Lecturas / Perfil del otro. El universo literario de António Lobo Antunes / Marco Julio Robles
Y al desear calmar la sed, creció en él la otra sed; mientras bebe, sorprendido por la imagen de la belleza que contempla, ama una esperanza sin cuerpo, cree que es un cuerpo lo que es agua.
Ovidio, Las metamorfosis
No han sido pocas las ocasiones en las que me he preguntado: ¿qué hace que un narrador sea considerado un gran narrador? ¿Cómo se funda lo clásico? ¿Cuáles son los criterios que determinan la calidad de una obra, son mensurables? Y ¿cuánto y en qué medida depende la inserción de una obra en la cultura bibliófila debido a condiciones que no se relacionan con la calidad de ésta? Cuenta F. M. Cornford que, cuando se encontraron los papiros egipcios, cerca de la mitad de los mismos eran copias de la Ilíada y la Odisea, de suerte tal que, más allá de Platón, Aristóteles o los tres grandes trágicos de Occidente, Homero fue considerado como baluarte fundamental de la cultura griega. Esto bajo el supuesto de que copiar una obra era atribuirle un valor sustancial: en otras palabras, hacerla merecedora de permanecer, defenderse del tiempo y de la pérdida. Lo cual hace pensar que ya los antiguos tuvieron claro que unas obras poseen un valor superior frente a otras. Y que debido a esta valía era necesario salvarlas del olvido.
Por su parte, T.S. Eliot, en un breve ensayo sobre «lo clásico» en literatura, funda su particular criterio de discriminación en el uso de la lengua efectuado por un autor. Para él, Virgilio y Dante son los «únicos clásicos» de Occidente, por el simple hecho de que agotaron los recursos de la lengua latina. De igual manera y con idéntico criterio menciona a Cervantes en el caso del castellano y a Shakespeare en el de la lengua inglesa. ¿Se trata de la lengua y no de los temas? ¿Es el uso retórico de un idioma y no la maestría en la ejecución de una obra? ¿Es sólo el análisis lingüístico el que dota de valor a una obra literaria, con independencia de la repercusión emocional que cause en los lectores? Borges decía que la diferencia entre un buen poema y uno malo, según su acercamiento a lo poético, era que un poema lo emocionara o no. Nunca menciona los arabescos retóricos. Aunque es dable pensar en emociones intelectuales, en las que el uso de la lengua aliente, en un lector erudito, una respuesta emocional en apariencia, pero atravesada en realidad por un componente racional que incluiría el uso no sólo preciso sino también creativo del idioma.
Sin embargo, no estoy tan seguro de que el criterio de Eliot sea infalible. El caso de António Lobo Antunes es un ejemplo de ello. La maestría que alcanza en algunos de sus libros no se debe sólo al buen y arriesgado uso de la lengua portuguesa, sino al manifiesto equilibrio interno de sus obras. Algo semejante sucede con otros autores, entre los cuales podemos citar a Marguerite Yourcenar y a José Lezama Lima. No sólo son grandes estilistas de la lengua, son grandes narradores en cuyas obras el equilibrio es fundamental allende un uso pulcro del idioma en que se expresan literariamente. Otra de las cualidades literarias de Antunes es la elección de los ambientes y conflictos. De modo que, al uso de la lengua y sus recursos, mencionado por Eliot, abría que añadir el fondo sobre el que descansa la montura lingüística.
António Lobo Antunes ejerció como psiquiatra antes de dedicarse a la escritura. En las contraportadas de sus libros se menciona, en reiteradas ocasiones, que es considerado por la crítica como un firme candidato al Nobel de Literatura. La maestría con la que usa la lengua portuguesa fue reconocida, en su momento, por José Saramago. No obstante, los temas que elige son fundamentales en sus creaciones. En otras palabras, no se trata sólo de un escritor comprometido con su lengua, los recursos de ésta y la recreación atractiva de figuras retóricas, sino de temas de enorme repercusión emocional y cultural.
En la obra de Antunes existe un maridaje entre una forma literaria pulcra y preocupaciones hondamente humanas: el tema de los migrantes, la deuda de Occidente con sus colonias, los falsos caudillos, el submundo de los travestis y homosexuales, las luchas intestinas en los pueblos africanos abandonados a su suerte, sin instituciones y con la marca indeleble del servilismo y la división interna. La Lisboa esplendorosa, cuyo auge descansa en la asimetría trazada por los imperios colonialistas. El tema de los viajes, de los exploradores que se adentran en la «Ciudad de los Otros» en busca de fortuna y la frustración de estos mismos exploradores al ver sus sueños desvanecidos.
Adentrarse en la obra de Antunes supone sumergirse en más de una treintena de libros con diferentes registros. Éste es uno de los rasgos que más llaman la atención del escritor portugués nacido en el verano de 1942. Desde 1979, cuando publicó su primera novela, Memoria de elefante (Mondadori, 2015), no ha dejado de entregar al público, libro tras libro, historias de vario linaje. Desde las que tienen un regusto autobiográfico hasta las crónicas que conservan ese particular fraseo suyo de oraciones subordinadas rematadas con adjetivos contundentes.
Sin embargo, la riqueza que late en la obra de Antunes no se ciñe solamente a la variedad de temas, a los puntos de vista desde donde narra o a la superposición de planos espaciales y temporales en una misma obra. Se trata de eso, pero también de la versatilidad de su pluma, que es capaz de utilizar un vocabulario diferente según el tema de la obra. Una voz que se renueva al servicio de las acciones que describe.
Así, en la ya mencionada Memoria de elefante, obra donde narra sus peripecias existenciales e inclinaciones literarias, la prosa es barroca pero descarnada, las descripciones están fraguadas con un lenguaje que extrapola los términos médicos a la metáfora poética. Mientras que en Las naves (Siruela, 2002), publicado en 1988, el lenguaje es abigarrado, propio de una esfera temporal anterior a la nuestra: la época de las exploraciones portuguesas, de las colonias, los barcos, los esclavos… Es un libro donde abundan las descripciones marítimas. El universo de los que buscan enriquecerse y la combinación de atmósferas mediterráneas y tropicales hacen de Las naves un laberinto de referencias culteranas a tal grado que, aunque existe cierta afinidad entre las dos obras citadas, bien podrían haber sido escritas por personas diferentes.
Pertenece, pues, António Lobo Antunes a ese raro linaje de escritores que encuentran una voz peculiar para cada narración. Esa clase de escritores que no se contentan con el hallazgo de una fórmula exclusiva de redacción mediante la cual tratan toda clase de temas, sino que naufragan en las posibilidades del lenguaje, extrayendo de éste una montura peculiar que se adapta a la perfección a las acciones narradas y no a la inversa. En Las naves, las descripciones, por lo general, se nos presentan del siguiente modo: «En África, sembrada de mojones, de restos de carabelas y de armaduras de conquistadores muertos, los búhos se posaban en el centro de los atajos y dejaban que los coches los atropellasen». El uso del imperfecto subjuntivo menudea a lo largo de la obra. Mientras que en Memoria de elefante las descripciones con las que el narrador presenta los ambientes y las acciones del psiquiatra —que es el mismo Antunes— suelen ser más distanciadas, magras e incluso despiadadas: «Desde que se separó de su mujer cinco meses atrás, el médico vivía solo en un apartamento decorado con un colchón y un despertador mudo inmovilizado de nacimiento en las siete de la tarde, malformación congénita de su agrado porque detestaba los relojes en cuyo interior de metal palpita el muelle taquicárdico de un corazoncito ansioso». Este fragmento evidencia lo que ya habíamos anticipado: que Antunes eleva el lenguaje médico a metáfora poética, además de que, por lo general, el uso de los verbos se da en infinitivo y el esquema de la narración contempla la combinación entre pasado reciente y pretérito remoto.
En Las naves, el mar, el óxido de las embarcaciones, la distancia y los sueños defenestrados son los elementos que recrean una historia plagada de nostalgias y sinsabores, en donde, además de varias geografías, se superponen tiempos narrativos y personajes reales con ficticios. El cambio de registro lingüístico también lo encontramos en El orden natural de las cosas, publicado en 1992 y reeditado por Siruela en 1996. En este libro, las narraciones de los diez personajes que lo componen cambian de manera radical: «siento un adorno de sepultura magullarme la pierna, oigo la hierba en las losas de la sábana, veo los serafines y los cristos de escayola que me amenazan con las manos rotas». Aquí, el narrador, mientras espera el sueño que le ha prometido la tableta de Valium, ante la inminencia de la muerte no tiene otro recurso que la memoria para escapar de una realidad que lo oprime. Pero su voz, sus recuerdos, enhebran en una sola narración tanto rememoraciones bucólicas como presagios de muerte. Hierba y losas, sábanas tan pesadas como sepulturas y adornos fúnebres. Se trata de una larga meditación sobre la muerte en la que los rasgos patéticos se purifican gracias a la pulcritud y belleza de la prosa.
Con una obra narrativa tan vasta, resulta una imprudencia intentar captar en un solo ensayo todas las peculiaridades de un escritor que, además, se mueve con entera libertad en su propio universo literario. Aunados a la versatilidad de su pluma, pueden destacarse dos rasgos más de su obra. En primer lugar, el uso de la memoria como territorio de recreación de la vida: de la historia tanto personal como política que vivieron sus personajes. Y, en segundo término, el interés presente en gran parte de sus novelas y crónicas por el perfil de los otros: africanos, esclavos, homosexuales, travestis, luchadores sociales y los propios portugueses atados a su particular destino de conquistadores conquistados, a su vez, por la ambición. A estas dos últimas aristas de la obra de António Lobo Antunes dedicaremos nuestros esfuerzos sucesivos; toda vez que ya hemos aclarado con suficiencia que su obra posee innumerables matices.
Los recuerdos de los personajes vertebran el pasado, al tiempo que proporcionan indicios del presente desde el cual se está narrando la historia. Memoria de elefante comienza con la intervención del personaje principal recordando a su padre, ambos psiquiatras, al que acompañaba al hospital en el que él mismo trabajará varios años después. Comisión de las lágrimas, novela en la que Antunes recupera un pasaje aciago de la historia de Angola, avanza a través de la memoria como recurso narrativo desde donde la evocación se combina con el ahora, creando un mosaico alucinante en el que presente y pasado colaboran para mostrarnos las vicisitudes de una familia africana. El pater de esta familia, sacerdote evangélico, participará en la tristemente llamada Comisión de las Lágrimas, organismo dedicado a la tortura de disidentes políticos. Y será su hija, hacinada en un hospital psiquiátrico, la que, a través de recuerdos confusos, caóticos, deshilvanados, irá reconstruyendo, a lo largo de más de doscientas páginas de apretada prosa, todo lo que sucedió en aquellas tierras. Sueños, ilusiones, dolores presentes y heridas lejanas se tienden la mano, como si António Lobo Antunes intentara decirnos que la realidad se compone en gran medida no sólo de aquello que recordamos sino de cómo lo hacemos nuestro, y de la repercusión de ese pasado en la materialidad del presente.
Puede parecer baladí afirmar que un escritor se preocupa por los «otros», dado que de una forma o de otra la literatura es un universo de relaciones humanas. Incluso la literatura fantástica, que a menudo genera narrativas en donde las relaciones no se dan según el cauce esperado, conserva rasgos, si bien dislocados, de relaciones entre agentes, sean éstos de la índole que sean: animales, objetos, seres fantásticos o personajes con rasgos humanos… No obstante, al referirnos a António Lobo Antunes como un escritor preocupado por el perfil y las cualidades de los otros, queremos resaltar el numen humanístico que se percibe en sus obras. Prácticamente en todas ellas, los seres humanos, sin importar su rango o sus debilidades, están atados al devenir, al «orden natural de las cosas». Mientras que el enfrentamiento entre razas y culturas aparece bajo su pluma como una condición contingente. De suerte tal que no importa si estamos leyendo una narración sobre Angola, sobre la «Lixboa» del siglo xvii o sobre los bajos fondos en los que a menudo se mueven los hombres y mujeres cuya sexualidad los obliga a guarecerse en el anonimato y la sombra. Pues el encuentro con el otro, según Antunes, está marcado por las desavenencias, obstáculos, sufrimientos y dolores repartidos y sufridos sin excepción de raza.
Por otra parte, más allá de esta calidad de reconocimiento mutuo, la literatura del escritor portugués se inclina por los personajes cuyo contexto social los convierte en seres vulnerados por la historia, por la capacidad tecnológica, por el idioma, por el color de la piel o por su preferencia sexual. Da voz a los desarraigados, aquellos que permanecen encerrados entre las monótonas noches de los hospitales psiquiátricos, por ejemplo. Lo mismo que a los exploradores que, de un modo distinto pero con la misma crudeza, se encuentran encerrados en sus propios sueños de bienestar y éxito. Hombres atrapados por su ambición, como sucede en Auto de los condenados (DeBolsillo, 2012), historia en la que una cuantiosa herencia sirve de pretexto para desnudar las pasiones humanas más viles, los rasgos más deleznables de una familia portuguesa, compuesta por seres que son, al fin y al cabo, tan semejantes a los angoleños, que padecieron sus propias luchas, instigados por un hambre semejante de poder.
Resumido en unas cuantas palabras, la literatura de António Lobo Antunes ha merecido la atención de la crítica y la predicción de su permanencia en la historia de la literatura, no sólo porque su manejo del portugués es célebre, rico e incluso difícil en algunos pasajes; sino porque confía en la posibilidad humana de mirarse en los otros y reconocerse tanto en los rasgos loables como en los vergonzosos, sin reparar, por supuesto, en distinciones frívolas. Lejos, también, de los prejuicios que separan a seres que en el fondo se parecen tanto, y que se necesitan con la misma fuerza con la que a menudo se odian.