Hermanas / Ana Luí­sa Amaral

 

Memorias

Exactamente cómo fue, el miedo de engañarme
      más tarde en el recuerdo —es todo lo que me queda: estar
      de noche a oscuras pensando en ti.

Y si recuerdo mal, si me confundo a veces, en ese
      jueves el día del amor en lugar de
      miércoles, el error aparece gigante,
      un peso cargado como Atlas.

Por eso necesito recordar cosas
      exactas, cómo sucedió todo; no sólo
      llevarlo después a la ficción reunida, soy yo
      quien te necesita y a tus días
      que fueron míos.

Recordar exactamente cómo fue, lo que vestí
      en ese día y lo que vestí en el otro, hasta qué horas
      todo, si había gente o no
      y en qué día. Porque las palabras después se
      reconstruyen.

Lo que se dijo entonces se vuelve
      fácil —es todo lo que me queda: recordar.
      Dicho así parece poca cosa, lugar común y
      sencillo, pero las noches son grandes
      y recordarte
      exactamente
      de la forma correcta

es muy importante para mí
      en las noches en las que pienso en ti
      sabiendo: no te veré nunca más.

 

Prólogo

En el principio, era la lluvia y la sequedad en la boca, el corazón apretado. Un deseo de no ver a nadie. Trató de recordar cómo fue que todo empezó, de definir la cantidad de amor sin ningún patrón establecido.
      La noche del domingo y la conversación como luna, arrastrándose hasta las tres de la mañana. Tal vez porque sintió la vulnerablidad de la otra, dócil como la suya: las dos estaban desprotegidas, deshaciéndose en tristeza en el día en que ella lo supo: sólo un amor pequeño y perfecto como un lago, o una montaña, igual a esas que estaban tan cerca, con sus cumbres de infinita blancura. Por primera vez sintió que amaba a su reflejo, una persona: su reverso que también la amaba. El descubrimiento le trajo a la memoria algunas películas antiguas, un cuento que había soñado alguna vez.
      Las dos estaban casadas, las dos tenían hijos y hablaban sobre sus vidas con una cierta timidez inquieta. Asustadas tanto por el deseo que compartían como por el sentimiento sin palabras; pues eran hijas de padres y sociedades y cielos donde estas cosas no deben ser dichas ni soñadas. Y sin embargo, durante todo el tiempo que ahí estuvieron, el pequeño amor estuvo siempre también. Cuando se separaron en la madrugada, ella hizo un breve gesto de ternura y besó a la otra como las mujeres hacen generalmente. Y la otra la abrazó un poco más fuerte, un poco diferente de la forma en que lo suelen hacer las mujeres.
      No se dijo nada entonces, pero ella sabía del pequeño amor, que andaba por ahí alrededor de ellas, alrededor del aire como pequeñas alas, modificando gestos. Tenían miedo de tocarse, porque sabían que el contacto sería diferente. En ese tiempo, como una génesis, ni siquiera podían confesar «Voy a sentir tu ausencia cuando regrese a mi país», porque ambas reconocían que no sólo sería la ausencia, sino la nostalgia de la hermana en la amante por venir.
      Un sentimiento incompartible en la lengua en la que hablaban: una lengua común, disgregada, y estar lejos y sentirse solas. La compartían siempre, aunque no fuera la lengua de ninguna de ellas; porque ninguna de ellas sabía hablar la lengua de la otra. La provincia de la palabra iba más allá que el decir.
      Compartían el mismo grupo pequeño. En él representaban sus papeles con normalidad, excepto por las miradas que intercambiaban por detrás de las máscaras, nubes súbitas y azules. Era algo muy breve, casi inadvertido. Como la vez en que la otra había declinado el paseo con el grupo y se había ido a la cama al final de la tarde. Cuando ella, fuera de la puerta de su cuarto, sin entrar, la llamó, y ella primero se negó, pero luego suavemente dijo quiero ir, y ella siguió insistiendo por fórmula, y las dos en el paseo, en tácito silencio por un camino elegido en sentido inverso al del grupo. La otra tocándola en el brazo levemente, en una caricia, y ella sintiendo que ondas pequeñas recorrían su cuerpo y deseando más, sin saber qué pasos dar para conseguirlo. Pero lo más difícil ya había sucedido y el amor seguía aún allí.
      Y así llegaron otros tiempos, un poco después de la génesis y lejos del grupo. Era de noche como la primera noche y el jardín, aunque seguía siendo jardín, estaba hecho de sombras e indecisiones. De nuevo la conversación sobre sus vidas y ella, que había aprendido con dificultad a llorar, empezó a llorar en silencio. Estaban sentadas una al lado de la otra como dos mujeres sensatas conversando, y la otra, levemente, puso la mano sobre sus hombros, quebrando muros, arrastrando olas. Lentamente, tocó la mano de la otra, que la dirigió contra su pecho y la abrazó. Acunadas, ya no ella y la otra, sino las dos casi una. Poco se dijo entonces. Sólo «qué bien estar así», «qué bueno es llorar». Pero en el desconcierto y la extrañeza de la lengua, las palabras salieron de la provincia y entraron en el jardín.
      Tuvo la impresión clara de que así, con la cabeza apoyada en el brazo de la otra, la cara vuelta hacia su cara, podría suceder cualquier cosa. Y finalmente sucedió, sin tiempo ni lugar, porque no hubo labios contra labios. Sólo un beso que aconteció por dentro, tan suave y fuerte como el pequeño amor. «Nunca en mi vida estuve abrazada a una mujer de esta manera», dijo la otra. Y no había nada malo ni equivocado.
      Se separarían dentro de poco. Cada quien para su cielo y su país, y multitud de cartas intercambiadas sobre los hijos, una empatía que las separaba. La angustia de lo irreductible se posó sobre ella: qué hacer, si no había nada más qué hacer —valor para hablar abiertamente del amor, y también, pero no solamente, mi hermana, mi amiga. Sólo la última noche compartida hasta tarde como todas las demás noches, la nostalgia de lo que no había sucedido y sucedió, dentro del beso implícito sin labios. Vulnerables y sin palabras, así se separaron lentamente. Para siempre, en países distantes.
      Estaba sentada sola en el jardín, temprano en la mañana con lluvia, frente a la banca de la noche anterior. Delineado y cruel porque era de día, y por las fuertes voces —tantas voces a su alrededor, tanta gente. El tiempo del secreto había sido antes, con el beso sin labios. Hoy todo era lineal y blanco, y ella estaba sola, intentando recoger cada momento. Con frío y sueño y la lluvia en pequeñas cortinas sobre el lago.  

 

Epílogo

Esta historia podría no tener fin.
      Sé muy bien que habla de lagos y de lluvia
      Y su final se cierra con la lluvia
      Cayendo sobre el lago.
      Pero aun así podría no tener fin.

Y si continuara, tal vez tendría
      Un final feliz, una segunda historia,
      Algo bello y hermanado
      Sin amor que declina, en donde las dos
      Se encontraran por fin en un tercer país.

Por ejemplo, Japón. Me gusta Japón
      En este papel mío de narradora,
      Por su tono improbable y exótico.
      Que sea en Japón su encuentro.
      Imaginemos pues un viaje.

Llegadas de lugares extremos,
      Algunos años después
      Y con el pequeño amor aún a su alrededor.
      Vulnerables aún. Y en silencio.

Su hija fue a despedirlos al aeropuerto. Al mirarla, pensó que su cabello ya no era tan rubio como antes, sino de un tono castaño. Aún claro, que se veía bien con sus ojos azules. Su hija la abrazó, diciéndole «Regresa pronto, mamá. Y habla por teléfono». Así eran siempre las despedidas. Ella tratando de no llorar y deshaciéndose en lágrimas al final, él más sobrio, oponiéndose a que ella comprara tabaco: «No vas a fumarte todo eso, seguramente».
      Siempre fue así. Él del lado de la sensatez y la seguridad, como llegar un poco antes de la hora debida al aeropuerto o abordando el tren media hora antes, ella disfrutando del placer de esperar la última llamada, el tiempo simultáneo, lo imprevisto.
      Cedió a sus deseos y fueron los primeros en entrar al avión, y el viaje era por él: un curso que debía tomar en Japón. Sintió miedo, como siempre, cuando el avión despegó. Y si no despegara, y el suelo todavía allí, las llamas envolviendo al avión, y la muerte. Pero todo era siempre igual y tan poco probable el accidente, que en realidad el avión despegó y los oídos se le taparon. Como siempre. La costumbre.
      La conversación, la costumbre, que no merece consignarse en páginas ni en líneas. Fue linda la llegada al terminar la tarde, el avión aterrizando realmente y sus oídos regresando a la normalidad. La costumbre. Como la llegada al hotel, el deshacer las maletas, el pequeño viaje de reconocimiento que a él le gustaba tanto y hacer el amor como de costumbre. Las lágrimas en los ojos de ella, que él no vio, porque su cabeza estaba en su hombro y en el silencio oscuro las lágrimas son copias de pequeñas perlas.
      Después, irse temprano a dormir, porque el curso empezaría muy temprano. Y ella encerrada en el baño llorando un poco, pensando en años antes, en la primera historia cuando las tres de la mañana fueron la génesis de todo. Y, al día siguiente, a desearle buena suerte en su primer día y él diciéndole «hasta luego, y no se te olvide, ve a desayunar».
      Sola en el cuarto, poco le interesaba el desayuno. Un país diferente como el otro, el de hace algunos años, pero con la misma lengua y el léxico idéntico y común en ambos. Nada de provincias de palabras que iban más allá del decir: aquí, las palabras eran sólo palabras como adiós y hasta luego y no te olvides de desayunar.
      No te olvides de mí. Voy a sentir tu ausencia. Tanto. En una lengua diferente hace algunos años. El pequeño amor siempre rondando, siempre cerca en las cartas —por favor, escribe, queriendo decir a pesar de la distancia, te amo siempre, a pesar del beso que no fue, pero fue sin labios. Salió.

Eran calles diferentes
      Como se supone que ocurra en Japón.
      Y tanta gente, ciudades pobladas
      Y con tanta cultura y tan diferente.

Imaginemos, pues,
      Que desde un lugar extremo al suyo,
      La otra se acercaba también, una luna mayor
      Como la luna anterior de hace tantos años.

Y las cuatro de la mañana recordándolas.

Las hijas fueron con el abuelo a despedirse de ellos al aeropuerto. Tan altas, la piel suave, la mayor; la otra, aún con una sonrisa de niña. El marido también, y cerca de ella su sonrisa.
      Llovía y hacía frío esa mañana, lo que le recordó los años anteriores, el cuento recibido en una carta de la otra, la historia dentro de la historia. Recordó el silencio, no te olvides de mí. El pequeño amor siempre, incluso ahora con el avión tomando altura, con los dedos apretando los dedos de su marido, sentado junto a la ventanilla. No sabía decir dónde acababa la tierra y empezaba el cielo, el avión en una curva cerrada, con un impulso diagonal. Y el marido sombrío, con su conferencia por revisar aún en algunas partes, empujando el respaldo de enfrente, los papeles revueltos, algunos libros.
      Se acordó de ella y de los años anteriores, el desarreglo que ocasionó en sus cosas, el beso que no hubo más implícito de todos, y el pequeño amor siempre, elevándose más que el avión, a través de decenas de hojas enviadas de un país a otro. Lo que me atrae de una persona, se acordaba de haberle dicho, es la personalidad, es lo que te hace a ti sólo tú, recordaba no haber agregado, para mí tan necesaria para vivir, en el desconcierto de todo. Recordaba: no llores y su mano posada en los hombros de ella, los brazos rodeándola, estrechándola contra su pecho. Qué bien estar así, mi hermana, mi amiga, amante que no lo es.
      La llegada fue sin contratiempos, aunque siguiera lloviendo también en el otro país, y el marido y ella corriendo hacia el taxi, con las maletas en las manos. Al día siguiente empezaba el congreso, y todo fue llegar al hotel y registrarse, deshacer las maletas. «Perdona, pero tengo que ocuparme de esto». «Claro».
      Claro que te amaré siempre, aunque no nos veamos nunca más, incluso por las cartas en esa lengua diferente, ni la tuya ni la mía. Que la provincia de la palabra, era eso lo que querías decir en tu cuento, va más allá del decir. Y por la mañana salió después de la otra, en el mismo hotel las dos, sin saberlo ninguna de ellas.

Como cuerda estirada hasta el extremo,
      Como extremos eran los países
      De donde ambas volvían. Pero no extremo
      El amor: sólo pequeño y redondo

Como la luna. A las tres de la mañana.

Y así fue: durante dos días ambas vivieron vidas separadas, como siempre lo habían hecho, en el mismo lugar del tercer país. Sin saberlo ninguna, cada una de ellas acompañada en el cuarto y sintiéndose más sola que en su país. Porque ninguna de las dos podía dejar de pensar un poco más en la otra. Vulnerables, se reconocían así en el aire diferente que habitaban: lánguidas de tristeza por los años anteriores, pero reunidas por la luna de antes.
      Y fue así que en el tercer día, una génesis cambiada y súbita, ella escribía sentada en el lobby del hotel, esperando a su marido. Un poco desaliñada en el sofá, con las piernas acomodadas y sobre ellas el cuaderno y la mano con vida propia sobre las hojas. Era casi de noche y las luces del hotel estaban encendidas.

Lo que probablemente ha de ser
      Un símbolo de alguna cosa en nuestra historia:
      Un contraste tal vez con la lluvia cayendo
      O con la oscuridad suave del jardín
      De la otra historia.

Pero mi función de narradora
      No abarca lecturas divididas.
      Sólo descubrir por fin un final feliz
      Para no hablar de lagos ni de lluvia.

La pluma se movía rápido y las luces del hotel estaban encendidas, cuando ella levantó los ojos y de repente la vio. Unas escaleras alfombradas de varios escalones separaban el lobby de la puerta del hotel, de manera que el cuerpo de la otra fue surgiendo poco a poco: la cabeza primero, el tronco, las piernas. Como un parto, así fue el reencuentro. Una pequeña sonrisa de inquietud, ella levantándose, la otra tratando de no correr. El pequeño amor finalmente hecho carne de nuevo.
      Las palabras habladas fueron pocas en la misma lengua extraña para las dos, pero la única en común. «Me has hecho mucha falta». «Pero nos hemos escrito». «Es verdad, hemos escrito». Pero ambas sabían que escribir no era suficiente, que también era necesaria la imagen otra vez sin lluvia, la lengua del cuerpo diciendo mi hermana, mi amiga, amante si quieres, pero eso ya no es lo importante, ahora me basta con verte, tocarte despacio como dos hermanas hace tanto tiempo.
      Para los maridos, la otra era sólo una amistad que habían hecho hacía tiempo y que se olvida como se olvida la guerra. Hubo, por supuesto, palabras amables de parte de los dos, conversaciones entre los dos para que ellas pudieran conversar, cenas de los cuatro durante los pocos días que faltaban para que cada una regresara a su país. Y también estuvieron los otros días, largos, en que ambas pasearon conversando de todo, ahora la lengua extraña más en común. Pero nunca más que hace años, casi a las cuatro de la mañana, nunca más el beso tan cerca de suceder, que implícito y total sucedió. Ya no amantes necesitadas que se necesitaban la una a la otra, aunque una nostalgia siempre.
                       
      Sólo descubrir por fin un final feliz
      Para no hablar de lagos ni de lluvia.

Era temprano en la mañana cuando el avión de ella despegó. Las despedidas habían sido en el hotel, ya que ni uno ni otro pensó que había que gastar tiempo y dinero en taxis al aeropuerto sólo para que ellas pudieran decirse adiós. Y ninguna insistió, así estaba bien. Protegidas del deseo por el que tenían cada una a su lado.
      Era temprano en la mañana cuando ella le dijo adiós a la historia. Y no estaba lloviendo sobre el lago ni ella tenía sueño o frío. Todo estaba bien en la temperatura equilibrada del avión.

Traducción del portugués de Blanca Luz Pulido

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