Vine a Comala porque me dijeron que acá
vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí
que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Juan Rulfo
Me decidí a ponerme en camino de Santa María en busca de mi padre. Nunca tuve intención ni ganas de conocerlo y tampoco de cargar con el peso de su sombra detrás de la mía. Sabía por boca de mi madre que se había amancebado con una viuda amparada por bienes heredados de familia, en esa tierra de exilio voluntario que yo, recelando de llegar a cruzarme con él, nunca llegué a visitar. La dejó atrás, sola, conmigo en los brazos, para ir a vivir con esa mujer nativa de la única isla que queda al sur de la nuestra. No pretendí, claro está, confrontarme con Santa María al punto de no viajar hasta allá; ni propiamente rebelarme contra ese hombre, a pesar de mi desprecio por todo cuanto me evocara su existencia. Desde que se desprendió de la vida de mi madre y de nuestra casa, no volvió más al punto de donde partió, ingrato. No invocó un simple motivo, nunca nos dio ninguna explicación. Tampoco recordó ninguno de mis aniversarios, ni mandar a preguntar a alguien cómo iba en la escuela, ni enviarme alguna prenda, por modesta que fuera, en ocasión de una de esas fiestas familiares en las que sólo los niños creen. Al menos para saber si estaba vivo y saludable el único ser de este mundo que podía llamarle papá y decirse hijo suyo. ¡Aunque fuera sólo por eso!
Es por lo tanto natural que dejara caer lo poco que sabía de su historia. Sin un nombre ni una imagen suya, acabé por olvidar su existencia. Me limité a tomar partido por mi madre, dándole siempre razón en todo y en alguna otra cosa más. Hasta en eso denotaba mi desinterés por ese hombre cuyo rostro yo mal descifraba entre las brumas de mi mente infantil, y que me habitué a no mencionar a lo largo de toda la vida. A quien me preguntara por él, respondía de inmediato que murió tres meses antes de mi nacimiento, de modo que no había llegado a conocerlo. Su figura cayó dentro de mí del mismo modo que abaten las hojas de los árboles en el cambio a la próxima estación. Dan vueltas por el suelo afuera, moribundas formas vegetales, primero amarillean, luego se secan, marchitas y dobladas sobre sí, hasta que las lleve el viento hacia la mitad del campo y las arrastre un torrente a la boca de un desagüe. También como hojas muertas se desprendieron de mí la inocencia, la memoria, la pálida imagen de un rostro que vi por única vez, sin curiosidad ni emoción, en una foto huidiza en la mano de mi madre. Fue así que se deshizo en mí la idea de un padre.
Aquello que recuerdo —y nunca pude olvidar— se resume en el calor de su mano envolviendo la mía. La mano grande del padre segregaba un sudor bueno que se me infiltraba en los poros, tan caliente como memorable. Debía poseer más sangre, tal vez más sol que mi manita de cuatro años malhechos. La infancia se transformó en su ausencia y en la desolación materna para toda la vida. Mi pasado no fue más allá de una invención verdadera que me compensó de algunas pérdidas y de las peores soledades familiares.
Mi madre pudo muy bien haberle perdonado el mal que nos hizo. Fui yo el que no olvidó el abandono al que me consagró en tan verdes años. No se trató únicamente de una evasión, ni tan sólo de su fuga de una familia a otra. El problema es que mi padre traicionó nuestra casa. Traicionar una casa significa optar por una morada peor que la anterior y criar otra idea de familia. Llevando nuestro pasado consigo, nos dio por inexistentes y sin historia. No debe existir peor mentira que fraguar la inexistencia de las personas que nos pertenecen. Nadie sueña una vida presente y otra futura si ya nos fue robado el pasado. Una falsa inexistencia como la nuestra ahí en su cabeza, no fue más que su arte de borrar rostros de un retrato o excluir nombres de un registro y de un testamento de familia. Anula lo que fuimos y vivimos con los otros. Nos quita la posesión de un mundo, y también nuestra pertenencia a él, borra el lugar común de aquello que se vive bajo un techo, entre las mismas paredes de una casa.
Todo por causa de esa mujer que no llegué a conocer. Consta que sería más vieja, más fea, menos enamorada de él que mi pobre madre, que se desgastó por dentro amándolo en la distancia y en la ausencia de la espera por su regreso a casa. Sin embargo, jamás me dio a entender su dolor por actos o por palabras. Al contrario, siempre mostró un espíritu de tolerancia en mi educación y en la idea de familia, ciertamente con la intuición de mantener en mí la luz, la imagen de una buena opinión acerca de él, mi padre. Pero había una nube oscureciendo la suavidad y el brillo de esos ojos maternos, color de oro antiguo, dulces como ningunos y que nunca dejarían de parecer tristes. Mientras vivimos juntos, fui la alegría de su rostro y corazón. Fue por mí que ella siguió creyendo en la belleza y en la humanidad del mundo. Y repitiéndome, incontables veces, que valía la pena vivirlo, cada uno por su lado, hasta el final de nuestras vidas, que es también cuando el mundo se acaba.
Murió lentamente, como la llama de una vela al extinguirse y apagarse poco a poco. Partió en silencio, sin dolores ni grandes angustias, revolviendo los ojos por el cuarto en mi búsqueda porque quería morir mirándome, de dientes apretados y boca cerrada, sin decir lo que le iba en gana. Percibí, sin embargo, que me transmitían una orden o un ultimátum. Ellos, los ojos, eran la prueba final de que aún se puede morir de amor y con verdad, a la usanza de los románticos. Moría tanto por mi padre como por mí. Fue ése el mensaje de su despedida: pagar el amor con el precio de la propia vida. Sin nunca dejar de observarme, los ojos me pedían que fuera en la búsqueda de él, mi padre, a Santa María y le diese a entender la certeza eterna de su amor. Y que regresara de prisa, a tiempo de decirle si aún vivía, cómo estaba de salud, si todo quedaba perdonado entre los dos —no fuera a darse el caso de estar también en el umbral de la muerte, en el desamparo de toda la gente, con recelo o vergüenza de regresar. Le diría entonces que regresara por los caminos del amor y del perdón. Él llegando, abriendo a hurtadillas la puerta de una casa que una vez le perteneciera, diciéndonos con su voz de hombre, de profeta acabado de regresar del desierto:
—Aquí estoy, regresé.
De vuelta a casa, devolvería una presencia a la vida y a la muerte de mi madre. Está visto que nada de eso sucedió, todo se fue nuevamente postergando entre él y yo, y ella acabó de morirse, querida madre, sin que yo me decidiera a cumplirle la última voluntad. Me dejó este remordimiento familiar, que tal vez ni llegue a serlo; un mandado que su niño no llevaría a cabo en tiempo y formas, ni lo cumpliría como un deber de hijo, lo que me pesaría siempre en la conciencia.
Y así me resolví a embarcar hacia Santa María.
Íbamos dos seres reducidos a sólo uno, dobles uno de otro. Uno de ellos más resentido que apaciguado; el otro, movido por el orgullo y la gratitud de los ojos dorados de su madre, al hacerle la promesa de encaminarse en busca del padre. Sabría si pertenecía al conteo de los vivos, qué tipo de memoria conservaba él de nuestra casa, si aún mantenía algún amor por ella y por mí, su hijo. Allá iba yo en un estado de espíritu acalorado, a arder de indignación por dentro, pero aparentando calma y hasta una bien disfrazada indiferencia exterior. A final de cuentas, ese hombre no pasaba de una mano caliente sobre la mía, de una voz erguida encima del fragor de otras voces que me hablaban y yo no entendía. Dejó de ser mi padre. Se convirtió en un extraño sin nombre ni cualidades: nunca me sirvió para nada, perdió toda la razón de ser en mi condición de hijo para toda la vida.
