Todos los días elegimos y la vida es un dilema constante. No elegimos conscientemente cuánto tiempo vamos a dormir ni a qué hora nos despertamos, pero sí elegimos la ropa que vamos a ponernos y qué tomaremos de desayuno. Aunque la elección de la ropa depende del lugar adonde vamos a ir (no es lo mismo una cita en un ministerio que un encuentro con los amigos) y el desayuno depende en parte de lo que hay en casa. Ninguna elección es del todo libre y tampoco es del todo impuesta. Los hombres estamos condenados a ser libres, según afirma Sartre. La palabra condenados es más fuerte con frecuencia que la palabra libres.
Elegimos los viajes que vamos a hacer, la persona con la que nos casamos, los libros que leemos. Todo eso parece claro, aunque también es cierto que el inconsciente nos envía dictámenes de quiénes somos en realidad, y que con frecuencia somos los esclavos de nuestros traumas, deseos y necesidades ocultas. Tengo una fijación por los colores verde y azul, por ejemplo, y no sé de dónde viene esa obsesión, quizá de algún episodio olvidado y siempre presente. Nuestra época ha privilegiado la elección propia y la libertad, aunque no la ha entendido del todo.
Elegir es inventarse y a la vez descubrirse. Cuando uno elige, también se da cuenta de quién es. Elijo escuchar a Brahms porque me dice algo sobre quién soy, lo mismo que Proust, Henry James, Francis Bacon y César Vallejo. Soy lo que elijo y elijo lo que soy y en esa ruta siempre vamos inventando algo. Soy también los argumentos, los personajes y el lenguaje que elijo cuando escribo novelas, y ése es el descubrimiento más esencial de todos.
Elegimos algo sobre nuestra vida, lo que podamos y nos permitan y lo que exijamos. No elegiremos nuestra muerte, salvo en algunos casos de suicidas privilegiados. Mientras tanto, elegir después de dudar es señalar un camino irreparable. A veces no somos lo que hemos elegido, sino lo que hemos rechazado, sin saber por qué. Somos lo que elegimos, pero también lo que rechazamos, lo que somos y también lo que no queremos ser, aquello que buscamos, pero también aquello de lo que huimos. Elegimos el todo y la nada, y vivimos eligiendo estar suspendidos. Y nuestra cultura favorece esa ambigüedad que nos lleva a la historia de nuestras incertidumbres. En la América Latina no se trata de «ser o no ser», sino de «ser y no ser». Quizá por eso somos más felices.