Eran enormes las mariposas negras. Aterciopeladas, una impresión de polen en los dedos recelosos. Estaban para juzgarme, y dominaban la habitación. Horas negras debatiéndose dentro de mí. Herían, con las alas, recuerdos de infancia. No era la sangre que sabía lo que en el fondo de mí iba coagulando. Endurecía eso de que yo no me atrevía a develar la naturaleza. Endurecía. Y todo a mi alrededor era diferente. Doloroso era pensar que hubiera cavernas donde todo se fuese humedeciendo, donde los minutos se durmieran como murciélagos. En ese tiempo, no obstante, aún no sabía que el musgo crecía sobre las cosas dormidas. No sabía que todo envejece. Creía que las horas negras sólo tenían la misión de juzgarme. No la de revelarme el sentido de palabras que había considerado enterradas para siempre. Palabras que me traspasaban y daban otro peso a mi sombra. El peso de las cosas que, desde el origen, en los mismos lugares nos interrogan y no se cansan de dejarnos perplejos.
Las mariposas negras. Cuando la fiebre me desfiguraba, llegaban para enjugarme la frente, pesadas de piedad. La arena les caía de un ojo a otro, marcando el tiempo de mi dolor. En los rincones de donde partían yo sentía que alguna cosa faltaba. Ya me había acostumbrado a que me amedrentasen desde lejos, a que controlaran una respiración que cada vez se hacía más difícil. Por eso me indignaba el bienestar que recibía de sus patas aterciopeladas, sobre la frente, para enjugar mi miedo.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo