Fui en un pasado no muy remoto un pacífico profesor de literatura. Di clases, durante años seguidos, en una universidad de provincia. Todos los miércoles tomaba el tren interciudades en dirección a esa ciudad de montaña, tan distante que su nombre no era casi nunca pronunciado. Pues, en aquellos tiempos en que viajaba en tren, regresaba a Lisboa en la noche y mi corazón se alargaba a medida que veía al Tajo aproximarse a mí como un hermano pródigo. Más tarde, cuando veía a lo lejos el puente Vasco da Gama, con su largo pavimento en forma de montaña rusa, eso provocaba en mí el mismo sentimiento bienhechor. Era la señal para volver a la rutina de los días. Una cosa que iba bien con mi carácter de soltero empedernido.
Hace siete años, de puro accidente, me enamoré de una ciega. Yo estaba en el metro leyendo el último Premio Goncourt cuando una invidente que estaba frente a mí, con un perro negro en la correa, me dirigió la palabra: «¿Usted sería capaz de ayudarme?». Dije que sí, que lo haría con el mayor gusto, cargar su bolsa de compras. Salimos del metro en la estación Alameda y el perro, curiosamente, en lugar de escoger la banqueta prefirió ir por los prados. Ella tenía una edad indefinida, como sus enormes lentes oscuros que le ocultaban una parte sustancial de la cara, pero con un cuerpo bien hecho, carnoso, a mi gusto. Así avanzamos magistralmente en medio de los prados hacia la Fuente Luminosa, que ese día estaba funcionando con sus náyades en torno al hechizado Neptuno y otros repujes menores. Cuando llegamos a los pies de la fuente monumental, ella se giró hacia la derecha y me dijo: «Yo vivo ahí, en la planta baja. ¡Venga, le ofrezco un té de Vinca-de-Madagascar!». ¿Cómo es que ella sabía que me gustaba la maría-sin-vergüenza de Madagascar? Lo cierto es que la acompañé a casa después de haber lanzado rápidamente el cigarro al agua de la fuente. En su casa, enseguida que llegamos, ella se quitó los lentes y vi que era de una belleza rara, ostensiva. Ella hizo el té y, mientras hervía el agua, fue a buscar a un armario una lata con un surtido de cakes ingleses. Comimos y bebimos y, de repente, fue a su cuarto y se vistió con una combinación color vino. Cuando regresó me dijo, dirigiéndose a mí con sus bellos ojos extintos: «¡Venga conmigo, vamos a hacer el amor!». Era la primera vez que una mujer me invitaba a pasar al acto sin preliminares de ningún tipo. Desnuda, tenía un cuerpo apetecible y paradójicamente duro. Cuando la penetré, dio un gemido muy alto, y durante el tiempo que siguió no paró de gemir y morderme el cuerpo. Mordía como si estuviera buscando comida en un lugar desierto. De vez en cuando tuve que parar porque el sufrimiento se sobreponía al placer. Ella se cubrió después con un cobertor y dijo: «Se puede ir. ¡Vuelva en ocho días!».
Al día siguiente partí en dirección de la ciudad donde daba clases y donde tenía la reputación de ser un hombre serio y solitario. El tren, cuando llegaba a las montañas, pasaba por un túnel que tardaba dos o tres minutos en atravesar. Ese día, cuando llegué a la entrada del túnel, sentí una brusca agitación en el cuerpo. Temblaba por todas partes y sentía la cara ruborizada como si tuviera mucha fiebre. Me dolía toda la boca. Fui al baño y verifiqué que mis dientes habían aumentado de tamaño. Por otro lado, las mejillas se me habían chupado y casi no pude reconocer ese semblante viejo. Cuando llegué a la ciudad universitaria, tomé un taxi, como era costumbre, pero al momento de pagar, cuando el taxista me dio el cambio, le mordí la mano. Él se quedó sorprendido pero no dijo nada, y yo agarré mi maleta y me fui al hotel donde habitualmente pernoctaba. De regreso a Lisboa fui a buscarla. «Ya no vive aquí», me dijo una vecina suya parlanchina, «se fue a vivir a las afueras, donde la renta es más barata». Y luego agregó: «¡Es una persona enferma, sufre de licantorpía!». «Licantropía», la corregí. «¡Sí, ella tiene la manía de que es una loba!». También me contó que su vecina era una mujer muy reservada y que casi no hablaba con nadie. Al momento de su partida la encontró en la puerta del edificio y le dijo que se iba a las afueras. Y después, con respecto a la partida, también me contó: «Iba acompañada por un hombre de su edad. Y después entraron en un carro, uno muy lujoso…». Continué mi vida universitaria, pero ahora agitada por los sinsabores que provocan los ataques súbitos de compulsión incontrolable por morder personas. Durante ese mes todavía mordí el índice de un profesor de Química en el elevador, la mano izquierda de un recepcionista en el hotel cuando me entregaba un cambio, el hombro derecho de una librera que me vendió un libro de poesía y la oreja de una empleada de la lavandería 5 à Sec cuando se agachaba para ver una mancha en mi pantalón. El mes siguiente fue el turno de la mano izquierda de un supervisor de las vías, el brazo de una alumna cuando me mostraba una tarea, la muñeca de una bibliotecaria cuando me solicitaba una conferencia sobre «El pensamiento de Antero de Quental». Después, mi reputación ya figuraba en el plano inclinado de la vergüenza y la deshonra (en la ciudad ya me conocían en las zonas bajas como el «Profesor Comelón» y en las elites como el «Antropófago Que Todavía Da Clases»), cuando un día, al rebasar el túnel donde mi transformación tomaba lugar, todo cesó. Misteriosamente, como vino. Sin embargo, ya mi reputación estaba dañada. Los alumnos acabaron por abandonar mi clase y yo ya nunca regresé a aquella ciudad que, curiosamente, estaba atravesada por dos riberas caudalosas con agua cristalina que bajaba de la montaña pero que luego tomaba una coloración oxidada cuando surcaba zonas de fábricas con sus múltiples tintorerías. Curiosamente, también era una urbe visitada por los lobos que descendían de la montaña en los inviernos más rigurosos llenos de nieve.
Comencé a tratarme, después de haber sido expulsado de la enseñanza, con un psiquiatra que era también editor de libros. El tratamiento duró tres años, y cuando acabé, él me aconsejó cantar en un coro, pero yo preferí hacer un club de literatura para pordioseros. No fue difícil arreglar el club con una docena de lectores en la avenida Almirante Reis. La mayor parte era gente que se encontraba en la calle de un día para otro por motivos meramente superficiales. El club de lectura se volvió famoso cuando el presidente de la República nos vino a visitar un día en un edificio abandonado que nos había prestado una mujer mayor sin herederos. Y no nos quedamos sólo ahí, formamos una asociación e hicimos un centro cultural. Tuvimos apoyo de algunos organismos, pero fue el trabajo de muchos voluntarios lo que consiguió dejar el edificio hecho un encanto. En el primer piso funcionan la recepción y las inscripciones, en el segundo se juegan juegos de mesa como dominó, ajedrez, damas y canasta, en el tercero está la biblioteca, y ahí sigue el club de lectura; en el cuarto hay un dormitorio y algunas zonas privadas. Y después de un año, agregamos el nombre de nuestra benefactora a la casa que ahora recibe tanta gente: Centro Cultural Emília Cachopo.
Hoy, el exprofesor Ismael Lobo Xavier es el presidente vitalicio del Centro Cultural y es un hombre considerado y respetado por toda la gente, incluso por los editores de nuestra plaza, que le ofrecen libros.
Traducción del portugués de José Molina