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Llegué a Lisboa con el firme propósito de mirar la ciudad sin la influencia poética de Fernando Pessoa (poeta al que había leído desde mis juventudes) para lograr una impresión poco turística del lugar. Sin embargo, me encontré una ciudad que guarda en su transcurrir cotidiano una presencia etérea más allá de los lugares, los monumentos y las historias que la representan. De barrio en barrio, entre calles empinadas que bajan y tranvías que suben, vemos los diferentes sentires y sentimos las distintas aproximaciones a la realidad que se van sucediendo en los cambios de topografía y de luz. Descubrí entonces que Fernando Pessoa (1888-1935) es un punto de partida que ayuda al forastero a entrar en la sinergia de la ciudad, en su imaginario profundo, en un transcurrir que ocurre dentro de calles, plazas, edificios, cafés.
A diferencia de muchas ciudades que explotan la fama de figuras importantes, Lisboa honra a Pessoa de manera discreta y permite recordarlo al margen de lo trivial y discurrir por sus barrios y paisajes con el alma de las diferentes voces de esos distintos seres que salieron de la pluma del escritor. Su lectura y su evocación acompañan al visitante, a través de sus heterónimos, porque la obra del poeta habita el instante que es inhabitable y destruye el yo superficial (al decir de Octavio Paz en Cuadrivio, de 1991). Ambas vivencias equivalen a lo que experimenta quien llega a un sitio desconocido: el tiempo inicia y el yo se desvanece para encontrar ese otro yo que se encuentra en un mundo sin códigos y cuya única sobrevivencia puede nacer de la mirada fértil y de un deambular creativo. Nunca somos más irreales que cuando llegamos a un país desconocido. Leemos en «Tabaquería», de Álvaro de Campos: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo…».
Lisboa es una ciudad de sectores diversos y contrastados, en primer lugar por la conformación de sus relieves: el ritmo diario cambia si se está en el «barrio alto» o a ras del suelo, «en el barrio bajo». Es una ciudad poética, desde ahí se dominan los ríos y los mares, la mirada se dirige hacia la luz y hacia los confines del mundo.
Comprendo ahora cómo Portugal, tan rodeado por el mar, pudo haber producido un poeta como Pessoa, quien no fue un poeta, sino varios poetas. Pero como Lisboa puede ser muchas ciudades a la vez, según el barrio en que uno se encuentre, también se apodera de la ciudad una ausencia, que es lo que finalmente nos dejan los heterónimos del autor: voces diversas, contradictorias unas, las otras complementarias. Un continuo de nombrar las cosas y los seres y las emociones y los pensamientos. De la penumbra de la vida pública, desde la timidez y la torpeza de la vida práctica, al salto sin regreso de la imaginación. Desde los poemas bucólicos del campesino sin estudios Alberto Caeiro, los textos filosóficos y futuristas del ingeniero de educación inglesa Álvaro de Campos, las odas de tradición clásica de Ricardo Reis, médico latinista y monárquico, hasta el propio Fernando Pessoa, autor del único libro publicado en vida en portugués, Mensaje (1934), y su ortónimo Bernardo Soares, quien firma El libro del desasosiego. Desde esa vida gris de oficinista hasta los ciento veintisiete heterónimos descubiertos en un baúl que dejó en su habitación. Sobre ellos afirmó: «No podrá decirse que son anónimos o seudónimos, pues en realidad no lo son. La obra seudónima es la del autor en su personalidad, salvo en el nombre con que firma; la heterónima es la del autor fuera de su personalidad, es una individualidad completa fabricada por él, como si fueran los parlamentos de cualquier personaje de cualquier drama suyo».
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Inicio mi recorrido en la plaza del Comercio, una plaza abierta al río Tajo que corre desde España y desemboca en el mar frente a Lisboa. En una esquina de la inmensa plaza encuentro el café Martinho da Arcada, el más antiguo de Lisboa, adonde Pessoa acudía a leer y escribir y donde se reunía con algunos colegas. Es un café sencillo, de aspecto normal; dentro hay una pequeña galería de fotos del niño y del joven poeta y la mesa donde solía sentarse: allí permanecen la taza de café, el vaso, una libreta y algunos libros.
Más adelante cruzo el Arco de la Rua Augusta y camino por esas calles angostas y sinuosas del centro de Lisboa. Llego a la plaza de Rossio y remonto la colina para llegar al barrio de Chiado, donde hay museos, librerías y el café A Brasileira, donde se comenzó a beber café traído de Brasil. Desde 1908 funciona como cafetería y como lugar de tertulias entre artistas, como las que sostenían —junto con otros creadores— Pessoa, el pintor José de Almada Negreiros y Mário de Sá-Carneiro, quienes dieron inicio al movimiento de vanguardia en Portugal a través de la revista Orpheu (publicada con sólo dos números en 1915); un movimiento al que llamaron Modernismo: mezcla de futurismo y cubismo. A la entrada del café, en la terraza, existe una estatua de bronce de Fernando Pessoa, y, al lado suyo, una silla vacía también en bronce, para que el transeúnte se siente por unos instantes al lado del escritor.
