hall» y «Tuons le claire de lune» de Marinetti. La entrada de Almada fue recibida con una «espontánea y tremenda pateada», seguida de una salva de aplausos que Almada aprovechó para presentar «al futurista Santa-Rita-Pintor». Según su relato, la lectura de los manifiestos fue recibida con carcajadas.
Lo que caracteriza a la prosa de Almada, en esas primeras novelas o cuentos futuristas, es la imaginación prodigiosa y la capacidad de crear situaciones narrativas a partir de un incipit que parodia la novela sentimental en que las situaciones serán llevadas al límite mediante un raciocinio entre lo dialéctico y lo literario. Hay algo próximo a la lógica de Gertrude Stein, pero sazonada con un racionalismo ficcional que impide el puro gramaticalismo de la frase. Sin embargo, cuando inicia A engomadeira escribiendo «Un día la madre compró un sombrero para ir en persona a pedirle a la señora de la almidonería que no dejase que su hija planchara los calzoncillos de los hombres porque le sentaba mal a una niña decente», lo que tenemos aquí es un desarrollo interminable de una premisa simple: la madre compra un sombrero. ¿Por qué? Para no ir con la cabeza descubierta a la almidonería. ¿Por qué? Porque la hija trabajaba ahí. ¿Por qué? Porque tenía que tener un aire respetable, que sólo el sombrero le podría dar para que la dueña la atendiese. ¿Por qué? Porque la hija no podía planchar los calzoncillos de los hombres ¿Por qué? Porque los calzoncillos son una designación metonímica del sexo de los hombres, o, en este caso, una metáfora de su ausencia.
La novela va a partir de esta apertura casi de roman de gare en una secuencia galopante de imágenes que nacen de un laberinto de encajes, en lo que se puede llamar un paralelismo especular, como sucede en el capítulo iv con las llaves. A partir de la frase «Ella hurgó en llaves que rieron una satisfacción que era suya», entramos en un mundo surrealizante en que las llaves ganan una presencia obsesiva. La llave adquiere un sentido redundante porque la idea freudiana de la llave del sueño va a llevar a que la llave del sueño sea la propia llave, lo que habrá de conducir al desplazamiento de la llave a su sentido metafórico que permita abrir el significado de esta multiplicación de llaves que «rieron una satisfacción que era suya». Hay una obvia connotación sexual en esa risa, y las llaves son el indicador fálico de su actividad como prostituta, habiendo aquí una redundancia en ese indicador de los amantes que culminará en el instante en que el narrador la sorprende simbólicamente en el acto sexual: «En cierto momento ella había salido del cuarto, mis ojos se posaron en una caja de lata relativamente pequeña y relativamente pintada de verde oscuro con letras blancas que rezaba “llaves”. ¡Abrí la caja y cuál fue mi espanto cuando la veo a ella, sentada ahí adentro, gritando avergonzada para que le cerrara la puerta! Y bueno, la cerré».
Lo que sucede aquí es la revelación de su sexualidad, dada por esa «caja relativamente pequeña» que será, en el fondo, ese inconsciente a donde la multiplicación de las llaves como imágenes fálicas conduce. Ella reacciona aparentemente a ese descubrimiento, pero su situación, encerrada en la caja, corresponde a una figura que se encuentra en su inconsciente como arquetipo: la figura de la prostituta que la madre intenta «censurar» en la primera frase al poner un sombrero que no pertenece a su condición social, y que se va a revelar al final del capítulo, cuando esa censura regresa bajo la forma de un desvío a la pregunta de él sobre la razón de tantas llaves en la respuesta: «Al final era para jugar a los soldaditos, pero, muy afligida, me dijo que no le hiciera más preguntas porque últimamente estaba muy disgustada con su vida».
Lo que tenemos en el capítulo siguiente es el desarrollo en un sentido inesperado de esta sexualidad «oculta» que ella esconde en la «caja de lata» cuando la almidonera se desdobla en la imagen de otra mujer en una escena en que el espejo multiplica el cuerpo femenino. Después de enterarnos de que ella había comprado el amor de una vendedora de pescado, son sorprendidas en el cuarto por su amante, el señor Barbossa:
«Cuando el señor metió la llave en la puerta y dio con el silencio sofocante de ese cuarto medio iluminado, tuvo la impresión de que ella había colocado un espejo muy grande a lo largo de la cama y que luego se había tendido toda desnuda con el vientre hacia abajo».
Al descubrir, después de haber estado «cerca de media hora gozando aquel París-salón», que eran dos mujeres, y no sólo la almidonera y su reflejo, que ahí estaban echadas, el deseo del amante, que para entrar «metió la llave en la puerta», es anulado, en una sugerencia de impotencia que lo limita a la condición de voyeur, y sale del cuarto a llorar, luego del «estremecimiento que sintió en todo el envoltorio del corazón». Aún en la secuencia de esta lógica de anulación, o castración de lo masculino, que la obliga al sexo con vendedoras de pescado, ella termina de maquillarse, alejando de plano cualquier sospecha sobre su comportamiento. En ese juego, llega a asumir el travesti masculino, en la situación inversa al momento inicial en que parecía que ella buscaba la compañía masculina, o sea colocándose en la posición del seductor masculino para mostrar al narrador lo que sucederá con la vendedora de pescado.
«Una vez se rio mucho y como gran novedad levantó el camisón y me mostró en el vientre un contorno de sexo masculino que ella misma había dibujado a manera de estampado y rellenado de verde esmeralda».
Se trata finalmente de abrir esa pequeña caja de lata en donde ella se había encerrado, o sea el inconsciente donde el narrador encuentra su propia figuración andrógina. Él se proyecta en ese fantasma, y el sexo que ella dibuja consiste en su identificación con la almidonera que recibe en ese cuarto —o en su caja, que es el inconsciente— todos los fantasmas eróticos, de las pescadoras de pescado, «la negrita cautelosa, que tenía muletas» y que él mismo ayuda a subir la escalera. Y esta expresión del inconsciente, esto es, de lo que no es accesible a no ser por la llave que, al multiplicarse, redobla su lectura como símbolo fálico, va a darse en el capítulo viii:
Todo lo que estoy diciendo es de tal manera la expresión de la verdad, que el mismo lector habrá ciertamente reparado en que no percibe nada de lo que vengo exponiendo.
Y la realidad y el sueño se confunden a partir del momento en que nada se hace interpretable y él se despierta de un sueño en que cambia a la amante «como siendo cocinera negra de la cintura para arriba y siendo sólo mi amante de la cintura para abajo». Ya despierto y queriendo cerciorarse, ve lo inverso: ella era la «amante de la cintura para arriba y la cocinera negra de la cintura para abajo».
Tenemos en esta descripción al Almada pintor, pero un pintor sólo en el imaginario de la escritura, dando forma a esta visualización que únicamente los cuadros de un Dalí o de un Magritte irán a poner en práctica mucho más tarde que en este año de 1915 en que la novela surge. Aunque se sienta la presencia del cubismo a través de la importancia de un geometrismo y de collages que ya provenían de la pintura futurista, en el capítulo viii, que comienza diciendo que «la vida obedece a un principio cuadrado que se resuelve dentro de ese mismo cuadrado y fuera de él en el ajedrez», Almada es innovador en su anticipación de los principios de la creación surrealista, tal como son enunciados por André Breton en el primer manifiesto publicado en la década siguiente, en 1924. De ningún modo es el «automatismo psíquico» a lo que Almada, con el espíritu filosófico y lúcido con que defiende su proyecto estético de ruptura, esté lejos de adherir, pero ésa es una «frase que me pareció insistente, frase, me atrevería a decir, que se estrellaba contra la ventana», que está atrás de lo que parece un delirio imaginativo, pero no es más que un constante golpear contra la ventana de su imaginario con imágenes que se precipitan, para entrar, quedándose cortadas por el vidrio, como en la imagen de Breton. Es éste un premonitorio juego de collage, que anticipa también el trabajo de Max Ernst.
Curiosamente, los años treinta serán la primera década prodigiosa de la ficción portuguesa del siglo xx. Acaso porque la literatura funciona de forma menos frecuente: al contrario de lo que dijo Rimbaud, la acción va al frente de la literatura, y no al contrario. Así, todo lo que el siglo vivió va a encontrar un eco, en este periodo en que Portugal va a empezar a ir a contracorriente del movimiento europeo, con sus dinámicas positivas y también con las negativas; éstas, en la Europa de dictaduras, culminando con la tragedia de la Guerra Civil española.
Si se tuviera que escoger un libro, pondría en lugar central a Nome de guerra (Nombre de guerra), de José de Almada Negreiros (1938). Mi relación con este libro no fue fácil. Cuando lo leí, por los años sesenta, me pasó mucho de lo que él tenía de subversivo: todo el lado iniciático, con el descubrimiento del sexo y de la ciudad por el personaje que es el paradigma de toda una serie de figuras que aparecen en muchas de las novelas de la década, en particular de las que salen de la escuela ficcional de Presença. Por otro lado, en esos años Almada no era reconocido como escritor, menos aún como pintor. Su literatura surgía como una curiosidad de librería de segunda mano, hacía mucho agotada, y ni la reedición de su obra completa pudo borrar enseguida esa impresión. Como él dijo respecto de otros de sus libros, cada obra suya tiene que ser leída más de una vez, e incluso duplicando eso, para que se pueda entrar en un mundo que se nos hizo opaco, y que quizás ya lo fuera cuando salió el libro. Esa opacidad no proviene de una dificultad particular de escritura; aún tiene el trazo límpido del dibujante de figuras y situaciones. Por el contrario, nace de lo que el tiempo tiene de cerrado, obligando al gesto siempre incómodo de espiar por el ojo de la cerradura para tener que penetrar en una intimidad que nos rechaza, por la rigidez de los interdictos y por el conservadurismo de los gestos y de los espíritus.
Estamos, pues, en un mundo marginal. Vivir, como lo pretende hacer Antunes, en ese límite entre lo aceptable y lo rechazado, es algo que sólo puede existir en la frontera entre el adolescente y el adulto que tantos de esos libros nos presentan. Los propios libros juegan con esa tierra de nadie: de hecho, ellos sufren ya el espectro de una censura que, en caso de que pretendan transgredir el límite de la moral impuesta por la Dictadura, los arrojará al limbo de cajones y aprensiones. El escritor hará pública su opción, y, al hacerla, aceptando jugar en ese límite que le permite la publicación, reduce el margen de libertad y de creación, la invención plena, que en otros países condujo al completo florecimiento de la invención novelística, con nombres que marcaron el siglo europeo, de un James Joyce a un D. H. Lawrence, de un Proust a un Thomas Mann.
Para no sufrir esas condiciones, Almada prácticamente abdicará de su carrera de escritor para entregarse a la pintura; y sólo en los setenta del siglo pasado su obra será reeditada y nuevamente divulgada, como merecía, dando a conocer a uno de los nombres centrales de nuestro modernismo .
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo