De almas, amistades y artificios. Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro / Alberto Villalobos Manjarrez
Nada soy, nada paso, nada sigo
Traigo, por ilusión, mi ser conmigo.
No comprendo comprender, ni sé
si he de ser, siendo nada, lo que seré.
Fernando Pessoa, 1923
Platón es claro cuando, en el Fedón, explica que el alma es un principio simple y puro que existe antes de estar en el mundo y que persistirá una vez que el cuerpo haya desaparecido. El alma entonces debe purificarse y dirigirse hacia lo inmutable, lo imperecedero y lo eterno; ella debe contemplar, cara a cara, una Idea como la Belleza, cuya luz divina disminuye por completo cualquier otro resplandor sensible. La orientación del alma hacia la Belleza, que va de los cuerpos hacia los discursos, y después hacia la virtud, no es otra cosa que el Eros, el amor. El deseo de realizar un amor, pero ahora en este mundo, es el motor de lo inverosímil, de lo imposible, es decir, de la transformación de un alma en algo que quizá tendría que oponérsele, un cuerpo. Tal es la revelación final de la novela La confesión de Lúcio, de Mário de Sá-Carneiro. La imposibilidad de una relación amorosa entre dos amigos da lugar a una creación sin igual donde el alma de uno de ellos, Ricardo de Loureiro, adopta la forma material y concreta de una mujer, Marta. Compañera ideal para un poeta, con «un rostro hermosísimo, de una belleza vigorosa, tallado en oro». Se trata del rostro del alma del poeta que toma por amante a Lúcio. Mujer vaporosa, triste y fugaz que muerde los labios de su amante casi frente a los ojos de Ricardo, su pareja, quien es, finalmente, ella misma.
Esta mujer desmemoriada parece no existir sino a través de los encuentros con un amante. Al intentar recordarla, a Lúcio se le diluyen sus facciones como en sueños; en su lugar surgen los rasgos de Ricardo. Lo mismo sucede con los besos que, aun cuando provienen de esta rubia y esbelta mujer, se deben también a los labios de su amigo. El origen de esta materialización del alma en una mujer se encuentra en la impotencia de un ser sin afectos e incapaz de amistad, como Ricardo, que desea amar a Lúcio. Esta alma, material y suplementaria, surge en el lugar donde el amor no es posible y consuma el encuentro. «En el momento en que la hallé —¿oyes?— fue como si mi alma, al ser sexualizada, se hubiera materializado. Y sólo con el espíritu te poseí, ¡materialmente! He ahí mi triunfo… ¡Triunfo inigualable¡ ¡Grandioso secreto!».
Al contrario de Platón, para Sá-Carneiro el alma puede morir, puede suprimirse a sí misma; y esto sucede en el momento preciso en el que el secreto, el misterio, es visible para Lúcio: Marta es en realidad el alma de Ricardo que se ha transformado en el cuerpo de una mujer. ¡Un mismo individuo presente en dos cuerpos de sexos distintos! Un alma material que goza con múltiples amantes. Ricardo asesina a Marta justo cuando esta verdad ha sido mostrada; el poeta se destruye a sí mismo cuando dispara a la mujer que es su alma. La contemplación de esta terrible escena empuja a Lúcio al aislamiento, después de cumplir una condena en prisión, puesto que se le ha atribuido el asesinato de su amigo. La inverosimilitud de la historia es lo que impide a Lúcio mostrar su inocencia. Él tiene que pagar, que expiar, el haber presenciado lo imposible. Un misterio pasado que a Lúcio le parece ajeno, como si él no lo hubiera vivido, sino otro. Así, sólo le queda esperar la muerte, el hundimiento en un sueño más denso que el de esta vida.
Y si bien se trata aquí de la ficción de un mismo individuo repartido en dos sexos, cuya muerte no se la ha dado otro sino él mismo, para Fernando Pessoa el surgimiento, la transformación y la desaparición de un alma, de otro dentro de uno mismo, no era sólo la invención de un personaje por parte de un autor, sino un fenómeno que hace explosión hacia adentro, incluso de modo involuntario, donde alguien se desvanece y otros toman su lugar. Pessoa recuerda cómo es que él mismo desaparece en las ocasiones en que Álvaro de Campos y Alberto Caeiro, dos de sus más importantes heterónimos, discuten con fervor sobre Metafísica. La permanencia y la estabilidad de la identidad personal, del yo, muestran así su inconsistencia; esto porque quizá la identidad tiene en realidad la estructura de una simulación. «Desde que me conozco como siendo aquello a lo que llamo yo, me acuerdo de precisar mentalmente, en figura, movimientos, carácter e historia, varias figuras irreales que eran para mí tan visibles y mías como las cosas de aquello a lo que llamamos, acaso abusivamente, la vida real».
Los heterónimos no sólo surgieron mediante un esfuerzo creativo por parte de Pessoa, sino que el escritor fue el lugar donde ellos simplemente aparecieron. Así es como este autor describe el surgimiento de Caeiro: su propio maestro nace en su interior. Campos y Ricardo Reis son los discípulos de este primer heterónimo. Reis, por ejemplo, nace dentro del alma de Pessoa un día de enero de 1914. El poeta no se asume como el creador de estas almas, sino que se identifica sólo como el testigo de su gestación tanto subjetiva como literaria. Pessoa no está ahí cuando ellos discuten, divergen y dan forma a sus estéticas. La poesía latinista de Reis está marcada por un triste epicureísmo basado en una vida aislada, en la ausencia del dolor y en la búsqueda de suaves placeres, donde los versos son música que, más que con emociones, se elabora con ideas. En cambio, para Campos la poesía es una prosa cuyo ritmo es siempre artificio. Este último heterónimo, ingeniero naval de profesión, desarrolla en su poesía una nueva forma de despersonalización que caracteriza a este autor múltiple.
Si Pessoa es el terreno, el espacio donde nacen otras almas, por parte del heterónimo ocurre otro movimiento en el que una identidad, que a su vez surge dentro de otra, se mezcla con fenómenos como navíos, mares y brisas. Las contingencias del alma del heterónimo, tal y como se muestran en su poesía, se confunden con la forma misma de la naturaleza. Habría entonces momentos donde ya no es posible distinguir entre imaginaciones, sensaciones y cosas. Así, en «Oda marítima», las sensaciones de Campos se vuelven un barco movido por el viento; su imaginación, un ancla medio sumergida; y su ansia, un remo partido. «¡Y vosotras, oh cosas navales, mis viejos juguetes de sueño! / ¡Componed fuera de mí mi vida interior! / ¡Quillas, mástiles y velas, ruedas del timón, jarcias, / chimeneas de vapores, hélices, gavias, flámulas, / galdropes, escotillas, calderas, colectores, válvulas, / caed por mi interior en montón, en tropel, / como el contenido confuso de un cajón vaciado en el suelo!».
El alma de Campos es interferida por la atmósfera de los muelles; sus emociones son envueltas y absorbidas por las aguas. Sin embargo, la transformación de su alma no se detiene ahí, sino que, además de estar en las cosas, se encuentra más allá de éstas, es decir, en las acciones humanas. Los movimientos del alma son también las violentas acciones de piratas que matan y saquean cruelmente. «¡Los piratas, la piratería, los barcos, la hora, / aquella hora marítima en que las presas son asaltadas, / y el terror de los apresados huye hacia la locura —esa hora, en su total de crímenes, terror, barcos, gente, mar, cielo, nubes, / brisa, latitud, longitud, vocerío, / quisiera yo que fuese en su Todo mi cuerpo en su Todo, / sufriendo, / que fuese mi cuerpo y mi sangre, / compusiese mi ser en rojo, floreciese como una herida hormigueando en la carne irreal de mi alma! // ¡Ah, serlo en todos los crímenes!». En la «Oda», el alma se vuelve también un cuerpo sufriente donde las venas de Campos son las superficies que los cuchillos perforan; su inteligencia es la cubierta donde se lleva a cabo la carnicería; y su vida misma es el conjunto convulsivo de una feroz piratería. El alma de Campos no sólo es parte del mundo, sino que ella, por sí misma, es ya un mundo que contiene mares, atmósferas, mástiles, cubiertas, cuerpos, piratas y muerte; un pandemonio de sangre que posee toda la intensidad emocional que caracteriza a la poesía del ingeniero, y en la cual Pessoa reconoce una gran fuerza que a él siempre le faltó en vida.
Para Bernardo Soares, el semiheterónimo de Pessoa, es decir, un alma que no es enteramente este escritor, sino una parte suya, una mutilación, el mundo es una fuerza ciega en la que las enfermedades, las guerras, los desastres y las tormentas son las manifestaciones de una sola y misma potencia. «El monstruo inmanente en las cosas tanto se sirve —para su bien o para su mal, que al parecer le son indiferentes— del remover de piedras en lo alto como del remover de celos o codicia en un corazón. Las piedras caen, y matan a un hombre; la codicia y los celos arman un brazo, y el brazo mata a un hombre» (Libro del desasosiego). Para enfrentar a este cosmos, brutal e indiferente —donde Dios, si existe, ocupa una angustiante posición debido a que también reconoce su propio sinsentido, tal y como se lee en «La hora del diablo»—, Pessoa recurre a la literatura para hacer de la vida un sueño. La literatura es el arte de la simulación de la vida: historias que nunca han ocurrido; versos cuya forma nadie utiliza en lo cotidiano.
De simulacros, fingimientos y artificios está compuesta la compleja sensación que somos nosotros mismos; sensación que, si es en extremo dolorosa, conviene hacerla pasar por la escritura. Es así como Pessoa enfrentó quizá la desaparición de un alma que no estaba dentro de sí mismo, sino en otro, pero que lo dejó con el corazón inerte. Sá-Carneiro, el más íntimo de sus amigos, con quien lo unían un gran respeto y una profunda admiración —al punto de situarlo, si de narrar lo extraño se trata, a la altura de Edgar Allan Poe—, y con quien funda la revista Orpheu, se suicida en abril de 1916 en la ciudad de París. «Hoy, falto de ti, soy dos a solas. / Hay almas pares, las que conocieron / dónde los seres son almas. // ¡Cómo éramos sólo uno, hablando! Nosotros / éramos como un diálogo en un alma».
Según Pessoa, su amigo era un genio al que los dioses amaban demasiado y, por ese motivo, le dieron una muerte prematura. A causa de la tragedia, el poeta se reconoce a sí mismo como un triste sueño, como un alma plural que ha quedado solitaria; sin embargo, como Pessoa entiende que el mundo y la brutal indiferencia de sus acontecimientos son un basurero de fuerzas instintivas, múltiples fuerzas ciegas e impasibles frente a la alegría y el dolor humanos, exclama sobre la muerte de su amigo: «Si así es, ¡que así sea! Así lo han querido los Dioses». Aquí se vislumbra otra verdad, además de la que corresponde a la indiferencia del mundo, que no cesará de atravesar su obra y la de la mayoría de sus heterónimos: esta verdad concierne a la irrealidad que constituye el alma, el corazón, de todo lo que sucede. Irrealidad que florece en el alma humana, donde la alegría y la tristeza son siempre algo fingido. «¿Serán las almas sinceras / así también, sin saberlo? // Ah, ante la ficción del alma / y la mentira de la emoción, / ¡con qué placer me tranquiliza / ver una flor sin razón / ser mía sin corazón!». Es así que quizá la génesis de los heterónimos, tanto del que tiene al niño Jesús en su interior —Caeiro—, como del que se suicida tras un riguroso y racional examen de la vida —el Barón de Teive—, se encuentre en asumir que somos algo que ocurre sólo como en sueños.