No elegí el color de mis ojos ni nacer en un hospital del barrio de la Capilla de Jesús en Guadalajara, un noviembre de 1953, ni ser la mayor de trece hermanas y hermanos, ni la salud que tengo o sus limitaciones. Pero sí elegí al hombre con el que vivo y el nombre que dimos a nuestros hijos e hija. Sí he podido elegir las palabras con las que les digo que los amo.
No elegí la época en que me tocó vivir, ni el idioma en que me expreso, ni mi país, pero mi vida ha estado llena de opciones comparada con la de muchísima gente. Como haber elegido estudiar Derecho y luego Literatura. O el oficio íntimo de escribir poemas. Bendigo —¿deberé decir agradezco?—, por tanto, las oportunidades de elegir que me han traído a la que soy cuando despierto cada mañana o digo «Buenas noches» al final del día.
Alguna vez alguien me dijo que de alguna forma elegimos nacer de nuestros padres por lo que de ellos podemos aprender. Es un pensamiento que me tranquilizaba cuando, en medio de las normales —¿quién no las ha tenido?— discusiones madre/hija (mi padre ya había muerto cuando me lo contaron) yo recordaba: Pero si yo la elegí… Hace mucho no discuto con mi madre, que es pura luz en su sentido común y su gracia tras un fuerte infarto cerebral. Ella ha elegido vivir con humor, sabiduría y generosidad en medio de su casi total inmovilidad. Pese a depender de otros para comer o estar arreglada, ha elegido celebrar la vida con la única mano que puede mover y con la que nos bendice. La veo y confirmo que la volvería a elegir mil veces.
Me pregunto cuáles serán las cosas que puedan elegir los nietos de nuestra generación, a los que les dejamos tan descompuesto el mundo, cuando les llegue su turno de hacerlo. Por lo pronto, deseo que nunca elijan hacerse daño ni hacerles daño a otros. Y que elijan cultivar la paz dentro de sí siempre. Lo cual implica muchas otras elecciones que tendrán que ver con su cuidado del agua y de los pájaros, con el cultivo de un jardín interior, con su disposición al juego, con apreciar el silencio y la soledad, así como las buenas compañías, con el bagaje de signos, gestos y palabras que aquilaten a partir del inicial balbuceo amoroso y festivo con sus padres y madres, y todos los demás que sigan.
Vivimos eligiendo a diario, y esta serie de pequeñas o grandes opciones nos van constituyendo. Ceder el paso o pasar primero, como peatones o ciclistas o en automóvil. Mirar en torno nuestro a las otras y los otros, saludar o no, cortar una flor y colocarla sobre la mesa, tomarnos el tiempo para no estar a las carreras, hablar o callar con un familiar alejado, respetar su silencio, pronunciar nuestros acuerdos y nuestros desacuerdos con palabras donde no haya ausencia de cortesía (toda la que se pueda, porque con los enojos y la prisa hay menos capacidad de elección pausada y más torrente de expresiones espontáneas), ponernos los tenis para caminar por el parque o seguir rumiando las noticias del día a través del periódico, la pantallita del teléfono o la computadora.
Hubo años en que cada domingo por la noche elegía la ropa que debía meter en las maletas para vestirme durante la semana laboral que desempeñaba en una ciudad de la frontera norte o en la Ciudad de México. Elegí, acepté trabajar lejos de casa durante tres años, y sólo veía a mi familia los fines de semana. Y fue una elección que me pesó porque me hizo tocar mis límites, pero que nos hizo crecer como familia, y a mí me obligó a reconocer que, para cuidar a otras, necesitaba aprender a cuidarme a mí misma.
Pocos años antes, como consecuencia de haber elegido un cargo público de defensa de derechos humanos, no tuve opción al recibir y tramitar una queja de honestos custodios de seguridad en una cárcel federal ubicada en Jalisco: había que protegerlos. Eso trajo consecuencias fuertes, tras la fuga de un capo del narcotráfico de esa cárcel cuyas irregularidades tuve que hacer públicas, no por gusto, sino porque se me quiso responsabilizar de lo sucedido. No elegí ese escenario de confrontación con la autoridad que debió haber actuado en cuanto le llevé la queja. Pero sí hubo una elección inicial de aceptar el cargo. Sobrevivimos, y agradecimos la supervivencia.
Tras alguna otra experiencia pública vinculada a la violencia contra las mujeres y otras formas de violencia terribles, busqué la paz interior con mayor ahínco. Elegí un largo camino, en diálogo con la ruta del perdón y la reconciliación que nos propone Leonel Narváez, misionero de la Consolata, colombiano, desde la Fundación para la Reconciliación, y como alumna o lectora aún inexperta de la metodología que fraguó durante su doctorado en Harvard. En ella, las personas podemos optar, ante un agravio, entre culpar a los otros de todo lo que nos sucede o asumir la parte, así sea mínima (o mayor) de responsabilidad que nos toca. Si elegimos el perdón, y no el rencor, construimos una nueva narrativa de lo sucedido. Dejamos atrás siglos de cerebro reptiliano y vengativo y nos abrimos a una ventana de futuro. Hacemos un acto de higiene en la memoria para situarnos en el presente. Nos ponemos en el lugar de los otros para entender mejor las causas que nos llevaron al agravio vivido. Aprendemos también a perdonarnos a nosotros mismos.
En este último trecho, y todavía en el trabajo por los derechos humanos y la igualdad, me pregunto cuántos de quienes hacemos esta tarea no tenemos que elegir cuidar nuestro sistema inmunológico y nuestra paz. Nadie con un mínimo de sensibilidad permanece impávido ante las múltiples violencias que hay en México. Es como si la piedra de Sísifo se nos entregara envuelta en llamas y filos cada mañana. Y en lo que nos hacemos de guantes y palas para empujarla, con esa perseverancia de hijos de la esperanza, se nos van años en un abrir y cerrar de ojos.
Este 1 de julio, jornada electoral, echaré de menos en la boleta a María de Jesús Patricio. México no puede caminar hacia la paz sin el reconocimiento pleno de sus pueblos originarios. No sé por quién votaré para la presidencia de la República. Pero sí elegiría una campaña no rijosa en todos los cargos. Claro, me dirán: Así dejaría de ser campaña, y para eso están los cuartos de guerra entre los distintos equipos de los candidatos. Y les respondería que lo que nos hace falta son cuartos de paz. Federales, estatales y municipales. Para cargos en los poderes ejecutivos y legislativos. Cuartos de paz para intentar maneras inéditas de lograr consensos, acuerdos fundamentales para la vida en democracia. No descalificaciones ni arañazos. Ya hay mucha guerra en todas partes como para tener que digerir cañonazos a todas horas, cuando oímos radio o vemos televisión o leemos la prensa o vemos anuncios. Ya nos hemos crispado mucho como país como para desperdiciar que éstas puedan ser unas elecciones que nos abran la puerta a la conciliación.
Elegiría a quien sea más capaz de ponerse en los zapatos de las y los vulnerabilizados y de dialogar con ellos y con todos en torno a una idea de futuro compartido como país, donde nadie, ninguna o ninguno sea considerado descartable o desechable. Elegiría a quien asegure una agenda de reconciliación y de acceso a la justicia. Pero me equivoco: no hay candidata o candidato que pueda asegurarnos esto desde un cargo público y cumplirlo aisladamente. La paz es tarea de todos, sociedad y gobierno: iglesias, universidades, centros de investigación, corporaciones empresariales, organismos de la sociedad civil para la igualdad, los derechos humanos, el medio ambiente, medios de comunicación, redes sociales. Y toca también a los poderes judiciales que no son llamados a urnas y tienen importante tarea en pacificar al país. Elegiría a quien pueda tender la mano a su contrincante e invitarlo a reconstruir la esperanza conjuntamente. A quien quiera avanzar por una agenda de libertades en medio de las diversidades múltiples que somos.
Cada mañana elegimos los modos de enfrentar el día, de vivirlo. No podemos tener paz si no optamos por constituirnos en seres pacíficos. Eso es más arduo que una elección política. Es el desafío para los adentros, por más que los afueras estén bajo un signo u otro. Elijamos nuestras horas despiertos como laboratorio de construcción de modos civilizados de habitar el presente y de hacer sostenible nuestra presencia. Sin causarnos daño, sin causarlo a otros. Optando por el cuidado del alma. No para asegurarnos la felicidad, sino para vivir dignos de ella. Como deseo que los nietos de nuestra generación, que creció con tantos sueños, y de manera tan arrojada (imposible dejar de pensar en esa canción, «Yo también nací en el 53», de Andrés Molina, interpretada por Víctor Manuel y Ana Belén), elijan un día, mientras absortos contemplan y agradecen la lluvia de flores de la jacaranda.