Camino la ciudad y comienzo a platicar con su gente, logro entablar conversaciones largas y nutridas con los escritores actuales: Nuno Júdice, Lídia Jorge, Rui Zink, Gonçalo Tavares, Manuel de Freitas, Catarina Santiago, Margarida Vale de Gato, António Poppe, Maria do Rosario Pedreira, Dulce Maria Cardoso, Miguel Martins, Sérgio Almeida, Filipa Martins, José Alberto Oliveira, Tiago Aráujo, Fernando Aguiar, Miguel Manso y otros más. A cada uno lo encuentro en una zona diferente, a horas distintas. La luz entonces se acomoda de acuerdo a su tono y a su decir. Con algunos converso en prosa y con otros en poemas. Entonces la ciudad se conforma de otra manera. Pero es una manera que continúa la palabra de Pessoa, como inspiración y horizonte; es enigma y es el pentagrama sobre el cual se sigue creando y recreando. El punto desde el que se asume o se niega una tradición.
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A través de la conversación, y en el intento de trazar el mapa de la literatura de nuestros días, descubro a varios escritores tan importantes como Pessoa, poco conocidos en nuestro país. Me refiero a Mário Cesariny, Herberto Helder, Sophia de Mello Breyner Andresen y Agustina Bessa-Luís. Cuatro puntos cardinales de la literatura lusitana.
Mário Cesariny (1923-2006), pintor y poeta, se formó en París, donde conoció y trató a André Breton, de inmediato se identificó con el surrealismo y muy pronto formó el movimiento surrealista portugués. Caracterizan a su obra el humor, a veces ácido, una ironía violenta y el recurso de lo absurdo, así como poemas de escritura automática, neologismos e inventarios caóticos. Los poetas contemporáneos lo consideran un maestro y un precursor de la literatura lusa actual. En su libro Manual de prestidigitación (1981), leemos en su poema «Denuncia»: «ese girasol / amarillo y solo / tiene que es el sol / la luz que lo giró…».
Herberto Helder (1930-2015), poeta, traductor, periodista, bibliotecario, muy admirado por los escritores, es considerado el mejor poeta lusitano después de Pessoa. En 1968 decide retirarse de la vida pública tras perder su trabajo en la radio y la televisión por haber publicado un libro sobre el Marqués de Sade. Así, su vida literaria transcurrió lejos de premios, entrevistas, fotos, incluso rechazó el Premio Fernando Pessoa en 1994. Desempeñó todos los oficios: obrero, cajero de banco, meteorólogo, publicista, farmacéutico, corresponsal de guerra, etcétera. Desarrolló una vasta obra, rigurosa y original: «Las mujeres piensan como un impensado rosal / que piensa rosas. / Piensan de espina en espina, / paran de nudo en nudo. / Las mujeres echan hojas, reciben / un orvallo inocente. / Después su boca se abre. / Verano, otoño, la ola dolorosa y ardiente / de las semanas, / pasan por encima. Las mujeres cantan / en su alegría terrena…» (O el poema continuo, 2006).
Sophia de Mello Breyner Andresen (1919- 2004) fue una de las poetas portuguesas más importantes del siglo xx. Recibió en 1999 el Premio Camões, y en 2003 el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Al decir de Eduardo Moga, una «exhalación afirmativa» la recorre desde su primer libro, Poesía, publicado en 1944, hasta el último, Mar, aparecido en 2001. Es un rasgo singular, que la distingue del resto de la lírica contemporánea, sumida en la introspección elegiaca, en el lamento del yo. La poesía de Sophia de Mello, como las novelas de Mark Twain, transmite un sentimiento de felicidad: es risueña y confiada; parece encontrarse a gusto en el mundo: «Regresaré al poema como a la patria a la casa / Como a la antigua infancia que perdí por descuido / Para buscar obstinada la sustancia de todo / Y gritar de pasión bajo mil luces encendidas» («Regresaré», en El nombre de las cosas, 1977).
Agustina Bessa-Luís (1922), novelista, es una de las voces narrativas más originales de Portugal. Su vastísima obra tiene referentes simbólicos de Dostoievsky, Tolstoi, Virginia Woolf, Proust, Thomas Mann y Kafka, y llega a una libertad estética muy personal, que construye a partir de fantasías oníricas y exuberantes metáforas. Logra también una visión histórica contemporánea que cuestiona los orígenes europeos. Existe, desde sus primeros escritos, una intención de combatir el sentido común como esa fuerza que atenta contra la soledad y la individualidad de los seres humanos. Trabajó en prensa y fue directora del periódico O Primeiro de Janeiro, en Oporto. Fue miembro de la Junta de Escritores de la Comunidad Europea, directora del Teatro Nacional D. María II y miembro de la Academia Europea de las Ciencias, las Artes y la Letras con sede en París, entre otros cargos. Ha recibido también numerosas distinciones, como el Premio Camões. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine. En una entrevista con Fuentetaja (talleres de escritura creativa) responde: «Escribir es conmover para alejar la angustia y hacer más leve el miedo, que los pueblos sienten siempre como una fusión de laboratorio, cada vez más sofisticada. Pienso que el escritor que tiene más éxito (no de librería, sino de integración social profunda) es aquel que protege a los hombres del miedo: por audacia, delirio, fantasía, piedad o deformación. Pero por qué se escribe, exactamente no se sabe. Pues la precisión poética de un acto humano no se corresponde totalmente con su evidencia. Se ama la palabra, se utiliza la escritura, las cosas despiertan del silencio en el que han sido creadas. Después de todo, escribir es un poco corregir la fortuna, que es ciega, con la alegría de la naturaleza, que es previsora».