*
Al cabo de seis horas de viaje a través de un mar agitado por un norte, el barco se dirigió al puerto de Santa María. Apenas atracamos, y tras haber izado la escalera hasta el puente, para el desembarque, bajé y fui corriendo por allí abajo, tambaleándome, alucinado, tan deseoso de tierra como de apurar mi misión en la isla. Una bandada de charranes cruzó el cielo encima de mí, en busca del horizonte. Las primeras casas de la villa se colocaban arriba sobre la grande, corriendo después en línea al interior de la isla. Embocados sobre la muralla, los cañones del fuerte apuntaban a corsarios y piratas imaginarios de alta mar que por ventura osasen acercarse a la costa. Vi la ermita, la calle central con sus casas alineadas, otras que se anidaban alrededor de la catedral, de un antiguo convento, de edificios blancos con adornos de basalto en la fachada, de solares con banderas desplegadas por haberlos convertido en servicios públicos. Vi media docena de hombres a la puerta de un restaurante, mirando, vigilantes de quién llegara y de quién partiría de la isla en el barco ahora atracado, descargando. Pocas mujeres en la calle. Tampoco sería propiamente hora de niños, porque no los vi. Viejos sentados en los umbrales de las puertas, sí. Una que otra señora en la ventana. Todos los ojos me parecieron entregados a pensamientos tranquilos. A medida que la subía, admiré la extraña belleza de la isla: la orla marítima amarillenta por la arena de los desiertos africanos que la calima traía hasta ahí, según leyendas que me habían contado; el verde de las tierras protegidas por vallas, colinas, cercas de carrizales, cuyas cabezas surgían a veces coronadas por las casitas blancas y con rayas azules de Santa María; y la exuberancia de la naturaleza allá afuera, hasta la altura nublada de las montañas.
Era momento de internarse, tocar de puerta en puerta y preguntar por mi padre. ¿Pero cómo, si hasta su nombre había olvidado, por más que mi madre me lo hubiese repetido a lo largo de los años, pidiéndome que nunca se me esfumara de la memoria? No existe peor ofensa, subrayaba ella, que la de un hijo que olvida cómo se llama su propio padre. Sí, de hecho, yo debí haber tenido el cuidado de anotarlo en mi agenda, donde guardo todo lo que debe permanecer a mano para recordarse. ¿Qué me queda? Recorrer las calles, sacudir los rincones y laberintos de la villa, buscarlo en cada rostro de hombre sentado, en alguno de entre todos ellos que se expusiera a la frescura de la tarde, fumando, de ojos melancólicos, sentado en una esquina, jugando cartas con los amigos en un jardín, bebiendo en la mesa concurrida de una taberna. Lo peor sería si él ya no vive en la villa; si, por azares de la vida, tuvo que mudarse para uno de los poblados de alrededor, como Santo Espírito, Malbusca, Maia o San Lorenzo, donde las siete olas del mar, dicen por ahí, extienden los brazos hacia la tierra revolviéndose con la arena de la playa.
Debía cruzar toda la isla, contar a toda la gente lo poco que sabía de la historia de él y de la mía, con la esperanza de que les importase en esta odisea paterna: identificarlo en su mundo, escuchar lo que me faltara saber acerca de su persona, invocar un nombre que fuera el suyo, y que fuera ese nombre el que me llevara a la presencia de mi padre.
Prepárense ahora para leer lo peor de esta historia.
Nada de esto es sólo literatura y sí una verdad sin paralelo en las glorias y miserias del mundo, en las cuales hasta a mí me cuesta creer. Fui a dar con un animal humano, un hombre viejo, un andrajo, con barba y cabello largamente desgreñado por el viento, por la sal invisible que nada en el aire, por la arena voladora, y la piel del rostro surcada por arrugas quemadas y marcas oscuras. Sentado en una piedra de molino quebrada, un palmo arriba del suelo, se guarecía entre muros, a la entrada de unas tierras baldías. A su lado, lo que parecía ser un caballón: el colchón mugriento, con el cojín desparramado a la vista, la manta de dormir retorcida a un lado, trastes por lavar, un habitáculo a cielo abierto. Me impresiona siempre que me sean deparadas creaturas así, tan al margen del género humano, sin el perdón de la vida ni la gracia del mundo. Me queda la conciencia presa en una mezcla de rechazo e incredulidad, ante mi obligación de exigir justicia, encontrar solución para la tragedia o limitarme a seguir adelante, la cabeza baja, sordo a otro pedido de socorro. Como si fuese posible doblar la conciencia y esconderla debajo del sobaco. Mi parte en la cobardía de los que se llaman humanos. Me reduce al sentimiento de los que saben estar mal consigo y con los otros. Quise salir a toda prisa de ahí, sin mirar atrás.
Se dio entonces lo que estaba lejos de esperar que me sucediera en Santa María. Los ojos de él. Los ojos, los ojos. Cayeron sobre mí, se abrieron en un espanto, presos a los míos, y los míos a los suyos, por un poder magnético, grave y superior. Acabábamos de descubrir algo de primigenio y sanguíneo entre nosotros. El viejo se incorporó trabajosamente para quedar a mi altura. Sentí que todo me aturdía adentro de la cabeza. Atónito ante la visión súbita e ignorada de mi padre. Los ojos eran ovalados y de un negro fuerte como los míos, aunque mucho más desgastados, y también con una nube remota atravesando su condición de hombre condenado a la vida. Ambos quedamos a las cuentas con el bochorno, ante la sorpresa de tener una sola y misma imagen. Uno de nosotros traía el pasado del otro; y éste el futuro del más joven. Comparé los trazos de los rostros, para asegurarme de nuestro parecido recíproco. El único problema residía en el cabello y en la barba, tan hirsutos como incomprensibles a mis ojos. No se veían las orejas, las mejillas, el mentón completamente barbado, la media luna de la cabeza, en que le sudaban cabellos revueltos. Sólo los ojos. Pese al mal estado, los dientes mantenían la forma y la moldura de los míos. Los labios finos, la nariz discreta y recta, los arcos de las sienes, el cráneo, las cejas: idénticas en uno y otro, descontando los estragos del rostro, la piel arañada por arrugas y la diferencia de edades.
Así que lo tenía en mi frente, mirando, sólo mirando, sin decir nada. Algo se removió en mi interior aunque sin un atisbo de alegría. La idea se repetía en mi cabeza: él era yo de aquí a muchos años; y yo debía recordarle la figura que tuviera en el tiempo en que se considerara un hombre feliz. No resistí a mostrarme todo al examen de su memoria familiar. Abrí los brazos, lo alenté a verme de arriba abajo. Ninguna hipótesis de ofrecerle el cuerpo para que me abrazase. Los ojos, los ojos. Aún y siempre. Se dilataron bajo la fuerza de una indignación que me pareció lista para explotar. Tanto podían repudiarme y lanzar sobre mí su maldición, como ceder a la prueba de la verdad que yo acababa de anunciarle. Di unos pasos al frente. Levanté mi voz de trueno autoritario, como si me le proclamara y lo intimase a escucharme:
—Tal vez tú seas mi padre. Y, tal vez, yo sea hijo tuyo.
Jamás olvidaré el modo en que reaccionó a mis palabras. Se estremeció de arriba abajo, como si acabara de acusarlo de haber cometido un delito. Lo vi bajar los ojos, meditar durante breves segundos, con los ojos cerrados, rascarse la nuca y el cuello, esforzándose quizás en no zozobrar ante la emoción del momento. Debía ponderar un modo cualquiera de ocultarme su vergüenza. Le di tiempo de decidirse a hablar. Justo después comenzó a ceder, a quebrarse por dentro. Le desfallecieron mansamente los brazos. El cuerpo sucumbió al frente, bajo la carga de la calvicie, doblado por los riñones. Como un animal al retirarse a su madriguera, volvió a sentarse en la piedra de molino quebrada. Resignado, se veía que buscaba qué hacer con el sufrimiento, en un vagar arrastrado, con la lentitud de la edad. Su figura se resumía en un cuerpo huesudo, frágil, de hombros escurridos, ya desertores. Su delgadez quizás excesiva y mi porte de hombre hecho constituían la mayor diferencia de todo lo que pudiera existir entre nosotros. Cada mendigo vive sentado en su piedra. La de mi padre le subía por dentro, le penetró en la dureza oscura de los ojos, quién sabe si también en la cabeza y en el corazón. Algo en mí repudiaba una cierta decadencia, nacida de un abandono deliberado, en su rendición a nada y a nadie. Deploraba la miseria culpable de ese hombre cuya paternidad volvía a ofenderme, ahora más que nunca. La otra parte de mí se llenaba de dolor, negligente por la amargura de un hombre que perdiera el juego de la vida. Mi dolor de hijo brotaba como la flor de los males que yo sospechaba que había vivido durante años, a manos de su viuda rica de Santa María.
Le dije a lo que venía y por encargo de quién: mi madre desde siempre mía, antes y después de muerta. Conmigo venía un secreto: el pedido de una confesión para el descanso final de su alma. Que él aceptara venir conmigo, de vuelta al principio de nuestra historia, si era que por ventura tuvo una vez algún amor por ella. Comenzaríamos por sentarnos los dos, padre e hijo, a la mesa a comer. Un padre y un hijo deben comer juntos, sentados a la misma mesa, al menos una vez en la vida, le dije con la esperanza de convencerlo para seguirme. Ni me respondió. En cuclillas desde su piedra de mendigo, curvó aún más la cabeza y los hombros, para anticiparme su respuesta a lo que vine a hacer: volver a entrar en la persona y en la existencia de él, hablarle del largo adiós de la mujer, de su muerte difícil, del amor vivo y eterno de mi madre durante una vida de espera sin esperanza por él. Podía ser que mi padre aceptara bañarse, que alguien de aquel lugar le hiciera un corte decente de barba y cabello, que se permitiera vestir una ropita comprada por mí. Hasta me volví un poco erudito: le dije que viniera para intentar recuperar nuestra primera y única humanidad. Se imponía, pues, que dejase Santa María de una vez por todas y regresase conmigo a nuestra casa de la isla de mi madre, la de San Miguel, en este mismo archipiélago de las Azores.
—Oh, viejo, ¿qué hiciste con tu vida? —le pregunté a bocajarro, para no permitir que se enfureciera conmigo luego—. ¿Cómo te llamas, viejo? ¿Qué males te acabaron en Santa María? Anda, párate de ahí, camina conmigo: yo soy tu hijo, tú eres mi padre. Vine por una historia que nunca me contaste.
Se recuperó completamente, bravo como el mar, pareció acusar el golpe de mi sorpresa. La respiración se le volvió pesada, como si padeciera asma. El pecho se le agitó en un vaivén de jadeos y pausas para recuperar el aliento. Hasta el rostro estaba contrayéndose, con la ira presa en la garganta. Le dio un golpe de cólera, una furia ciega. Después, tal vez por conocer sus excesos, reconsideró la actitud. Lo vi enfriarse y serenarse de vuelta a la normalidad. Esperé una señal, un airecito de resignación, o que entonces se pusiera a gritar conmigo, contra mi idea de llevarlo de regreso a casa. La voz me provocó un escalofrío, no sé si lúgubre, la voz, apenas infeliz. De nuevo sin delicadeza ni ceremonia, probando que no pasaba de un mal genio, me gritó que me fuera por el mismo camino que me trajo y lo dejara en paz. Que por nada de este mundo y del otro revelara a mi madre (estuviera viva o muerta) que lo encontré así, más pobre que la pobreza, un viejo tonto e inmundo, apartado del corazón humano, de todas las islas, de los países sin nombre y de los continentes del mundo. ¡Sólo el diablo de la muerte parecía no querer nada con él!
—¡Ya basta cuánto me pesa haberlos ofendido! Pero pagué mis culpas como si fueran deudas.
Sobre todo, subrayó aún, que yo a nadie dijese, allá en la isla de donde venía, que él había muerto como los muertos vivos, hacía mucho tiempo, demasiado tal vez, tanto como era posible e imaginable la eternidad de un hombre aniquilado por la vida; y nada de divulgar por ahí que lo había encontrado solo y en ese estado; ni que lo había visto con mis ojos, tan profundamente muerto, póstumo a cualquier petición o idea de vida, un muerto vivo al cien por ciento en la isla de Santa María —una tierra de exilio voluntario que nunca quise conocer ni visitar.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos