Una vez en el metro vi a un hombre enloquecer. Registraba la mochila, la vaciaba y volvía a acomodar los objetos transportados —peines atrapados entre mechones de cabellos, guantes impares, insectos durmiendo en el ámbar, pañuelos sucios de papel. Y una bolsa de canicas, que se reían de él al titilar. En varias ocasiones el hombre debe de haber reunido las canicas en la palma de la mano, examinándolas, antes de hacerlas rodar por el carruaje. Sólo entonces me fijé en él.
Tenía el rostro torcido como una corteza de pan y disminuido por la falta de dientes. Los ojos eran un río de lodo y los días de mendicidad le hundían las esquinas de la boca. Gemía con las manos en el turbante limpio, en la barba negra, digno botín que parecía haber sido prestado para que pudiera seguir viviendo, gimiendo más. Se llamaba Sukur. Lo sé porque, cuando hubo un fallo en la luz del carro y todos los pies se propusieron rodar sobre las canicas para que algo les sucediera en esa mañana fría, el hombre se levantó y declaró: «¡No teman! Soy Sukur, el vendedor de inciensos». Y prendió un palillo de olor.
La llama encendió un fusible en el pecho de los viajeros, y un hormiguero, como la voluntad de una golosina o de una diablura, se les subió a las puntas de los dedos, siempre enlatados y conservados en el frío como frijoles.
Después, cuando la luz eléctrica vino, con el estremecimiento del arranque del carro todos volvieron la cara hacia las ventanas y olvidaron a Sukur. Él dio algunos pasos y se estancó, buscando un banco vacío para sentarse. Hablaba una lengua sucia que los indígenas acostumbraban dejar sin respuesta.
Llegué hace meses a la ciudad y aún no le conozco un día de sol. Al desembarcar en el aeropuerto me quedé en la puerta, viendo la lluvia a través del cristal hasta que las luces de la calle se encendieron, y luego me resigné a ver siempre las ventanas de los coches y los ojos de las personas difuminados por esa agua ininterrumpida, de modo que las calles me olían a lavandería y la cerveza me sabía a caldo.
Me preparaba para salir todos los días como para un servicio fúnebre. Pero podía decirse que aquella ciudad extranjera respondía a mis ansias. En mi país, en agosto, el sol arde en los tejados de cinc y los pájaros tienen que buscar alimento antes del mediodía. La tristeza se celebra en lágrimas y manchas negras y es contrariada por cada esplendor de la primavera. Allí la tristeza era sentida en los riñones, en un parsimonioso golpe que echaba a los sufrientes por tierra sin que quisieran volver a erguirse. Yo venía huyendo de una gloria en herida, de un patrimonio de dolor, y lo agradecí. Me aficioné bastante bien al hollín que cae con la lluvia sobre las cosas. Si llorara por la noche, la almohada estaría negra.
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Fui pidiendo instrucciones hasta llegar a la cuadra que una tía me había dado como referencia. Yo debía buscar trabajo en los hoteles donde se instalaban los turistas, los comerciantes y los conferencistas en viaje. Tomaba de la mano una pequeña maleta y aspiraba el frío y el humo de los cigarros en el aire. No veía perros, ni niños, ni cementerios. Sólo jóvenes adultos japoneses o europeos, bien vestidos y confiados, y ninguno parpadeaba ni cerraba los ojos, y si alguna vez bajaban la cabeza era para considerar la adecuación de sus propios zapatos a la moda más reciente.
Encontré trabajo en una pensión. Los tiempos de oro de mi tía habían pasado y los alojamientos más modestos pertenecían ahora a paquistaníes. En los cuartos de baño alfombrados había manchas de vómito que nadie se había atrevido a limpiar.
Cuando decía que trabajaba en una de esas pensiones, las personas arrugaban la nariz. Eran de los sitios más pobres e inmundos de la ciudad y yo escondía las uñas negras en los bolsillos para que no se negaran a venderme más cerveza. Pernoctaban allí asiáticos que fallaron en sus emprendimientos, adolescentes sin cuarto para el sexo y viejos que buscaban un lecho para morir. Llegué a ver la camilla bajar por el ascensor y salir por el sótano, sostenida por los extremos por dos bomberos. El humor del cuerpo permaneció durante una semana en el cuarto y en los corredores. Un viejo tan viejo estaba muerto desde hacía tanto tiempo que exhalaba un olor dulce y trémulo. Por unos días, los huéspedes nos felicitaron por el buen olor a las manzanas cocidas.
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Cuando lo vi por primera vez desnudo, lo que más me impresionó fue su estómago. Parecía haber sido aporreado hasta quedar hundido, pegado a las costillas. Y las manos, que revelaban su peso en un cuerpo tan flaco, morenas, contorsionadas de venas en una inusitada proximidad con la luna.
Estaba sola bebiendo, los codos decaídos y balanceando la pelvis contra el balcón, hasta que apareció y se puso a hacerlo. Me miraba de soslayo, con la curiosa elegancia de un cisne, y se movía en espasmos avergonzados.
Acepté mudarme a su apartamento rápidamente, a pesar de que aún me quedara el hábito de marcar con el borde húmedo del vaso los anuncios de alquiler de cuartos en el periódico.
Llegaba a la casa al ocaso y él ya me esperaba desnudo en el sofá. Dejaba espacio entre su cuerpo y el mío y me lo hacía mientras veíamos televisión o mientras discutíamos qué comer. La lluvía crujía en la ventana y dormíamos ambos un sueño frío de reptil.
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El Turno de la Noche fue el primer lugar adonde me llevó cuando me vio desesperada, tratando de luchar contra el invierno y sus mangas rotas, las rodillas rasgadas, los pies mojados.
El trabajo en el hotel empezaba por la mañana temprano. Era duro y anestesiante y yo, que ya había encontrado a Dios en aquel país y oído golpear su corazón en un campo dorado, me resignaba ahora a su ausencia. Me dejaba transportar como un animal misericordiosamente dormido hasta el día en que pudiera ser feliz.
Entraba al servicio de madrugada y preparaba los pequeños almuerzos, los huevos revueltos, los jugos, la fruta blanda y el pan sin sabor, todo espantado y dividido en platos con porciones iguales. Aspiraba las habitaciones, tendía las camas, lavaba los baños. Me contemplaba con seguridad en los espejos.
Por la noche ardía de deseo por la cerveza oscura y tibia y bajábamos por una puerta secreta del bar hasta el sótano. El suelo temblaba con los carros de metro que pasaban por debajo, lo que confundía a los hombres a la hora de lanzar las apuestas. Hacían varios tipos de apuestas para divertirse. Quién se venía en último lugar mientra veían pornografía, quién lanzaba almendros a la Reina por las rejas de su palacio, quién acertaba en la próxima muerte de una personalidad famosa, quién adivinaba el pensamiento de los demás.
Más tarde los vi rondar la propia muerte. Se conocían tan bien que uno desafiaba al otro a hacer lo que más le aterrorizaba, o cada uno se lanzaba a sí mismo un desafío a cumplir públicamente. Así, vi a hombres convencerse de que iban a morir de cáncer y a retirarse enfermos del juego. Vi a los que medían los minutos entre la caída y la muerte, cuando se lanzaban de un puente. Vi a los que cortaban orejas y extremidades del cuerpo.
Morían muchos del impacto, de la infección; otros, que vacilaban en jugar, enloquecían. David quería mostrarme con esto que nada había que temer si desafiábamos el miedo. Pertenecía al Turno de la Noche con la furia de quien extiende y contrae las piernas para ganar lance en un columpio. Él mismo estaba muriendo y, como un beato conservado en olor a rosas, dejaba la sangre correr en su piel translúcida.
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No vale la pena buscar lo que no existe aquí, le dije. Llegaba la primavera, los remiendos en la ropa no me hacían llorar. Se lo dije hombro a hombro como si fuésemos hermanos. Uno de los hombres proyectaba en la pared fotografías de hormigas aplastadas entre las hojas del otoño y de la nieve brillando en los cuernos de un ciervo. Había abatido al animal mismo, convencido de que podía trasplantar a su propia frente los cuernos y ser respetado y avistado a lo lejos en la calle. Tenía un miedo insoportable de ser atropellado, o de ser ignorado. Y tenía planes para implantarse también una cola, qué bueno sería poder sacudir una cola con satisfacción, pero para eso tendría que matar un felino de gran tamaño.
Toda la gente rio y bebió mucha cerveza. La cerveza calentaba las manos y entumecía las sienes, hacía tierna una parte imprecisa del cuerpo. Les propuse que bailáramos. Agarré a David y lo hice girar entre mis manos. Giramos tensos como peones de acero en el suelo, cronometrando el tiempo hasta caer. Y cuando la danza se arruinó, corrimos por las escaleras para que no nos volvieran a poner la vista encima.
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Para poder cuidar de David pasé a cubrir el turno de la noche en el hotel.
Soñé con una torre, me dijo cuando llegué a casa por la mañana. Soñé con una torre negra de hormigón y de ella veíamos a la ciudad entera respirar. ¿Ya notaste que en esta ciudad no hay perros, ni niños, ni cementerios? ¿Hace cuánto tiempo que estás aquí? ¿Recuerdas que llegamos para marcharnos, que la idea de partir era lo que nos hacía alegres y cínicos? Era lo que nos hacía despertar. Y, sin embargo, la ciudad, imposibilitada de ser otra ciudad o cualquier otra cosa que no fuera ella misma, fue sitiando nuestra voluntad. Desde la cima de la torre percibí la geografía de la ciudad. Es una roca de ecos, donde el calor se desvanece, y nos abrazamos los oídos y el pecho para oír mejor, y para dormir mejor.
Tragó las pastillas de la palma de mi mano y continuó: Oye, quiero salvarme. Quiero encontrar a Dios, o una soledad esencial y tranquila que me transporte hacia Él.
El transporte era yo. Negociaba con Él —como un niño negocia con su madre para poder dormir sin pijama— su ida hacia los cielos.
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Tuve que rescatarlo de las manos de un esotérico y de las de una amante tardía. Había alturas en que se olvidaba que éramos escaparates delante de Dios, que su hilo de vida se reflejaba en el filo de mis ojos y que, por lo tanto, no desistiría de él. Asumiendo ese papel yo sufría al tener que vigilarlo y vigilarme tan severamente, pero no había opción. A menos que lo matara, y eso es lo que él querría que yo hiciera, con mano firme y amorosa, que lo matara de la forma en que él quería morir, en la cama de una enfermera, con drogas o con un golpe fino.
Las mañanas en que se sentía mejor eran de una alegría desconocida para ambos. Se acostaba en la cama para mostrar vitalidad y yo le acariciaba el cuerpo bajo la bata. Salíamos por las calles muy temprano y tuvimos muchas veces la impresión de poder empezar de nuevo, una ilusión de insensato alivio al sorber tragos de aire frío y de café.
Me llevaba a iglesias porque decía que era natural que Dios, convocado por tanta gente los domingos por la mañana, apareciera ahí. O que dejara un rastro callado para que lo siguiéramos con nuestro mejor oído. O, aunque Dios nunca apareciera, sería aquél el lugar legítimo para que la gente creyera que lo haría, y era contra los mármoles de las iglesias que la frente de David buscaba enfriar la fiebre. La mano temblaba entre sus piernas en las naves vacías de los templos, porque incluso en la paz había algo que le incomodaba, que lo llenaba de hambre y náusea y lo hacía precipitarse. Acostado en las losas, sus caderas estrechas eran la cuenca de donde yo después limpiaba el semen. Vertido como lágrimas. Su mejor habilidad postrada ante la sombra de Dios.
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Y Dios, en eso estábamos de acuerdo, era un elefante atravesando llanuras y unificando incidentes. Nuestra ansia de sentidos y propósitos, de que todo contara una historia y tuviera al final su justicia y alguna poesía. Dios era esa idea que los niños tienen de los adultos antes de llegar a su tamaño. Una idea tonta.
La capilla donde estábamos había sido construida para los niños. Ahí oraban, bajo una bóveda de cal llena de estrellas. Ahí la joven Reina había depositado su primer libro de oraciones. Durante la Guerra la capilla fue bombardeada, y luego reconstruida, y nosotros nos sentamos en los bancos pequeños y pensamos que preferíamos el camino hacia Dios antes que a Dios mismo.
Pero él proseguía, y en eso estábamos de acuerdo, sereno como un elefante atravesando la llanura. Y sólo Dios podía saber del vendedor de inciensos, y de los perdedores de apuestas, y de dónde enterraban a los perros y a los niños. Y sólo Dios podía saber de mí y sólo Dios podía saber de David, por eso era bueno confiar en su memoria.
Traducción del portugués de Monserrat Acuña