Entró a mi Peugeot 205 con tres bastonazos en la ventana. Abrió la puerta sin más. Sentada, vieja en todo, dijo: «Ahora me llevas al Seguro Social». Fue lo que me bastó para arrancar, responder: «Sí, jefecita», mientras Eva acomodaba el bastón entre las piernas, Tendría cien años, pero se movía con la indiferencia de las cosas idas. No le importaba no regresar a ese sitio, ni estar en sitios que no eran suyos, como mi carro.
El bastón, raspado en la empuñadura, se mantenía fijo, aunque Eva se balanceara, ajena al tránsito y extendiendo el pañuelo que le resbalaba por la cabeza. Cerca del nudo del pañuelo, un signo se movía a cada frase. «Dime, muchacho, ¿cuánto va a ser?». No supe a qué se refería. «Jefecita, no soy taxista», explicaba, cuando ella insistió: «Tienes el carro bien conservado, ¿cuánto va a ser?». No respondí. Me faltaba la voz, que era un soplo, un beso que nunca le daría.
La ciudad casi no fluía. Media hora después, cuando nos acercábamos al Seguro Social, Eva trató de comprarme el coche, por un precio que pactó en quinientos euros. Más que justo, era un favor que me hacía. «Me quedo con esta lata y te libro de cargas».
Sin saber por qué, cumplí las órdenes y la llevé al Seguro Social. Cuando salió, una pierna linfática a la vez, le pregunté: «¿No se despide, jefecita?», y entonces ella me lanzó un «¿Cómo crees? Me esperas aquí, que debo volver a mi casa».
Eva demoró tres cuartos de hora.
La gente entraba con miedo y salía deprisa. Las mamás llegaban con carritos de bebé, a veces sin bebé adentro. Un hombre traficaba con los turnos de las consultas. Algunas funcionarias fumaban en el barandal del tercer piso, lanzando las colillas sobre los usuarios. En la puerta, el policía me apuntaba con el dedo: «Circule, circule», y yo lo ablandaba: «Un momentito, estoy esperando a mi abuela».
Eva regresó, sonriendo al policía como si diera dulces a un niño. «Lo que importa es que tengo contactos allá. Que se chingue el Estado», comentó. Me pareció más tranquila, menos hinchada, segura de pecar sin castigo.
Seguimos el camino inverso y la ciudad mantenía su paso lento. Los mensajeros cortaban el tránsito con sus motos, cuidando de no golpear los retrovisores. El ruido orquestado de los motores se perdía entre los bocinazos. Los camiones aprovechaban para descargar en las tiendas. Salían hombres con cajas de plástico en el hombro. Adentro, berlinesas, croissants y dulces frescos. Los coches más antiguos como el mío apresaban anuncios en los parabrisas. Un jubilado escupía en el paso peatonal. Chinos paseaban sin conversar, encorvados como quien vende barato.
Frente a nosotros pasó una mujer hostigando al Chihuahua que traía en el regazo con besuqueos en el hocico. Las uñas de gel enormes le picaban las orejas. Noté que Eva observaba. Apoyó las manos y la cara en el bastón y comentó: «Esa se parece a mi hija». Prosiguió con una voz más aniñada, delatando: «Entre todo, lo peor es que perdí su rostro, casi no la consigo recordar». Por un momento, con los ojos en blanco, calló, pero la dueña del Chihuahua regresó.
Eva no se contuvo. La conmoción la obligaba a tocarse el pecho y respirar profundo. Aferrada al bastón, continuó: «Cuando ella nació, ya no tenía esperanza de tener más hijos. Ella era mucho mejor que yo. Se hizo grande con facilidad». Se acariciaba las manos sin cruzar los dedos.
Seguimos por una calle más despejada, en el trayecto que Eva indicaba. Estaba atenta al camino, aunque insistía: «Una chispa nomás para ver, una llama viva, mi hija». Y se interrumpía, pasaba de «Tú manejas mal» a la hija, y de la hija a «Dimos más vuelta por esta calle». Eva pasaba. Mejor no atravesarse, aunque creyera que la vieja debía mostrar mayor consideración. Le estaba haciendo un favor, a final de cuentas.
Su respiración se tranquilizó, ya no se tocaba el pecho, aunque cabeceaba. Por fin se incorporó, se tomó las rodillas y me miró, tocando con el índice la palanca de velocidades. «Quédese quieta», le pedía, y agregó: «Sabía que sólo la apagarían con violencia, como se apaga el fuego. El hombre fue a hablar con ella en la puerta de su casa y le pidió dinero. Ella no le dio. Claro y bien. El hombre la empujó adentro. Mi hija todavía le debe de haber dado unas buenas mordidas y puntapiés». El orgullo la animaba, su cara ganaba color, llegó a sonreír.
Yo también sonreía, no por burla sino por confusión. Es que Eva contaba mal la historia, entre sollozos, sin articular o usar las pausas correctas, y con un acento de bocado a la fuerza antes de salir. Continuó: «Pero él era hombre y quería dinero. La arrastró al baño y se encerró con ella».
Estábamos tan cercanos en el carro como la hija y el hombre en el baño. Eva simulaba la lucha, manoteaba en dirección mía. Dijo aparte: «Él era hombre y ella pequeña». Descubría en la memoria lo que había pasado. Quería con certeza arreglar un final distinto, aunque no encontrara las palabras exactas. Renunció a seguir elaborando y terminó con: «Sacó el cuchillo. ¿Has visto un cuchillo apagando una llama? Antes hiere al que toma el cuchillo. Pero no. Lo enterró en la garganta y la dejó desangrar. Mi hija quedó ahí. Él se llevó los cien euros de la cartera y la policía lo atrapó días después».
Pitaban. Nos rebasaban por ambos lados. «Chíngale, hijo de tu puta madre», vociferaban. Ella secaba sus ojos con el pañuelo y yo temía que al hablar la lastimara, de tan transparente y desnuda. Arranqué con la impresión de que acabamos mal.
Algunas cuadras después, llegamos al edificio de Eva. «Es justo aquí, muchacho. Dame un minutito, tengo algo para ti», me pidió.
«Sí, jefecita». Apagué el carro y me quedé oyendo las luces intermitentes. Eva regresó con naranjas. El aroma se apoderó del tablero y la tapicería. Camino a casa comí un gajo y me limpié el jugo con la manga.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos