Casi nadie se fija en mí. Las personas no me ven. Susurran hacia mí, «quinto piso», «catorce», y luego me olvidan. La invisibilidad es una cuestión de práctica, como tragar espadas. No hablo de tragar espadas al tanteo, amigo. Sé de qué hablo. Antes de ser botones trabajé cuarenta y cinco años en un circo. Aprendí a tragar espadas, fuego, trozos de vidrio, escorpiones, incluso alambre de púas. Con práctica, un hombre puede tragar cualquier cosa. Estaba preparándome para innovar el número, sería el primer artista en tragar armas de fuego y explosivos, granadas, cartuchos de dinamita, pistolas, tal vez ametralladoras, cuando me comencé a sentir mal, muy mal, fuertes dolores en la región epigástrica, náuseas violentas, y descubrí que tenía una úlcera en el estómago. Abandoné el circo.
Fue Hugo el Valiente, el domador de leones, quien me consiguió este empleo. Al principio me costó un poco. Verás, me habitué a la errancia, quiero decir, nosotros, la gente del circo, somos medio gitanos, errantes, como le gustaba decir al Asombroso Mandrake, el mago, un día estamos en una gran ciudad, en una metrópoli poderosa y agitada, y al día siguiente en ningún lugar. Yo nací en el circo. Mi madre era contorsionista, Emília, la Prodigiosa Mujer Cobra. Mi padre, el Alegre Naricilla, el payaso pobre. Cuando tenía nueve años, el Alegre Naricilla huyó con el Admirable Jean-Pierre, el funambulista, arrastrado por un amor loco, del que nadie sospechaba, y mi mamá nunca más se recuperó. Emília adelgazó mucho. Pasaba los días doblándose y contorsionándose, ejercitando nuevas posiciones. Se enredaba en sí misma a tal punto que después no conseguía desenrollarse sola, y necesitaba mi ayuda, y muchas veces me desesperé, y me vi tentado a cortar, con unas tijeras de jardinero, una rodilla por aquí, un codo por allá, para, finalmente, enderezarla. Se enderezaba, pero ya se sostenía mal en pie. Hace algunos años la llevé a una clínica. Le hicieron una serie de radiografías. El médico me llamó aparte. Me mostró una de las radiografías:
—¿Ya vio?
Recorrí la radiografía con las manos, inquieto:
—No, señor doctor, ¡no veo nada!
—Precisamente —respondió el médico—. No hay nada que ver. Su madre ya ni huesos tiene. Ni uno para la toma. Un único. Se fueron. Desaparecieron. Se trata de un caso extremo de osteoporosis.
¿Comprendes? Osteoporosis. Y la gente le llamaba talento.
En cuanto a mi padre, volví a verlo, pasados muchos años, en un circo miserable, en Afogados da Ingazeira, en el nordeste de Brasil. Por aquel entonces ya había perdido el Naricilla y todos le conocían apenas por El Payaso. Todos, en este caso, eran muy pocos. La calidad de un circo se mide por la extensión y el brillo de los nombres de los respectivos artistas. El último circo de mi padre contaba sólo con un payaso, él mismo, y con un funambulista, Pierre. Mi padre se presentaba también en la piel y huesos de Ulio, El Hombre Más Flaco del Mundo, un nuevo número, que me impresionó por la autenticidad. Pierre, por su parte, se desdoblaba en otros dos personajes: Tarzán, domador de camaleones, y Bruna, bailarina de tap. Cambiar los leones por los camaleones me pareció una opción arriesgada e inteligente, sobre todo por disminuir en mucho los costos de alimentación y transporte de los animales. Desafortunadamente, no parece haber público interesado en asistir a un espectáculo de camaleones, al menos en Afogados da Ingazeira. Las personas encuentran más emocionante ver a un hombre meter la cabeza dentro de la boca de un león que meter en la boca la cabeza de un camaleón. Yo, que me acostumbré a meter por mi boca todo tipo de objetos peligrosos, no pienso así.
Mi primera ocupación, aún niño, fue lavar a los elefantes. Tarea difícil, sobre todo porque los nuestros, eran tres, ya todos tenían más de medio siglo, y arrugas tan profundas que las escobas se perdían en ellas. Después pasé a asistente del Infalible Barba Roja, el lanzador de cuchillos, hasta el día en que me quedé sin la oreja derecha. Tragar espadas me parecía menos arriesgado. Fue el Asombroso Mandrake quien me enseñó el oficio y me dio mi nombre artístico: el Increíble Aladino.
El Asombroso Mandrake, pobrecillo, desapareció en plena actuación. Entró a una caja, montado en el Rarísimo Tigre Blanco, y nunca más lo vimos. Ni a él ni al tigre. Te imaginas el trabajo que daba pintar aquel tigre. Pensamos primero en un Elefante Blanco, pero no había fondos para la pintura. Eran dos cajas. Entraban en una y reaparecían en la otra. En esa ocasión, la Bellísima Pocahontas abrió la primera y nada. Abrió la segunda y nada. Destruimos las dos cajas a martillazos, y nada. Ni el Rarísimo Tigre Blanco, ni el Asombroso Mandrake. Desaparecieron para siempre. Una noche soñé con ellos. El Asombroso Mandrake montado en el Rarísimo Tigre Blanco, navegando a través de las estrellas. El Asombroso Mandrake se volteó hacia mí, sonrió, él era un señor de sonrisa radiante, y me dijo:
—Las estrellas son el último camino de los errantes.
Este elevador es ahora mi mundo. Al menos continúo en movimiento. No paro nunca. Soy un errante vertical. Corregí mi nombre a Ascêncio, el cual, atendiendo a su función, me parece más adecuado que Aladino, el Increíble. A veces, cuando estoy más pesimista, se me ocurre cambiarlo a Descêncio, pero mi amargura, gracias a Dios, es sombra que pronto se va.
La invisibilidad tiene ventajas. Escucho muchas conversaciones. Veo cosas extrañas. Estoy llegando a la conclusión de que el mundo, allá afuera, no es tan diferente de un circo. Hay payasos ricos y payasos pobres. Domadores de fieras, con látigos contra tigres vegetarianos, que rugen en playback para asustar a la turba, y son tan miedosos que hasta una cucaracha los asusta. Hay equilibristas y contorsionistas. Los que viven contra la pared y los que nunca tuvieron columna vertebral. Están los que aparecen conejos adentro de chisteras, y los que desaparecen los conejos y las chisteras, y todo el dinero de los justos.
El circo es el mundo condensado. Como leche condensada, ¿comprendes? Medio artificial, pero mucho más dulce. La gente aprende a reír. Aprende a reír para combatir el dolor.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos