Un lemming pende en la infecunda página.
No se anima a caer. Se afianza al resbaloso
precipicio, todo él uñas violetas y molares.
Vamos desbrozándole el camino. Pisémosle
el meñique ahora que está en la orilla. Con
suerte caiga en algún verso hospitalario
donde haga falta un lemming o aún sorprenda.
No me sueltes, piedad, sigue escribiendo.
Clásico. De nuevo se hace el mártir. Sus iris
de madonna se cuajan de vitrales. Ah, pero
esta vez no escapa, lezamiano, ni a pasos de
serpiente evaporada, ni a gatos extendidos.
No es necesario el peso de una bota, los
nudillos sangrantes, el grito despoblado,
bastará con que el ojo se desvíe del cursor,
suene el teléfono, la cena esté servida,
una muchacha entre rotunda en el café
—pido perdón por escribir muchacha—
para que lo destripe esa blanca intemperie
de la tecla delete, fiel justiciera. Y luego
nada. Ya pasó. Sefiní. Vayamos a otra
idea. ¿Quién podría lamentar lo deshilado
antes de ser tejido? Y en rigor, ¿a quién
importa un lemming que teme suicidarse?