El pasado mes de junio, coincidiendo con el octavo aniversario de la muerte de José Saramago, una deslumbrante lectura de textos suyos, que tuvo lugar en la fundación de Lisboa que lleva su nombre, me hizo recordar la primera vez que conversé privadamente con él. Fue en 1991, en la ciudad de Estrasburgo, durante un encuentro literario. Yo había sido enviado allí por la revista Cambio 16 y coincidí con otro periodista, el portugués Torcato Sepúlveda, que era amigo de Saramago y nos propuso tomar algo juntos.
Los tres compartimos un par de horas de charla en un café cercano a la plaza Kléber. Torcato y Saramago hablaban un excelente español. Yo apenas era capaz de balbucear alguna frase de cortesía en la lengua portuguesa y estaba muy lejos de imaginar que un día terminaría viviendo en Lisboa. Nuestras edades nos situaban en tres generaciones diferentes. La historia de nuestros dos países conspiraba contra nosotros, haciendo planear sobre el cielo alsaciano pretéritos fantasmas de violencias, desdenes y resentimientos peninsulares. Pero allí estábamos, en un país extranjero para todos, en una plaza de nombre germánico, en una ciudad que en numerosas ocasiones ha cruzado, sin moverse de lugar, la frontera que separa Francia y Alemania. Y hablábamos con la satisfacción de quien se reconoce en sus contertulios. Compartíamos la misma indignación ante las injusticias del mundo, la misma pasión por la Historia y por el lenguaje que es memoria. También una misma sensación de marginalidad, de habitar extramuros de la realidad oficial del mundo…
Unos años antes de aquel encuentro personal, le había escuchado contar públicamente a José Saramago, durante la presentación de su novela La balsa de piedra, una anécdota que venía a ilustrar con humor esa sensación de marginalidad compartida en Estrasburgo. Una anécdota que yo no había olvidado, y se lo comenté.
«Hace unas semanas viajaba en tren por Francia», había contado Saramago, «por esas fechas había una gran huelga, seguro que se acuerdan, y nuestro tren quedó detenido durante horas en pleno campo. No sabíamos cuánto tiempo íbamos a pasar allí, así que los ocho viajeros del compartimento en que yo estaba decidimos jugar a las adivinanzas como mejor manera de combatir el aburrimiento. El juego era sencillo. Se trataba de adivinar de qué país europeo era cada uno de los allí presentes. Se hacían preguntas de usos y costumbres y de ahí se concluía el nombre del país. Enseguida averiguamos que había franceses, por supuesto, y alemanes, pero cuando llegó el turno de adivinar de qué país era yo, el interrogatorio se volvió más difícil. Tan difícil que mis compañeros de compartimento terminaron por dejarse de preguntas sutiles y empezaron a enumerarme los posibles países de mi origen. Irlanda. Yo negaba con la cabeza. Italia. Una nueva negativa. Hungría. No. Yugoslavia… Uno a uno, enumeraron los países de Europa, recorriendo mentalmente su geografía. Por fin se rindieron sin haber nombrado a Portugal. Entonces comprendí que los portugueses no existimos: somos una ficción».
Quizá por eso la figura de Fernando Pessoa, autor convertido él mismo en ficción por sus heterónimos, ejerce tal fascinanción en autores y lectores, no sólo portugueses, sino de todo el mundo. Quizá también por eso había imaginado Saramago, en su novela La balsa de piedra, que un prodigio de la geografia desgajaba a la península ibérica del resto de Europa y la lanzaba al mar, con rumbo a las otras tierras de África y América. En todo caso, durante la conversación que mantuvimos en Estrasburgo yo me sentí habitante de esa balsa pétrea. En ella se daba una proximidad que triunfaba sobre las diferencias de edad, nacionalidad o lengua. Una proximidad que no me sorprendía, pues ya la había sentido antes, al leer las novelas de otros autores que, como Saramago, por más que hundan bien hondo sus raíces en la lengua y la cultura de sus países de nacimiento, tienen la virtud de hacer, paradójicamente, de su escritura una literatura apátrida: el mexicano Antonio Sarabia y el italiano Antonio Tabucchi.
Hoy me digo que no es casualidad que esos dos Antonios, el mexicano y el italiano, vivieran desde hacía años en Lisboa, compartieran amistad en vida y hoy compartan última morada en un cementerio de la ciudad que lleva el más poético de los nombres: el Cementerio de los Placeres. Los dos yacen allí, en el panteón de los escritores portugueses donde reposan Urbano Tavares Rodrigues, Natália Correia, Mário Cesariny o José Cardoso Pires. Puede parecer contradictorio que dos autores extranjeros reposen en la misma tumba que acoge y homenajea a los grandes autores del país, pero en Portugal no hay contradicción alguna en ello. Y para entenderlo conviene regresar a la conversación de Estrasburgo y a la revelación que se produjo en ella.
Quizás sea necesario ese sentimiento de marginalidad, de inexistencia, del que hablaba Saramago entonces, para escribir una literatura que escape, en su alcance y en la misma elección de las historias que cuenta, de las rejas de la cultura patriótica. En estos tiempos en que se supone que un autor peruano debe escribir del Perú, un cubano de Cuba, o un mexicano de México (porque ésa es la ley de la marginalidad en un mundo globalizado, por tanto centralizado: volvernos exóticos a los ojos de quienes están en el centro, y obligarnos a exhibir nuestro exotismo), resulta un verdadero bálsamo para la inteligencia leer Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, esa metáfora terrible sobre la libertad humana situada en ninguna parte y en todas al mismo tiempo; Troya al atardecer, de Antonio Sarabia, que revisita los mitos clásicos para introducir ni más ni menos que dos nuevos héroes en la Ilíada, o Nocturno hindú, de Tabucchi, ese viaje que tiene tanto de alucinación y cuyo verdadero territorio no es el de la gigantesca India, sino el del escritor en busca de su propio tema, un territorio por definición universal.
Al recordar el uso metafórico que en aquella conversación hizo Saramago de lo portugués como patria de los inexistentes (los otros, los que no cuentan), de la ficción y de la mirada marginal sobre la realidad, no me parece hoy exagerado afirmar que hay una literatura, de la que los autores citados son muestra, que bien podríamos llamar portuguesa —mutando el sentido geográfico de la palabra por un sentido de pertenencia más profundo y universal—, aunque esté escrita en otras lenguas y por autores nacidos en otros países. Una literatura apátrida para la cartografía del mundo, porque no responde a la geografía política, sino a la del corazón.
Hablando aquel día con Saramago y Torcato Sepúlveda, como luego en otras conversaciones con los mismos Sarabia y Tabucchi, o con otros autores amigos que admiro, como Ana María Matute, Luis Sepúlveda, Santiago Gamboa, Mathias Enard o Bruno Arpaia, fui consciente de pertenecer, al igual que ellos —españoles, chilenos, colombianos, franceses o italianos—, a ese país imaginario que no entiende de fronteras. Y cuya capital, a ciencia cierta, es la ciudad de Lisboa.
Aquella conversación de Estrasburgo no terminó al cabo de las dos horas de reloj en que estuvimos juntos, sino que me ha acompañado desde entonces, como acompañan siempre las palabras que ayudan a vivir, y tras ella comprendí que Portugal, además de ser política y económicamente un país más de la Unión Europea, se había convertido, dentro de la geografía mental de los escritores de otros países, en un territorio libre de la imaginación. Vistos ahora en perspectiva, libros como El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina, y Sostiene Pereira, de Tabucchi, son expresiones de esa irresistible atracción hacia la ficción que ejerce Portugal.
Una atracción que llevó a Antonio Sarabia a instalarse en 2003 en Lisboa y a pasar los últimos catorce años de su vida en ella. Nacido en la Ciudad de México, irrumpió en la literatura tardíamente para estos tiempos acelerados, como Saramago: a los cuarenta y ocho años de edad y con la soberana impertinencia de hacerlo con una obra maestra, Amarilis, en la que entraba en el corazón de Lope de Vega y del Siglo de Oro español.
Sarabia afirmó la mexicanidad de su literatura escapando a los tópicos. No quiso ser autor de exotismos para lectores europeos, sino una voz que dialogaba con la herencia múltiple de la cultura mexicana. Con la Europa de la que había venido la lengua en que escribía. Con el México telúrico cuya intensidad y crispaciones conocía tan bien y que le hizo alumbrar su trilogía sobre el volcán de Colima (Los convidados del volcán, El refugio del fuego y Los dos espejos), que ha hecho entrar al universo del viejo volcán de fuego en los dominios de la literatura mexicana y universal. Y con el México marcado por la violencia, evocado en su última novela, No tienes perdón de Dios, editada el año pasado a poco de su muerte, y en la que humor, novela negra y poesía se dan la mano en un texto que fue acogido por la crítica en Francia con los mayores elogios. Pero Sarabia es también el autor de Los avatares del piojo, donde juega con la reencarnación de Napoleón; de El retorno del paladín, cuyo escenario se divide entre la Granada medieval y el París que tan bien conoció, pues pasó más de veinte años alternando su estancia en él con estancias en Guadalajara, y de El cielo a dentelladas, donde imaginó el descubrimiento a la inversa de la Europa renacentista por el joven indígena taíno que Bartolomé de las Casas recibió como esclavo cuando era adolescente.
Los años lisboetas también dejaron huella en su obra, como le había sucedido ya a su amigo Antonio Tabucchi. La figura del pintor portugués de No tienes perdón de Dios, o su relato todavía inédito El Guincho, que tiene por escenario la playa de igual nombre ubicada en la costa lisboeta, son ejemplos de ella. Pero es en el episodio «La voz cantante»,de la novela Primeras noticias de Noela Duarte, donde Antonio declaró su pasión por la ciudad que lo acogía y la puso en boca de uno de sus personajes:
Luego nos fuimos a Lisboa. De las ciudades por las que transcurrió nuestra gira, ésa es la que más me gustó. Las callejuelas empedradas subiendo y bajando colinas con vistas espléndidas sobre los tejados de la ciudad o sobre las anchas aguas del Tajo. La bondad del clima, la transparencia del aire, la tranquilidad de sus gentes. Las calles con sus trazos de adoquines decorando las aceras. Hay en sus barrios y edificios una atmósfera de rancio abolengo, de aristocracia provinciana, al mismo tiempo cosmopolita y acogedora […] Sin la espectacularidad de París, de Roma o Barcelona, Lisboa posee una recatada belleza que a menudo no está a la vista, sino que se va descubriendo poco a poco.
El viaje literario de este mexicano convertido en lisboeta, capaz de invitar a tomar unas cervezas a unos desconocidos compatriotas suyos a los que escuchaba hablar en español en el metro de Lisboa y de disfrutar del fado como si fuera un bolero, se adentró en el territorio de literatura apátrida en que escriben los autores que más estimo, y estoy seguro de que lo hizo arrastrado por una irresistible atracción hacia la otredad que sólo puedo calificar de portuguesa. La misma que sigue trayendo hasta aquí a autores de todo el mundo y hace que hoy pueda uno cruzarse en las calles de Lisboa con el argentino Mempo Giardinelli, la cubana Karla Suárez, los mexicanos David Toscana y Pablo Raphael o los españoles Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina y Juan Vicente Piqueras. Habitantes todos, permanentes o por temporadas, de la capital de la literatura apátrida.