Cuando los primeros paseos por la Baja perdieron el encanto, Cartola y Aquiles ya no recordaban cómo la ciudad les había comenzado a parecer silenciosa. Al comienzo, fue como si todas las personas hubieran sido impedidas de hablar y se pasearan en una aldea. A medida que el tiempo pasó, las calles y las plazas adquirían nombre, aunque ambos tuvieran una noción desfasada de las distancias marcada por los lugares por donde acostumbraban pasar, al fin y al cabo pocos. Así que padre e hijo perdieron la ilusión de que Lisboa los esperaba y de que allí podían contar con alguien o esperar alguna cosa del futuro, y la ciudad se volvió un alboroto. Esas esperanzas demoraron poco en desaparecer apenas terminó el ahorro que les servía para los gastos corrientes. A partir de ahí, iniciados los tratamientos al talón de Aquiles, su tarea era arrastrarse hasta el fin de mes con la esperanza de que no sucediera un imprevisto al que no tendrían modo de hacer frente.
Lisboa era pequeña para el deseo de Cartola de mezclarse con todo y sus piernas no poseían la rapidez para hacer de él un vector invisible. Pero aprendió a volcarse en sí mismo caminando entre los otros, como si, rodeado de gente, nadie consiguiera fijar sus facciones. La disciplina de la desaparición no le exigía únicamente el silencio, sino darse a conocer diciendo a todos «Hola, mano, ¿cómo andas?», de la manera más vivaz que podía, evitando prolongar conversaciones, disculpándose con evasivas en diálogos que no permitía que llegaran a suceder. Conseguía la magia de pasar entre los otros como un fantasma. Parecía que hasta lo había escogido.
Tal vez ésa haya sido la última aparición de su ingenuidad: la de juzgar que era señor de su disfraz y de la velocidad con la que se esquivaba a la memoria de quien pasaba junto a él por la calle. Cuando, en realidad, caminando como si estuviera atareado pero sin prisa para llegar a algún lado, tan sólo otro involucrado en su vida, estaba en sintonía con el ritmo de la ciudad, que lo arrastraba como una marea.
Se cruzaba con un nieto con el abuelo, mendigos, jóvenes enamorados. Del otro lado de la calle, alguien extendía la mano y llamaba un taxi. Otro se escondía detrás de unos lentes oscuros. Más adelante, un extraño vestía unos shorts demasiado cortos. Detrás de él, se conversaba en voz alta sobre una persona internada en el hospital. Cruzando el paso peatonal, una mujer le parecía al borde de las lágrimas. Otra, radiante, poseída por la emoción, como al borde de encontrarse con alguien. Elevando la cabeza, alguien fumaba en la ventana de un edificio. En otro, alguien lavaba un vidrio colgado en un andamio. Una camioneta de escuela seguía llena de chicos. El chofer, desconcentrado, bostezaba. Casi bastaba para olvidar que tenía un cuerpo y que se movía, siguiendo por la Fontes Pereira de Melo, empujado por la mano de su padre, albino incógnito, el instructor lejano de su desaparición.
Olía como si le quedara únicamente el olfato como sentido único de la fusión con las cosas y con el tiempo. No era Cartola quien lo hacía por no ser visto, sino la ceguera que era la condición de la ciudad, calle arriba, calle abajo, Rotunda, Rato y, en fin, rumbo a la Escuela Politécnica, donde no percibía bien cómo había llegado, un bocinazo cuando se preparaba para cruzar la calle en el semáforo en rojo, y la noción de que dormitaba despierto y de que el día acababa de comenzar.
Desaparecía sin preguntarse cuánto había caminado hasta dar consigo seis décadas después jugando a la lotería en una tabaquería del Occidente, aplastado porque nadie sabía que partió de tan lejos hacía tanto tiempo, llegar a una plaza donde era apenas un par de zapatos; rodeado de gente que no se interesaría por saber cómo se llamaba, preocupado sólo por la apariencia de salud que le garantizaba pasar inadvertido, movido por el miedo de ir a parar a la estación de policía, de que descubrieran que fingía un acento, que tenía delirios, que allí había gato encerrado.
Estaba viejo, de hecho, y lo que lo sostenía era saber que todos los días había que levantarse de la cama sin hacer preguntas. Sería mezquindad imaginar que habría de importarle lo que había hecho de sí cuando tenía el estómago pegado al espinazo. A pesar de cuestionarse poco, sus piernas eran todavía las mismas que habían caminado de la aldea de Quinzau a Luanda hacía cincuenta años. Sus pies, por la Plaza del Rossio, los mismos que habían llegado hinchados al Kinaxixe, al grado de vomitarse de sólo mirarlos. Sus manos, aquellas con las que había matado la sed a ese niño del que ya no se acordaba. Su columna, una deformación de ese niño solitario en una carretera de camino a una interrogación sin saber cuándo la carretera acababa. Su corazón, un absceso del corazón de gorrión del mismo niño asustado por pensar que olvidaría a su madre, repitiendo el nombre de ella antes de adormecerse en la sabana como si contara con los dedos. Sus ojos, que habían visto todo: el cuerpo desnudo de Gloria la primera noche, la primera sonrisa de Justina, el talón del hijo la primera vez que lo vio, la chistera del padre cuando, jugando dentro del arroyo, había tocado por primera vez el punto en que la infancia es, para un niño, perecedera.
Era aún el mismo –aleluya– pero cómo se había hinchado y encogido, cómo se hizo tan grande y tan pequeño, qué pozo sin fondo, qué chimuelo es un hombre. Permaneció entero más allá del balance de la vida, de curvas estrechas y ensenadas con vistas a la oscuridad. Habría de ser el primero en sentir flaquear las piernas que lo sostenían desde hacía sesenta y un años. Sería el único testimonio de sus dolores, la voz de su vejez hasta el día en que ya no lograra decir dónde le dolía, como sucedía cuando aún no sabía hablar. Nadie lo podría privar de cargar lo que había visto y lo que había enfrentado su espíritu, ni le podría impedir saber que había perdido, verdad que lo liberaba en lugar de oprimir, la batalla que al final nadie podía ganar sino aquel que por última vez lo recordara. Recordándolo o no como el héroe de una guerra sin sentido, no como una masa aleatoria de sangre, carne y alma, más que como un hombre que nadie conoció ni nadie vio, que no fue pero podría haber sido.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos
Liberto Cruz
para Carlos Nogueira
Los poetas mueren de madrugada
Cuando el viento sopla despacio
El rocío cae por las flores
Las arañas renuevan las telas
Las aves dejan los nidos
Y un largo silbido resuena
De casa en casa de piedra en piedra.
Los poetas mueren de madrugada
Respiran el vacío de las playas
El silencio del luto
La palabra rugosa
La sal la arena el dolor sentido
De quien parte y no regresa.
Los poetas mueren de madrugada
Parten clandestinos
Hacen su testamento
A herederos desconocidos
Y por los caminos van soltando
La voz escrita el soñado sueño
El mensaje furtivo.
Los poetas mueren de madrugada.
Anuncian el origen de las cosas
Los misterios de las hojas y de las piedras
Y por el habla deletreada reparten
Los movimientos de las olas y mareas
De arenas y algas.
Los poetas mueren de madrugada
Mastican el hálito de la tierra
El hielo oculto la pólvora dispersa
Y el espanto y el amor ahí se mezclan.
Los poetas mueren de madrugada
Saludan la niebla de la noche
El inicio de la vida oculta
Y solidarios
Devuelven sus palabras.
Los poetas parten de madrugada.
Versión del portugués de José Javier Villarreal
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Os poetas morrem de madrugada / Quando o vento sopra devagar / O orvalho desliza pelas folhas / As aranhas renovam as teias / As aves deixam os ninhos / E um longo silvo ressoa / De casa em casa de pedra em pedra. / Os poetas morrem de madrugada / Respiram o vazio das praias / O silêncio do luto / A palavra rugosa / O sal o saibro a dor sentida / De quem parte e não regressa. // Os poetas morrem de madrugada / Partem feitos clandestinos / Seu testamento fazem / A herdeiros desconhecidos / E pelos caminhos soltando vão / A voz escrita o sonhado sonho / A furtiva mensagem. // Os poetas morrem de madrugada. / Anunciam a origem das coisas / Os mistérios das folhas e das pedras / E pela soletrada fala partilham / Os movimentos de ondas e marés / De areias e algas. // Os poetas morrem de madrugada / Mastigam o hálito da terra / O gelo oculto a pólvora dispersa / E o espanto e o amor ali misturam. / Os poetas morrem de madrugada / Saúdam a névoa da noite / O começo da vida oculta / E solidários / Suas palavras devolvem. / Os poetas partem de madrugada.