Todos mis amigos escriben. Excelente. A todos mis amigos les gusta escribir. Formidable. A mí mismo no me disgusta escribir, aunque ya no lo haga. Escribir es bueno. Escribir las palabras. Escribir las cosas. Escribir el mundo. El mundo dentro de nosotros. Y el mundo fuera de nosotros. Todos mis amigos escriben. Todos mis amigos son escritores. Todos mis amigos hacen libros.
Y lo peor es que no lo hacen solamente mis amigos. Las otras personas también. Mis vecinos escriben: poemas. El señor que entregaba cartas ahora también escribe: libros de viaje, creo. La empleada del café escribe novelas policiales, el funcionario del banco escribe novelas de amor; el dueño de la tienda de abarrotes, novelas históricas. Mi madre escribe ficción científica, mis hermanos escriben cómics, hasta nuestros primos más lejanos escriben, creo que best-sellers, pero no estoy seguro, tal vez sólo ensayos de hermenéutica neoambiental.
Únicamente mi padre no escribe, porque ya murió. Si estuviera vivo, por supuesto escribiría, y en su caso sé qué: novelas picarescas. En los hospitales, todos los enfermos escriben y los médicos que les prescriben las recetas también escriben. De literatura a literatura médica, ni los enfermeros, ni los camilleros, ni los policías de turno o los funcionarios de la ventanilla de atención dejan, ni por un instante, de escribir.
Esta situación es preocupante. El gobierno ya anunció que tomará medidas. No se excluye, admitió el portavoz del gobierno, que se declare estado de emergencia. El portavoz del gobierno ya no habla; él mismo fue alcanzado por la enfermedad. Si por azar leí lo que escribió, no sé si él estaba hablando en serio —escribiendo en serio— o si era sólo un capítulo más de su nueva (e interesantísima) ficción policial. Con todo, debo de haber sido el único que lo ha leído, bueno, uno de los pocos. Porque debe de haber más como yo, quiero decir, tengo que partir de ese principio, ¿no? Conviene no confundir el hecho de que no conozca a nadie como yo con el hecho, aún por comprobar, de que no haya nadie como yo.
La enfermedad es altamente contagiosa. Hace que el ébola parezca un virus de juguete; tal es la velocidad con que se reproduce y transmite. El periodo de incubación dura entre tres y seis horas, al cabo del cual la víctima, hasta entonces una persona normal, se convierte en un… un escritor. Los hospitales están reventando por las suturas, abarrotándose de gente hambrienta por sus dosis de papel y bolígrafo. Y cada vez tienen que escribir más, y tienen que aumentarles la dosis, porque cada vez tienen más y más ideas, más y más amor a la literatura, a las bellas palabras, a la poesía secreta que se esconde detrás de las bellas palabras —incluso de las feas, dicen los casos terminales.
Los científicos todavía no han podido aislar el virus, o encontrar un antídoto, o simplemente identificar el origen de la enfermedad, o explicar su naturaleza, porque… pues, eso mismo, todos están ocupados escribiendo. Hay personas que ya se han desvanecido y se han consumido por inanición. Nada de espantarse, es hasta bastante lógico, aunque escabroso: escriben, no comen, mueren.
Los accidentes ocurren en masa. Los despistes son más que muchos. Por toda la ciudad se oyen explosiones. Los taxistas están a punto de meter tercera, recuerdan una frase, se ponen a escribir, sueltan el volante y… es, es terrible.
Hasta los niños se ponen a escribir. Los que aún no saben el alfabeto inventan uno, o garabatean muñecos simbólicos, e inventan historias, historias, historias. Bebés de un año, ¿qué digo?, de meses, toman un bolígrafo, un lápiz, y mueven las manitas cerradas hacia adelante y hacia atrás, con habilidad inaudita. Claro que acaban por rasgar el papel y garabatear todo el suelo, más allá de las escasas fronteras de la hoja blanca, pero no les importa eso, continúan, sin parar, escribiendo los Símbolos del Mundo. Y los padres tampoco se percatan de eso porque ellos mismos están ocupados escribiendo, ¿y qué es un suelo todo garabateado en comparación con un brillante cuento infantil donde una princesa ayuda a un caballero a no perderse en el bosque negro donde va a luchar contra un dragón maligno con la simple dádiva de uno de sus bellos cabellos rubios? ¿Hum?
Nunca se ha visto nada así. La situación es grave, toma proporciones calamitosas y no hay señales de atenuarse. Me gustaría decirlo de otra manera, pero no hay otra forma de decirlo: el mundo corre el riesgo de sucumbir bajo el peso de tantas novelas, cuentos, ensayos, poemas. Los poemas son más que las madres. Odas, elegías, églogas, adagios, cuartetos, redondillas, dísticos, ditirambos, alejandrinos, pastorelas, quintanillas, décimas, duodécimas, lítotes, sonetos, sonetinos, sonatinas, cantigas de amigo, de amor, motetes.
No estoy siendo alarmista. La Tierra ya salió ligeramente de su órbita. Y el número de escritores y poetas no deja de aumentar a diario. Y el número de palabras escritas. Y de frases innovadoras: cortas, largas, frases de una sola palabra («Él. Dijo. Para. Ella»). Frases sin comas durante doscientas páginas («No vale la pena dar aquí un ejemplo tendría que ocupar doscientas páginas pero ésta es una pequeña muestra tal vez ya sirva para dar una idea o bien lo mejor es por lo menos gastar una media línea más con esta frase idiota de modo que la idea que se estaba intentando dar sea más clara y convincente y creo que ahora ya llega el ejemplo ya está dado creo»), torniquetes y arrebatos de sintaxis que no juzgaríamos posibles o razonables.
Una persona se pregunta siempre: «¿Qué más van a inventar?», o: «¿Es que aún hay algo que inventar?». Al menos era lo que yo me preguntaba antes de la epidemia. Porque si hay algo que la enfermedad ha venido a demostrar es que las posibilidades de invención —y nuestras capacidades inventivas— son inagotables. Es triste, pero es la dura realidad: la imaginación humana está en continua expansión, como el universo. La imaginación humana es un agujero negro, que todo consume, todo devora. Y la humanidad corre el riesgo de extinguirse a causa de eso. Por exceso de imaginación, por exceso de talento, por exceso de creatividad.
Francamente, hay un límite para tanta producción artística y cultural. O debería haberlo, porque, por lo visto, no lo hay.
Además, el tema de la calidad. Sí, porque, ¿quién soy yo para negarlo?, las personas no sólo escriben; además lo que escriben es bueno, es interesante, es válido, merece ser leído, tiene estilo personal, llega a ocupar un espacio en el espacio de la literatura que estaba por ocuparse porque no se sabía, antes de que se ocupara, que ese espacio existía y era ocupable. Cada persona crea su nicho con la misma avidez y la misma precisión milimétrica con que la golondrina construye su nido. Y, si es cierto que una golondrina no hace un verano ni un escritor llega a hacer la literatura, muchas golondrinas juntas, miles, millones, billones de golondrinas juntas llegan y sobran para hacer a raudales una caterva entera de veranos: sobre todo aquellas que llegan como brindis gratuito con una generosa porción de veranos, otoños y, por supuesto, inviernos. Ése es el quid.
Y es ése también el genio del virus. Pone a la gente a escribir, y a escribir bien. Si les diera la voluntad, pero no el talento, sería diferente. Un médico que descubre, al cabo de cientos de páginas, que se limitó a parodiar a Fernando Namora, aún puede volver a ejercer la medicina, a hacer aquello para lo que realmente tiene capacidad. Una abogada que se dé cuenta de que no todos podemos ser Agatha Christie todavía tiene una oportunidad para volver en sí y ser de nuevo útil a sus clientes. Pero ¿qué hacer con un obstetra que escribe páginas bellísimas? ¿Y con una litigante que nos deja con la duda acerca de quién es el criminal hasta el último párrafo? ¿Hum? Es triste. Es trágico. Es insoportable. Historias bien construidas, con indiscutible maestría, personajes creíbles, textos que comprenden la esencia de la cosa literaria: que no es en las palabras, sino más allá de ellas, que se encuentra la belleza del texto.
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Al principio hasta hubo una euforia colectiva; los periódicos hablaban de un «nuevo renacimiento», los críticos de un «momento impar» de nuestra literatura, los poderes públicos de la pujanza de una «nueva generación de creadores». Sólo después comenzaron los pequeños indicios de que podría haber algo equivocado en ese brote de talento, pero nadie pudo —o quiso— ver lo que estaba sucediendo. Y, a decir verdad, en ese momento ya mucha gente estaba contaminada y había empezado a escribir, primero con cierta vacilación y sentido de responsabilidad, después cada vez más furiosamente, hasta la novela final.
¿Y ahora? Ahora el mundo es un lugar lúgubre, son tiempos ennegrecidos, éstos. Y lo peor es cuando llega el invierno. En verano nadie echa de menos las hormigas, sólo las cigarras. Pero cuando llega el invierno… Los mercados están vacíos, no se distribuyen el pan y otros alimentos básicos, el mismo pan no se fabrica. Las tiendas están vacías; abiertas, abiertas de par en par a la calle, pero vacías. Sin nadie que las mire, sin nadie en las cajas, sin nadie para encender o apagar las luces. En los hipermercados, una persona puede llevar a casa todo lo que quiera en los carritos metálicos. Pero, si no tuviera una moneda, no puede tomar ni siquiera un carrito, porque no hay dónde cambiar la moneda.
Por supuesto, hay cosas buenas. Las televisiones dejaron de funcionar. Se acabaron las telenovelas, las «novelas de la vida real», y la ironía es que se acabaron precisamente en el momento en que se multiplicó por mil el número de autores de telenovelas y al fin iba a haber alguna variedad en la industria. Sólo que ya no hay nadie para filmar: actores, operadores de cámara, maquilladoras, realizadores, productoras, asistentes de realización, equipos de luminotecnia, guardarropa, posproducción y montaje, están todos cada uno por su lado escribiendo la novela de sus vidas. También, ¿habría que decirlo?, ya no hay boletín meteorológico. Me temo que suceda lo peor si los barcos van al mar sin saber qué mal tiempo los espera. Pero inmediatamente me doy cuenta del disparate que acabo de decir. Ya no hay nadie para hacerse a la mar, los pescadores abandonaron las redes, los arpones, las cubiertas, los cebos, y todos están con papel y pluma escribiendo relatos de naufragios, aventuras con peces de nombres impronunciables, palimpsestos de Moby Dick, las versiones mejoradas (y adaptadas a los tiempos modernos) de la novelita de Hemingway, El viejo y el mar.
Hace poco dije que era el único que había leído el último comunicado del gobierno. Después corregí y dije que no, tal vez no haya sido el único. Tal vez no lo sea, de hecho, pero hasta ahora no sé dónde estarán los demás, esos otros que aún no han sido alcanzados por esa locura colectiva, ni si serán como yo o si ellos mismos habrán sufrido alguna mutación. No sé por qué me quedé inmune al virus. ¿Tendrá que ver con mi adn, mi código genético, con mi tipo de sangre, con la insuficiencia (o el exceso) de colesterol en mi sangre? Me faltan los conocimientos científicos para poder decirlo sin correr el riesgo —inapropiado, sobre todo en esta ocasión— de caer en la ficción científica o en el delirio fantasioso disfrazado de saber objetivado.
Si no soy la única persona en el mundo que, en este momento, en este tal vez último momento de la humanidad, lee lo que otros escriben, ¿dónde están mis camaradas de armas? ¿Será posible reunirnos y crear un bastión de resistencia, una organización underground que luche contra la epidemia y, a través del estudio, de la lectura, de la experimentación teórico-práctica, encuentre una solución para devolver la salud a los hombres y poner de nuevo el mundo a funcionar? No lo sé. Confieso que no tengo mucha esperanza.
Yo soy un lector. Sé lo que soy: leo lo que otros escriben. Lo hago hasta compulsivamente. Es mi rutina desde hace muchos años. Por la mañana, a la hora del desayuno, aunque no tenga un periódico por delante, las páginas con la tinta aún fresca acariciando la taza de café, mis ojos recorren instintivamente la mesa, buscando palabras, letras, frases para leer: «Corn Flakes», «rico en vitaminas y minerales», «Tienda 18. Calle Camilo Castelo Branco, 15-A», «Planta— margarina vegetal, 250 gramos»… Después, a medida que el día avanza, voy leyendo todo: todos los periódicos, todos los anuncios, todos los números de todas las puertas, todos los nombres de todos los médicos en la placa del policlínico que está en la calle por la que paso —y paso los ojos— todos los días. Leo todas las novelas que me pasan enfrente, leo todos los ensayos que puedo leer, todos los poemas que pasan por mis manos cuando, a la hora del almuerzo, voy a comer un miniplato en la barra de la pastelería del barrio donde queda mi empleo, en el cual tengo la función de leer todos los documentos que ponen encima de mi escritorio para ese debido efecto, que es que yo los lea.
Es verdad, no sé por qué milagro me quedé inmune al virus. Y lo gracioso es que no siempre fui así. De joven, yo mismo intenté escribir. ¡Se puede vivir sin haber intentado escribir! Aunque en ese momento, debo decirlo, había mucha menos gente escribiendo. Eran otros tiempos, había mucho analfabetismo, era una vida de trabajo. Después descubrí que prefería leer. Mayor libertad, mayor comodidad, más tiempo libre. Sólo ventajas. Pero antes, confieso, yo mismo tenía la manía de escribir. Nada especial, creo: unos poemitas, uno que otro cuento, dos o tres esbozos de diálogos para teatro. Pero no vale la pena ocultarlo, yo tenía la manía de que sabía escribir.
Quizás por eso me había quedado inmune, probablemente mi pecadillo de juventud —¡quería ser escritor!— funcionó como vacuna. Hasta hoy, eso me protege, lo admito, pero no sé ya hasta qué punto es una bendición o una maldición. Soy un lector en un mundo de escritores, y eso me hace sentir muy solo. Porque todos escriben, pero nadie lee lo que otros escriben. Nadie sino yo. No tienen tiempo. Están tan absortos contando su historia, concibiendo su monumento de imaginación y arte, que no tienen tiempo para leer. No es cuestión de tener tiempo: es que, simplemente, ya no lo consiguen.
No lo consiguen. No pueden leer. Y, cualquier día, ya ni siquiera sabrán leer. Las lenguas van a terminar así, incluso antes que el mismo mundo, porque cada uno va a escribir más y más en su propia lengua, en su código muy personal, olvidándose de que la comunicación tiene dos sentidos y de que, para ser comprendidos, hay que compartir los elementos para esa comprensión. No leen. Únicamente escriben. Mueren. Tal es la potencia, la perversión demente del virus.
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¿Y usted? No sé si existe, querido/a compañero/a de supervivencia en este mundo en colapso. Si lee esto, es porque todavía existe, y entonces se entera de que, en algún lugar del planeta, tal vez incluso en su ciudad, hay alguien que comparte sus miedos, sus angustias, pero también sus esperanzas. Y tal vez podamos encontrarnos, sería bueno que intercambiáramos unas ideas sobre el tema para unir esfuerzos y buscar a otros como nosotros: lectores inmunes al bicho de la escritura. Bien sé que su primera reacción tal vez sea pensar: «Este tipo está tratando de engatusarme. Él mismo es un escritor, no un lector de verdad. Él mismo ha sido contaminado y está tratando de hacerme creer que no, probablemente con algún fin poco honesto».
Está en su pleno derecho de pensarlo, yo también lo pensaría si diera con una historia así. No somos desconfiados por naturaleza sino por cultura, y nunca nadie ha perdido al desconfiar del vecino. Solamente le pido el beneficio de la duda. ¿Le pido? Se lo ruego. Aquí donde me ve, estoy de rodillas, implorándole que crea en mí. Esto no es una historia, esto no es ficción. Sólo estoy, genuinamente, tratando de establecer contacto con alguien que exista del otro lado de la página. Le estoy extendiendo la mano. Por favor, considere la posibilidad de extenderme la suya.
Una palabra más. No escriba respondiendo. Bien sé que tal vez es inmune, nunca se sabe. Aparezca, nada más. Yo sabré reconocerlo, y usted también me reconocerá con facilidad. Seremos los únicos —en la plaza, en el jardín, en la calle, en el café, dondequiera que nos encontremos— sentados pacíficamente, con una sonrisa en los labios, y un libro, abierto, en la mano.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo