Habría que hacer historia de las cosas comunes y, por tanto, imposibles de contarse de nuevo, de modo singular, sin caer en la fragmentación de ese pequeño objeto por inventar de nuevo: imaginarlas de modo diferente, recordarlas de estadios anteriores a lo que no es memoria pero tampoco se olvida de manera consciente. Es decir: habría que hacer posible, por ejemplo, el vuelo de una rosa. Si el círculo de un discurso miente menos porque habrá de encontrarse el fin con su principio, busquemos un cuadrado más fértil para el huerto poético. Y traigamos a un niño para sembrar la flor de la palabra entre los surcos de un silencio veraz, propiciatorio de lo que apenas flota, lejos aún de trinos y de música. La cigüeña es un ángel que coloca en la tierra su parte más humana. Y la deja en reposo. Tranquila. Fermentándose a golpes (o tal vez caracteres, ciento cuarenta o menos), para cerrar la mano. Empuñada, como un botón común, esa flor nos advierte que no es botón cualquiera: es una rosa. Además, al escribir en los pétalos de una flor se desbaratan todas las conclusiones de una historia, porque cada pétalo, cada hoja, cada espacio conforma, al mismo tiempo, una historia menor, la de otras rosas inéditas, de carne, de madera o enfermas.
Por otra parte, tampoco cualquiera es un piloto. Y menos aprendiz, como bien lo sabía Antoine de Saint-Exupéry. Si somos responsables de la rosa que amamos (para el autor de El Principito fue su esposa, Consuelo), qué rosa es una rosa es una rosa para Miguel Maldonado, quien la guarda en un cofre de Destrazas Ediciones y le da su lugar entre los tipos móviles, el papel de algodón y, sobre todo, entre esos surcos delicados que forman las tres líneas que no son un haikú y tampoco pretenden emular los tercetos del gran Dante Alighieri.
El vuelo de la rosa, de Miguel Maldonado, nos ofrece poemas mayormente en tres líneas, en la tónica que el autor se ha planteado desde su poemario 420 golpes (Mantis Editores, edición bilingüe español-inglés, Guadalajara, 2012), en el cual comentaba el autor en la nota de advertencia: «420 caracteres, “golpes”, como solía decirse en mecanografía: espacio límite de redacción que permitía la red social Facebook, hoy día ampliado. Además de ser un ejercicio sobre el espacio y la posibilidad de sus límites, este libro es una reflexión sobre el tiempo calendárico: Libro de horas. Tiempo y espacio medidos, impuestos, que se liberan a través de la imaginación. Prueba de libertad dentro de los márgenes: libertad condicional».
Vemos ahora, en la progresión temporal, que el número de golpes se reduce, por imposición de Twitter, a ciento cuarenta caracteres como máximo. El vuelo de la rosa apareció como una aportación de @Migrerías, el alter ego o doble de Miguel en las redes sociales que han servido de espacio para pulir sus libros más recientes, para oficiar la brevedad del texto y aterrizar también como editor de libros. Si se trata de espacios, ubiquémonos bien: Maldonado no escribe reflexiones ni aforismos. Hace versos, poemas, en este caso pétalos que forman, poco a poco, una corola de milagros, si me dejan citar esa hermosura a la que diera luz el poeta rumano Lucian Blaga. Los hizo con las reglas de Twitter, los publicó en esa red social ilimitada y, sin embargo, aterriza sus poemas de una manera antigua, artesanal: mil ejemplares numerados, impresos en Estraza de setenta gramos y Fabriano cincuenta por ciento algodón de ciento treinta gramos. La fuente tipográfica fundida en linotipo para interiores es Medieval. Otras fuentes (Canterbury, Garamond Bold, Goudy Thirty, Univers, Wedding Text) en tipos móviles. La simbiosis perfecta del antes y el ahora.
Hay autores que reptan, otros caminan con lentitud, algunos más se arrastran, trotan, brincan. Incluso conocemos a algunos que difícilmente tocan piso si van en franco vuelo. Qué pasa con el tema de la rosa, enraizada, terrestre. Para poder volar debe ser deshojada. Cada rosa se diferencia de otra con el tiempo. Cada verso, si antes ha sido un verso, también ha sido un antes de otra rosa. A veces el perfume delata ese ser anterior de la palabra: se crece con los golpes y hace rememorar que a aquello que perdimos le llamamos edén (no purgatorio). La espina es el antecedente más humano que persiste en la rosa. Se endurece y afila lo que duele y así causa dolor a quien se acerca a la misma experiencia, pero no al mismo libro. El lenguaje se puede deshojar entre las manos. No en la boca: en la boca es botón, un conjunto de versos por decirse. Según una reflexión de Wittgenstein, en la tabla periódica los elementos por descubrirse ya tienen su casilla preparada; en la rosa, por decir la poesía, también existen los pétalos en blanco que esperan la palabra que los una al conjunto. O el ojo que los mire.
«La espina es el lobo de la rosa», dice Miguel Maldonado, y trae a colación ese otro libro suyo, Lobos (Taller Ditoria, 2012), de factura exquisita, artesanal también, que parece una marca en el autor poblano. Poco queda de sus primeros libros, con excepción del juego. Ya no hay oficio triste ni se visita El circo (Impronta, 2016) para hacerla de poeta. Miguel, lo dice él mismo, es aprendiz de vuelo. Y así como se necesita agitar muchas veces una pluma para lograr un verso, un conjunto de plumas puede ser un par de alas. Esa tarea tan dulce y tan ingrata necesita de los vientos propicios de este poeta y del poeta oeste. Del norte que es la luz y del sur de la tierra, del humus de todo lo ya escrito y abonado para lograr nada más (nada menos) que una rosa: señal de la inocencia.
Si un poeta abusa de los gestos que procuran el trazo de su rosa, hará que se desplome. El vuelo es una cualidad tan delicada que no existe en el hombre, que no es posible en él, pero sí en lo que escribe. Sí en la flor que imagina. Habrá que recortar hacia adentro lo mejor de un poema, aunque eso signifique, para la flor, conocer a su peor enemigo: la tijera. Sí en el pulso, irascible o prudente, que hace batir las hojas de los libros y levantar su vista hasta una luz más rosa que las flores y más viento que toda exhalación con la que, luego, aquel que vea sus pétalos, se diga: «No volaremos, Rosa. Pero nadie podrá robarnos nuestra vocación de aves». Por esto, la escritura no debe reducirse a una gramática sino aspirar a aquello que, por venir del hombre, al ser su porvenir, le ofrezca una manera de evitar su derrota. Ícaro es un ejemplo negativo. Antoine de Saint-Exupéry, el envés literario.
Todo acto de pensamiento es una imagen, dice Chantal Maillard. Todo acto de escritura es una rosa. Con un verso que se agite en el aire ya es posible un poema. Para tocar el poema hay que eludir la espina o, mejor, encajarla del todo. Qué efímero el dolor si no lo recordamos con algo más que sangre. Qué poca duración la del recuerdo lejos del persistir, del insistir, del nutrir sus raíces. De allí que me interese, mejor dicho: me parezca importante, que Miguel Maldonado se encaje, golpe a golpe, estas espinas que llevan a la rosa. Y pasemos, como su trayectoria de poeta, de la risa que provocaba su ligero sentido del humor a la brisa ligera de estos vuelos más altos. Es el aire, en sus cuatro costados, donde se hace posible encontrar esta voz interior que tal vez diga: dibújame una rosa. Son inhumanas las cosas sin historia hasta que las mostramos a alguien más. He aquí un botón de muestra.
l El vuelo de la rosa, de Miguel Maldonado. Destrazas Ediciones, Puebla, 2017.