Es media tarde y estoy en el jardín de la casa. Como tantas otras tardes, me acompaña un vuelo de golondrinas. Aparecen de improviso y comienzan con sus juegos. Son cinco o seis, pero es difícil estar seguro, pues van y vienen, giran en círculos, forman espirales que apenas creadas se desvanecen. Las miro elevarse como el clavadista que deja el trampolín, se suspende unos instantes en el aire e inmediatamente después se pliega para caer en picada. Recordando a los bailarines del Butoh, escribe Pascal Quignard: «Olvido incluso el agua en la que estoy inmerso y donde bailo cuando danzo en el aire. Danzo en el aire como si fuese agua». Ésta es, precisamente, la sensación que dejan las golondrinas que ahora revolotean, se alzan, descienden y remontan de nuevo en el claro que ha quedado sin sembrar en el maizal vecino. A veces, una de ellas —pero tal vez sea siempre la misma— vuela directamente hacia mí cuando las miro inmóvil desde el puente, y justo unos metros antes del contacto me evita con un requiebro lleno de gracia. ¿A qué juego me invita? No, desde luego, a seguirla. Quizá sea tan sólo que le apena la gravedad de mi condición terrestre y decide hacerme participar, como un elemento más, en el tejido sutil de su insuperable acrobacia.
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Toda la mañana, mientras entro y salgo de casa, me detengo unos minutos para admirar la tarea que se lleva a cabo en el labrantío vecino. Hace unos días desbrozaron el terreno y ahora, bajo un sol poco clemente, el hombre empuña el arado mientras con la mano libre sostiene las riendas de dos caballos que ejercen la fuerza de tracción. Una ceremonia tan antigua que aquí, a orillas de la mutable Laguna, pareciera haberse perpetuado sin modificar un ápice los elementos que la componen desde siempre: el arado de hierro, el labriego, los caballos. No las máquinas, sino las bestias y el hombre en una suerte de familiar contubernio. Una tarea que, a ojos vista, resulta más que ardua, pues el terreno está compuesto, en buena medida, por recias piedras que a cada paso la estorban. «¡Órale, cabrones!», oigo el grito que tiene como propósito hacer que el par de alazanes se dé vuelta al llegar al límite de la parcela. El sol cae a plomo mientras la tierra abierta en los surcos nos muestra el color profundo de su entraña humedecida. Estoy de regreso en el comienzo de la civilización.
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Ayer abrieron las flores que conocemos como reinas de una noche (Epiphyllum oxypetalum). Luego de una larga reticencia, de una indispensable demora para aclimatarse a su nuevo domicilio —este jardín a orillas de la gran Laguna—, advertimos los brotes rosáceos que, justo en los bordes de las hojas onduladas, son la noticia de su próxima floración. Las flores alimentan su blancura día tras día en la punta de un tallo purpurino, van congregando sus pétalos en un capullo protegido por filamentos que las circundan como una mínima armadura vegetal. Una vez alcanzado el tamaño idóneo, al caer la noche, las reinas comienzan el largo proceso de ir abriendo lentamente su corola. Son exactamente doce. Gabriela y yo hemos montado guardia para seguir palmo a palmo el desplazamiento que se da simultáneamente en ellas. Una vez abiertas, en todo su esplendor, las corolas son más grandes que mi mano extendida. En su interior impera una blancura femenina; es, efectivamente, un gineceo poblado de estambres que parecieran los tenues vasallos de un pistilo que se yergue en el centro y del que emana un olor delicadísimo, apenas dulce, como debe de ser el aroma de una reina, o de una ninfa… Hay una voluptuosa sensación al hundir el rostro entre los pétalos frescos y aspirar directamente la exhalación misteriosa de su cáliz. Aquello no dura más que una sola noche, la única, la más larga noche del mundo. A la mañana siguiente contemplamos la flor cerrada, exánime, que el viento balancea todavía sujeta al tallo, como una reina vencida por el peso de su propia, efímera belleza.
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Son dos, el pato y la pata. Él, orgullosamente blanco de pies a cabeza; ella, más pequeña, luce con indiferencia su plumaje variopinto, en tonos que oscilan entre el gris y el marrón. Se les ve invariablemente juntos, transitando con soltura de un jardín a otro; ella siempre al frente, como dirigiendo la caminata hacia un lugar insospechado pero cierto; él apenas unos centímetros atrás, como guareciéndola, como si le preocupara ese su andar tan resuelta, tan dueña de sí, tan al margen de cualquier peligro. Van y vienen, entran y salen de mi jardín pasando con elástica audacia por debajo de la reja sin que una sola de sus plumas quede presa en el intento. Con frecuencia los miro pasear sobre la calle empedrada, después de la lluvia y chapotear resueltos en un charco. Sólo una vez he visto al macho solo. Durante varios días lo encontré deambulando por mi jardín, sin ton ni son, emitiendo su característico graznido, batiendo de cuando en cuando las alas y alzando su cuello como para ver mejor. Luego, fatigado, se echaba en el pasto, justo frente a mí, que podía verlo desde mi mesa a través del ventanal. La pata brillaba por su ausencia. Comencé a preocuparme. ¿Se la robarían? O, peor aún, ¿se convertiría en el festín de alguno de los bravísimos perros del vecindario? Una noche, ya tarde, volví a escuchar el doble graznido. Me asomé por la venta y, bajo la luz insuficiente del único farol, pude verlos. Llegada de quién sabe dónde la pata encabezaba la marcha y el pato, muy blanco, detrás.
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Oigo esta lluvia. No la de ayer, no la de mañana. Esta lluvia, la de esta noche, la que cae ahora, en el momento en que la escribo. La lluvia en calma, sin tormenta que la anuncie, la que se presenta de pronto, la que llega porque sí; la lluvia quieta, la que viene y se queda, la que está de paso como una sombra y cae con su peso más ligero que la sombra en la noche. Oigo esta lluvia que me permite escribirla, que me da tiempo, que tiene una sustancia tan parecida al tiempo. Esta lluvia, la de ahora, la de siempre, la lluvia en quietud, la lluvia que aligera, la lluvia que es aún más suave que mis dedos, más pequeña que los tuyos. La lluvia que sigue, la que cae sin promesas, sin augurios, sin redención; la lluvia que es sólo lluvia, la que ahora, justo en este momento, acaba.