En las noches inusualmente calientes, cuando las puertas de vidrio quedaban abiertas al bosque y ni una discreta brisa hacía estremecer la blancura diáfana de la cortina, yo recibía de mi madre la autorización para acostarme más tarde, quizás a la misma hora que los adultos. Eran momentos excepcionales, que debían ser vividos como tal; a mí me llegaba a parecer que el día no se retiraría por completo, se llevaría consigo la luz, pero nos dejaría, tal vez a propósito, el calor con el que nos habíamos embriagado las últimas horas. Había un vago ritual de fiesta pagana, como pensé más tarde, en esas noches raras, aunque predominantes en mi memoria. Sin duda, nunca conseguiré decir cuántas horas pasaron, pero, en el transcurso de los veranos de mi infancia, son las que mejor recuerdo; quizás por su diferencia o su singularidad, hayan, por contraste, producido un efecto de amalgamar las restantes, como si éstas fueran el resultado de una gris producción en serie y aquéllas vinieran de las manos simultáneamente delicadas y laboriosas de un artista. Eran las manos de mi madre que adornaban esas noches, aunque la presencia habitual de Isabel en nuestra casa (sus padres venían a jugar canasta con los míos) fuera motivo, para mí, de un incontenible entusiasmo; el hecho de que ella estuviera ahí con nosotros —y que, en consecuencia, tampoco hubiera que acostarse tan temprano como de costumbre— era el pretexto ideal para reivindicar frente a mi madre el derecho de no subir las escaleras sino cuando todos hubieran finalmente decidido dormir. Isabel era apenas dos años más grande que yo, que andaría por entonces, en las primeras noches que recuerdo, por los cuatro o cinco años, pero esa diferencia me parecía enorme, o, por lo menos, responsable de la presencia de una madurez o fuerza que la hacía asemejarse a los adultos en la capacidad de tomar decisiones, sin, sin embargo, dejar de estar cercana a mí y participar en los juegos fantasiosos con los que yo iba llenando mi mundo. Había, de cierto modo, un mundo nuestro, mío y de ella, que los adultos condescendían a aceptar sin parecer preocuparse demasiado por ello. A Isabel le tocaba, por así decirlo, establecer el puente con ellos, en la medida en que se responsabilizaba por mí y aparentaba ser capaz de dirigir y controlar nuestros juegos. Paralelo a ése —pero sin que ninguno de los dos, en algún momento, me hubiera parecido superficial—, estaba el puente que mi madre abría hacia nosotros, y especialmente conmigo, muy evidente en aquellos momentos en que interrumpía la canasta, o el juego era interrumpido porque uno de los participantes subía al baño o iba a reabastecerse a la cocina, y venía a sentarse a nuestro lado, para, con una delicadeza y una ternura que la volvían, de repente, mucho más joven, casi de nuestra edad, mover uno de nuestros juguetes o hacer alguna observación más propia de nuestra lectura infantil del mundo que del mirar desencantado de una fatigada jugadora de canasta. Sentados, Isabel y yo, en una manta de colores entretejidos, dispuesta ahí para nuestros juegos (años más tarde, cuando tal uso se le agotara, habría de descubrir esa manta preciosamente guardada en un armario, en la paciente espera de un llamado para nuevas funciones), comenzamos por acoger las intervenciones de mi madre con una sorpresa natural —sin embargo, de mi parte, también con la evidente alegría de poder tenerla más cerca de mí—, para después habituarnos a ellas. Si hago un esfuerzo, no obstante, para recordar a mi amiga en esos momentos, tengo la difusa impresión de que su entusiasmo se atenuaba un poco, de que casi no hablaba mientras mi madre permanecía con nosotros, o de que lo hacía con aquel tono moderado y obediente que usaba delante de los adultos, muy distinto a la voz de mando que le conocía cuando nadie más estaba cerca. ¿Alda, vienes a jugar o no?, atajaba mi padre, casi siempre en el tono neutro de quien no ignora que cumple una etapa obligatoria, aunque le parezca tediosa o hasta absurda, para conseguir lo que pretende, raras veces con impaciencia, tal vez porque el juego le saliera mal, estuviera cansado o se sintiera olvidado por la mujer. Yo veía entonces a mi madre levantarse y apartarse de nosotros, después de darnos una sonrisa que podría leerse como un pedido de disculpas o una despedida (de la cual yo me creía el único verdadero destinatario, aunque le correspondía también a Isabel acogerla apenas por conveniencia o delicadeza), atravesando la luz del candelero que nos separaba de la mesa de juego como si entrara en una nueva dimensión, donde me era posible aún contemplarla, pero donde ella dejaba irremediablemente de avistarme, y tal vez de pensar en mí.
Nunca se me ocurrió, en aquel momento, que una imagen así, tan dolorosa para el niño que era, habría de reaparecer años más tarde, más de cuarenta años después, y entonces con el carácter verdaderamente irremediable que, en aquellos lejanos años, yo sabía que era más un temor que una hipótesis seria. En los veranos de mi infancia, especialmente en los primeros que recuerdo, bastaban el sol o el calor para apartar los fantasmas segregados por la inquietud. Si la noche me atormentaba con una de esas pesadillas que tan regularmente me visitaban (el sonido amplificado hasta la distorsión de un papel al arrugarse era uno de los tópicos frecuentes, al punto que todavía hoy me sobresalto cuando alguien, por equivocarse en lo que pretendía escribir o considerar inútil lo que entretanto registró, aprieta despacio, como quien recoge sobre algo diferente de lo que hace, una o más hojas), en algunas ocasiones haciéndome gritar despavorido, y recibía el auxilio de mi madre, que me respondía y entraba invariablemente en el cuarto, para sentarse en la cama o al costado de ella y, con su sola presencia, inducir el alejamiento o la extinción de todos los sonidos amenazadores, si en la noche, como dije, hacía descender sobre mí todo el miedo del mundo, la mañana me causaba la impresión de, algunas horas antes, haberme comportado de un modo ridículo cada vez menos propio para un chico que estaba creciendo a quien no se cansaban de recordar que los miedos nocturnos eran disparatados o hasta embarazosos. También así me parecían, o yo admitía que fueran, al abrir las cortinas y la ventana del cuarto, al salir al balcón, aún a la sombra (estaba orientada al poniente), y respirar el olor de los pinos, en ocasiones también el del mar (según la dirección del viento), que no se avistaba desde ahí, pero podía escucharse en los últimos días del verano, cuando las olas se agigantaban y las calles quedaban casi desiertas. Esos momentos, sin embargo, no apartaban de mí toda la inquietud de la víspera, porque, al despertar, descubriría que mi madre ya no estaba conmigo, y esto significaba que ella me dejaba solo cuando me adormecía, tal vez justo después de que me juzgara encerrado en el sueño, sin haber esperado siquiera para saber si éste era profundo y tranquilo o leve y perturbado; mi madre me dejaba a merced de las pesadillas, lo hizo una vez y habría de hacerlo siempre que fuera a mi cuarto, al principio o en medio de la noche, por causa de mis gritos o por cualquier otra razón. Yo no podía confiar en mi madre, pensaba entonces, pues no era el hecho de saber que ella aparecería cuando yo necesitara ayuda que apartaba de mí la idea de que también desaparecería luego de que me viera más calmado. En cierto modo, era como si ella sólo pretendiera confirmar que yo me tranquilizaría para tener la certeza de que no la incomodaría más. Bien, apenas esa idea se me pasaba, en especial cuando aún era de noche y yo despertaba, o no llegaba a adormecerme y sólo lo fingía (ocurría, a veces se notaba en mi madre lo que me parecían ser señales de impaciencia), deseaba entonces liberarme gritando y llamarla con la voz más desesperada que fuera capaz de simular; no lo hacía, sin embargo, no me atrevía a ello, o me ponía tan triste y desanimado que me limitaba a llorar bajito, a mojar la almohada con la convicción de que no podía confiar en nadie y estaba verdaderamente solo en el mundo. Pasado algún tiempo, empero, sin que los fantasmas que habitaban las sombras hubieran regresado a incomodarme (cuando mi desaliento aumentaba, disminuía el miedo, casi hasta el punto de desaparecer), yo armaba, poco a poco, una teoría que me salvaba de la caída irremediable al vacío: la responsabilidad por el comportamiento esquivo de mi madre se debía exclusivamente a mi padre. Era ésta la idea que yo necesitaba creer para respirar de nuevo, para que las lágrimas se secaran, pues todo lo que quería era liberar a mi madre de esa culpa destructiva que la apartaba de mí sin remedio. Al encarar con convicción, en la sombra nocturna del cuarto (de día la historia era diferente), la memoria del rostro de mi padre como el de un perpetrador de la infelicidad ajena, un rostro ríspido y severo (una elaboración sobre cuyo carácter artificial no quiso entonces interrogarme, tal vez sabiendo que se volvería evidente en cuanto admitiera su existencia), implacable en la exigencia de sacrificios de los que lo rodeaban, luego la alegría me tocaba de nuevo, aunque con timidez, con miedo de volver a ser expulsada y no encontrar fuerzas para otro regreso. Pero me bastaba ese principio de recuperación del encantamiento para creer que, al día siguiente, mi madre me recogería con su sonrisa más luminosa y que yo, en consecuencia, me sentiría de nuevo apto para usufructuar la belleza del mundo.
Para mí, esa época, una buena parte de la belleza del mudo se concentraba en Isabel y, naturalmente, en nuestros juegos compartidos. Casi nunca me daba cuenta, sin embargo, de que esa belleza se sustentaba también en la presencia a distancia de mi madre, en la certeza de que ella, sin llegar a demostrarlo, no estaba tan lejos y velaba por mí; yo creía, sin pensar en ello, que ejercía una protección tan eficaz que nada podría sucederme, y esa vigilancia era tan natural como ver surgir el sol cada mañana y desaparecer al final de la tarde. Ahora que poseo la exacta conciencia de esto, casi lamento no haber buscado a mi madre con la mirada, no haber abandonado los juegos que nos ocuparon, a Isabel y a mí, y partir a su encuentro, para de nuevo avistar que, más que cualquier otra persona, representaba una garantía de mi sonrisa, pero también sé que la conciencia de la importancia de lo que nos sucede llega siempre tarde, o mejor, sólo se alcanza cuando el tiempo interpone entre ese acontecimiento y nuestra percepción un intervalo que garantiza la pérdida irremediable del primero, por lo que cualquier lamento, a pesar de la ingenua, buena, intención que pueda contener, será siempre terriblemente inútil, o hasta hipócritamente falso. La niña del cabello hasta los hombros (una imagen preservada en las fotografías de la época, que mi memoria falseó, alargándola hasta lograr una exuberancia de contornos imprecisos, que era una de las razones de mi fascinación) me atraía como una prohibición, aunque no lo fuera, pues sus padres eran amigos de los míos y aparentaban ver con agrado que jugáramos juntos. Yo pensaba mucho en ella durante el invierno, aunque entonces casi nunca estuviéramos juntos, ni nos viéramos; nuestros caminos habituales no se cruzaban, a pesar de vivir en la misma ciudad, y necesitábamos de las vacaciones estivales para reencontrarnos, como dos enamorados que siempre habían estado conscientes de que volverían a encontrarse en breve y, precisamente por eso, habían creado una expectativa sorprendentemente tranquila de ese momento futuro. Pese a ello, el nombre de Isabel me sonaba de un encanto mayor a medida que se aproximaba la fecha de partida de las vacaciones, ese día era, para mí, el verdadero inicio del verano, importándome poco si ya estaba haciendo mucho calor o si, al contrario, aún se pronosticaba a continuación un cielo nublado y temperaturas bajas. El verano bien podía entonces enmascararse de mañanas con neblina o de tardes encapuchadas, que, incluso sin que me agradaran tanto como los días calurosos, estaban lejos de impedirme la alegría tan natural de aquella época. Por lo demás, bastaba que no lloviera ni hiciera frío, o demasiada humedad para que uno de los juegos que más recuerdo pudiera ser puesto en práctica: consistía en que montáramos una especie de tienda en el terreno entre nuestras casas, quizás más cerca de la mía, pues era mi madre la que se mostraba más dispuesta a echarnos un ojo. Usábamos frazadas viejas que Isabel, con mi ayuda, traía de su casa, y las colgábamos de los pinos o las sosteníamos en trabes de madera vieja que el padre de ella guardaba en un cobertizo, y que nosotros, al deshacer la tienda por la mañana, volvíamos a acomodar cuidadosamente en el mismo sitio, con la esperanza de que él nunca pensara en deshacerse de tan inestimable tesoro. No sé quién tuvo la idea, o si su hallazgo se habrá debido al dulce tedio de un caluroso día estival, me acuerdo tan sólo de que construimos la tienda con el empeño de quien levanta una casa, la casa donde de ahora en adelante habitaría, y de abrigarnos ahí con la sensación (al menos yo la tenía) de que habíamos encontrado un espacio en el que nadie más tenía derecho a entrar. Pasábamos así días sucesivos, sobre todo tardes, de las cuales me quedó apenas la memoria de pequeños incidentes extraordinarios, como si, junto a la imagen de los adultos, también nosotros construyésemos vida cotidiana en aquella casa improvisada, un día a día hecho de repeticiones, de recomienzos, al que nos iríamos apegando, pero que, por esa misma razón, se diluía en la espesura de los huecos del tiempo.
Hubo una tarde en que el perro de uno de los vecinos, un pastor alemán de grandes manchas negras y cafés, armoniosamente equilibradas sobre un fondo blanco, vino a espiarnos en aquel refugio seguramente tan inusitado para sí (con el agravante de que en él se escondían dos criaturas que acostumbraban dedicarle apapachos y juegos), casi destruyéndolo; no nos desagradó mucho que lo hiciera, rápidamente nuestra imaginación lo transformó en una especie de monstruo legendario, un perro gigante o un lobo feroz suelto en un páramo, que no nos perdonaría la vida si nos atrapara paseando distraídos por su territorio, pero del cual estábamos firmemente protegidos en nuestra sólida e inexpugnable casa. Poco sensible a la metamorfosis a la que lo habíamos sometido —sin consultar, por lo demás, podíamos usarlo—, el desalentado animal se apartó, con la dignidad herida, de aquel lugar donde los que otrora considerara amigos le habían vedado el acceso; aquel abandono, sin embargo, representaba un triunfo para nosotros, mostraba la resistencia de la casa que habíamos construido (ninguno de los dos reconocía frente al otro que el perro se había detenido porque le habíamos dado esa orden, llevándolo a percibir que no estábamos disponibles para las habituales tonterías con que lo divertíamos o él nos divertía), nos permitía afirmar aún más categóricamente que aquél era nuestro escondrijo, el espacio en que a pesar de que todos sabían dónde estábamos, nos colocábamos fuera del mundo. Tanta ingenuidad tal vez sólo fuera posible en esos años inaugurales, pues pronto percibiría que nunca se está fuera del mundo, tal suposición o creencia no pasa de un devaneo, un arrebato lírico, motivado por el deseo o por la insuficiencia de análisis (o por ambas causas, no es raro que éstas se presenten juntas, una más evidente que la otra, pero sin desmentir la complementariedad de la que se alimentan). Yo creía que, durante algún tiempo (poco me importaba la duración, sólo contaba la intensidad con que viviría esos minutos), existía apenas para Isabel, tal como ella existiría apenas para mí; me olvidaba entonces —o ignoraba aún—, con aquella fuerza que sólo es posible cuando la vida no pasa de un esbozo trazado por manos inseguras, de que la relación de nuestra existencia con los otros no depende de una presencia física, no responde necesariamente a la percepción sensible que los otros tienen de nosotros, pero puede guardarse en la memoria, en la recuperación mental de esa presencia física entretanto apartada. Es así, por ejemplo, que un muerto permanece vivo para quien desconoce que cesó la existencia de ese familiar o amigo, o apenas vagamente conocido, y las ideas que pasan a quien, en la ignorancia de lo sucedido, piensa en él son casi siempre sustentadas por imágenes de alguien hablando, moviéndose, riendo, a veces en silencio, alejado de los otros, tal vez sufriendo, pero aun así imágenes de vida; lo que más sorprende, en esas ocasiones, a aquel que descubre tardíamente la muerte de la persona más o menos querida es el desfasamiento entre las imágenes creadas sobre los tiempos recientes de quien, al final, no estaba vivo y el vacío erigido para invadir una época en la que ya no había sufrimiento o soledad, y mucho menos risa o palabras, o siquiera gestos. Yo creía, por lo tanto, que me apartaba del mundo con Isabel, y ni el descubrimiento del rostro atento de mi madre, sentada a la puerta de nuestra casa, en una de esas sillas de madera clara y tela natural que aún hoy, cuando veo alguna semejante, me llenan de una alegría irracional, mirando en nuestra dirección, en la dirección de nuestra tienda, ni ese descubrimiento, ocurrido precisamente cuando, al final de una tarde, mi amiga y yo dejábamos el refugio, ni esa sorpresa, por decirlo así, me hizo pensar lo contrario, me llevó a comprender cómo yo nunca dejaría de estar presente para quien sin duda nunca se olvidaba de mi existencia. ¿Estaría mi madre ahí cuánto tiempo? Habría acabado de llegar y optado por sentarse un poco antes de decidirse a llamarme o estaría ahí, inmóvil y en silencio, hacía largos minutos, tal vez una hora, un periodo de tiempo durante el cual el sol poniéndose aún la habría calentado un poco, ¿pensando en mí y en lo que pasaría adentro de la tienda? Si así hubiera sido y la curiosidad fuera mucha, le habría bastado llegar a nuestro refugio y asomarse al interior, pronto visible a quien se acercara a la tienda (desde el punto de vista de la supuesta intimidad que debería tener un espacio tan ambicioso en materia de aislamiento, nuestra tienda era un rotundo fracaso, como, por lo demás, sería más o menos previsible para la incipiente construcción de dos pequeños). La verdad, estas cuestiones no me incomodaron mucho en aquel tiempo, apenas quedaron guardadas en algún lugar recóndito de mi conciencia, para permanecer ahí sin apagarse, irreductibles y discretas; había en la mirada de mi madre una expectativa paciente (a esta definición sólo llegué más tarde) que me perturbó un poco, sin que yo comprendiera de dónde provenía aquella incomodidad, aquel leve desasosiego, por el que me apresuré a olvidarlo, o a suspenderlo, y a dejar que la natural agitación de la vida me tomara de nuevo por el brazo y me condujera a su antojo, sin barreras l
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos