En mi calle, y es Lisboa, hay una muchacha que extrañamente parece que desciende la calle como quien va por verdes prados, trabaja en la miscelánea pero ya no de aquellas que había antiguamente, cuando la muchacha era la hija de los dueños que, ellos sí, habían venido de una ruralidad cualquiera a Lisboa y, a veces, los hijos todavía respiraban un aire de otras maneras de sentir el viento (menos casas = menos calles). La miscelánea es paquistaní, como se dice ahora, se queda abierta de noche, vende todo más caro menos las cervezas. Sucede que mi calle todavía alberga habitantes de la antigüedad, señoras que difícilmente vuelven a subir al tercer piso sin elevador si por casualidad tienen que ir a la farmacia. Para situaciones como éstas contrató el paquistaní a esta muchacha carnosa de la que hablo, para llevar los mandados que los viejitos hacen por teléfono, solución inventada y anunciada en un cartón encajado en las frutas. Papas, latas de atún, fruta diversa, detergentes, allá va ella con una frescura como de quien va a la fuente a buscar agua o de quien va al río a lavar la ropa de los señores de una gran casa rural, muchacha sin cinismo en sus modos, adorable, con un color rústico en las mejillas, que son rosadas. Quería conocerla pero no puedo porque estoy aquí, por eso creé este personaje, José Pedro, haga de cuenta que vive aquí en la calle desde que nació, en la casa donde vivían sus padres, el padre ya murió y la madre está muy viejita, siempre en la sala con la cabeza metida en la televisión por medio de unos audífonos que le pusieron en las orejas. José Pedro es un ratón de biblioteca, a falta de una mejor imagen. Se queda leyendo en la biblioteca o va a casa y se adormece frente a la televisión con el sonido dirigido directamente a los oídos de la madre.
La madre de José Pedro existe realmente, es la señora doña Judite. Sólo inventé al hijo, ni siquiera sé si lo tiene o si vive con ella. Lo inventé para intentar llegar a la muchacha que hace las entregas. La señora doña Judite todavía sale mucho y hasta va con el paquistaní a hacer las compras porque no le gusta comprar por teléfono, todavía sube las escaleras pero con las bolsas de mandado, lo cual es peor. Por eso hace todas las compras, pero queda con la chica de llevarle después lo más pesado.
Cuando toca el timbre, la señora doña Judite no oye porque tiene los oídos enchufados y es José Pedro quien atiende. La muchacha sube las escaleras con dos bolsas pesadas y en la última parte José Pedro desciende escalón y medio para ayudarla con una de las bolsas. Le huele el cuello y le toca los dedos, en un momento relativamente difícil, cuando una persona no tiene intimidad con la otra y tiene que tomar la bolsa de las manos. Acaban de subir lo que falta y José Pedro conduce a la muchacha a la cocina y le dice, por aquí puede, ella posa la bolsa al lado del sitio donde José Pedro ya posó la otra y respira profundo, José Pedro también respira profundo y después se queda sin saber bien qué decir. Es que cada uno respira profundo por diferentes razones. Ella por estar cansada de haber subido las escaleras y él, que no está propiamente cansado —sólo descendió escalón y medio— respira profundo porque está sin saber lo que habrá de decir a continuación. Y no es sólo eso, es otra cosa, es no querer que ella se vaya enseguida, darse cuenta que ese momento se aproxima vertiginosamente y no saber lo que puede hacer para que ella se quede un poco más. O que se quede a merendar. O que pase la noche. O que se quede para siempre porque es encantadora, ella, y todavía más así colorada, respirando profundo después de la subida de las escaleras. Atención, que puede haber también en su respirar profundo una ansiedad cualquiera mezclada con cansancio, el hecho de notar la falta de voluntad de José Pedro, no saber tampoco muy bien cómo zafarse de aquella situación. ¿Pero cómo sería si ella se quedara? ¿Para qué? ¿De qué hablarían? ¿Qué harían?
Fue precisamente para saber eso que inventé a José Pedro. No puedo, por mi cuenta, llegar a esta muchacha extraordinaria porque estoy aquí ocupado escribiendo y en cuanto escribo no puedo llegar a nadie porque para eso tendría que parar de escribir. ¿Pero cómo puedo llegar a ella a través de este señor, por el cual, además, no nutro ninguna afinidad particular? Si fuera yo, sabría inmediatamente qué decirle para persuadirla. Más que qué decir, sabría qué hacer. Conmigo, si yo fuera José Pedro, ella ya no iría a trabajar al día siguiente. Y mi madre moriría en un instante y yo entregaría la casa al francés que habría comprado los otros pisos y que ambicionaba todo el edificio y con el dinero del negocio iríamos juntos a viajar por el mundo que no es redondo porque nunca regresa al mismo sitio.
¿Quiere un vaso de agua? Siéntese aquí, beba un vaso de agua.
Le agradezco mucho, doctor José Pedro, pero lo mejor es que me marche, mande besos a su señora madre.
Michael Taine está en una sala de operaciones en Massachusetts en medio de una intervención delicada y de repente el corazón para. El equipo médico está haciendo hasta lo imposible para traerlo de regreso con las técnicas y todos los recursos que tienen a disposición, pero termina por darse la muerte cerebral. Michael Taine muere. Entonces sale de sí mismo. Mirando para abajo ve su cuerpo con el equipo médico en torno. De repente los médicos consiguen reanimarlo y lo traen de vuelta. Michael Taine desciende y vuelve a coincidir con su cuerpo. You had a death experience, dice Paula, su mujer en la cabecera de la cama de su internado. No, that’s imposible, an experience is something you have when you’re alive. Being dead is the contrary of being alive, so you can only be dead after or before being alive. If you have an experience you are alive, not dead. A death experience is a linguistic impossibility. Paula se irritó y le dijo, I don’t buy that, good bye! Se levantó y se marchó. Pero al día siguiente regresó al cuarto y le pidió disculpas. Pero para ella Michael Taine se fue y regresó. Michael Taine le explicó que comenzó a tener la sensación de que se estaba separando. Comenzó a verse como si fuera otro. Después, cuando los médicos lo reanimaron, volvió otra vez para dentro. Michael, you were dead, otherwise the doctors wouldn’t be reanimating you, le dijo Paula cariñosamente.
Al francés sólo le faltaba el piso donde vivía José Pedro con su madre para poseer todo, las áreas comunes, las escaleras, el tejado, la claraboya, los canalillos y los azulejos de la fachada. En tanto no poseyera aquel piso, todas esas áreas comunes serían parte de esa entidad abstracta llamada condominio. El francés quería destruir el condominio pero no lo conseguía. Era José Pedro quien lo aseguraba, era José Pedro que mantenía la estructura del edificio en pie. Era José Pedro, en el fondo, quien impedía que el edificio fuera un imperio.
Meses después, ya Michael Taine volvería a su vida normal, comenzó a darse cuenta de que nunca llegó de vuelta a su cuerpo completamente, lo cual era extrañísimo, porque siendo el mundo redondo, el regreso a casa es la cosa más garantizada que podemos tener. Y como Paula siempre está diciendo que nuestro cuerpo es nuestra casa… Awkward. Un día se resbaló con una cáscara de plátano y, mientras caía, consiguió verse un poquito desde fuera al caer. Cuando se lo contó a Paula, ella le dijo: See, you are still a bit dead. A esa altura ellos no estaban muy bien uno con el otro. Paula se quejaba de que Michael estaba poco vivo y su relación un poco muerta, cosa que responsabilizaba al episodio del hospital. Para ella la solución pasaba por el reconocimiento de su esposo de que todavía no se había recuperado de haber muerto. Michael le respondió: No, I’m alive, when I was falling I was laughing all the way to the ground.
Pero de noche, alrededor de las cuatro de la mañana, José Pedro despertaba y no conseguía volverse a dormir. No se le salía de la cabeza: Consigo hacerla que suba las escaleras pero no consigo impedir que las vuelva a bajar. Y se quedaba despierto durante un buen rato.
Traducción del portugués de José Molina