Musas de Cardenal
Las Carmen, Claudia, Myriam, Ileana, Meche, Conchita, Martha, Adelita…, que tanto abundan en los inicios de la vida afectiva y de la vasta y rica obra de Ernesto Cardenal, no son fácilmente identificables en la realidad y en la historia, pero no por ello inciden menos en la constitución de los mitos amoroso-poéticos del gran nicaragüense, ni dejan de ser (más bien, todo lo contrario) el eslabón fundamental que une la materia literaria con los referentes ambientales, sociales, políticos de las primeras décadas del poeta.
Cardenal, quien alguna vez dijo que «todos los apetitos y las ansias del hombre, el comer, el sexo, la amistad, son un solo apetito y una sola ansia de unión de unos con otros y con el cosmos», coincide una vez más con el otro gran poeta y monje trapense, guía, maestro y amigo suyo desde la juventud, Thomas Merton (estadounidense nacido en Francia, muy vinculado, por otra parte, a nuestro Movimiento Nueva Solidaridad, creado por Miguel Grinberg), cuya idea fue ciertamente que «amar es una intensificación de la vida, una forma de lo completo, de la plenitud, de la vida en su totalidad». Pero la de Cardenal no sólo es una construcción temática sino también discursiva (si es que en literatura, precisamente, pueden separarse), ya que su fuerte y singular tendencia a una poesía «conversacional», teniendo en este caso como interlocutora a la mujer real o imaginaria, le permite, a través de ese «otro», nombrar o aludir a lo que él quiere en verdad apresar como asunto o como tema.
Ya desde los primeros poemas de esta especie, y más aún en sus magníficos Epigramas (que llevan una cita de Catulo: «…pero no te escaparás de mis yambos…»), se insinúan la conjunción y la intermediación femeninas, amorosas, que poco a poco irán instalándose en su obra: «De estos cines, Claudia, de estas fiestas, / de estas carreras de caballos, / no quedará nada para la posteridad / sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia…». La primera edición de los Epigramas apareció en México, a principios de los sesenta. Cardenal ya había escrito Carmen y otros poemas y publicado La ciudad deshabitada (1946) y Proclama del conquistador (de 1947, anticipo, casi, de El estrecho dudoso, del 66), y también Hora 0 (1957) y Gethsemani Ky (1960). Las trazas de Pablo Neruda, de César Vallejo y de Saint-John Perse eran todavía visibles. Su poesía fue cambiando cuando todo esto empezó a macerarse en la gran poesía norteamericana que desciende de Walt Whitman y a tornarse «exteriorista», limitada en sus excesos emotivos, objetivada, narrativa y anecdótica, iluminada por los diversos lenguajes y gestos semióticos de la modernidad, en cuyas aparición y manifestación juega un papel muy importante la presencia de Ezra Pound. Aunque el gran momento de su propio desarrollo fue el de los Epigramas, escritos entre 1952 y 1956, tiempo antes de ingresar al monasterio trapense de Gethsemani, en Kentucky, poemas que hizo publicar Pablo Neruda en una revista chilena con la firma «Anónimo nicaragüense».
Estos epigramas fueron, como su título lo indica, ensayos de trasladar y recrear en nuestra lengua los hallazgos efectuados por él mismo en la traducción de Catulo, de Marcial y de Propercio, y en la lectura de poetas japoneses y chinos conocidos a través de Pound. Es notorio que su aguda aprehensión los americanizó de inmediato, poniéndolos en la época al servicio del combate contra la dictadura de Anastasio Somoza, a la vez que de cara a un cuestionamiento lúcido de la propia escritura y de las tareas del escritor frente al lenguaje. Pero Ernesto Cardenal va más allá de eso, y mucho más allá cuando combina amor y política en tal alto nivel del verso, fundiendo ambas regiones y gestando una experiencia bifronte auténtica y de gran intensidad, en poemas como los que comienzan: «Yo he repartido papeletas clandestinas…», «Hay un lugar en la laguna de Tiscapa…», «Tal vez nos casemos este año…», «Si cuando fue la rebelión de abril…», e «Intuición de Propercio»: «Yo no canto la defensa de Stalingrado / ni la campaña de Egipto / ni el desembarco de Sicilia / ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower // Yo sólo canto la conquista de una muchacha…».
«Despiertos a la sensación de la eterna presencia de las mujeres», según la expresión de su maestro y predecesor José Coronel Urtecho (1906-1994), estos poemas siempre incluyen nombres de mujeres no fingidas sino reales en la vida del poeta. Y, además, había a esta altura una combinación de fuentes neoplatónicas transmitidas por San Agustín y del misticismo de San Juan de la Cruz, revivenciadas todas por la mirada evolucionista de Teilhard de Chardin, religioso y paleontólogo de enorme influencia sobre los sostenedores de la Teología de la Liberación de los latinoamericanos sesenta y naturalmente condenado, «la obra de él y de sus seguidores», por la Iglesia de entonces. Claro que en Cardenal («un místico comprometido», para el crítico peruano José Miguel Oviedo) aquella confluencia se dio a través de una religiosidad que presidía toda concepción ideológica, y que creaba esa relación con el mundo y con el mundo de las palabras; hay, desde su óptica, un más allá del cuerpo y del sexo aunque no deje de haber sexo y cuerpo, y hay un amor, podríamos decir «cósmico», dentro de un universo en el que el amor humano, la solidaridad humana, el deseo y el eros, se integran y se expanden. «Ese enamoramiento —cuenta de un amor adolescente— fue una imagen del amor de Dios para conmigo. Ése fue el sentido de que a mí me hubiera acontecido aquello; así lo veo desde mi perspectiva de ahora. Entiendo el comportamiento de Dios para conmigo porque yo antes pasé por ello».
No es casual, por tanto, que en esos años termine escribiendo un libro fundamental, Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965), en el cual condensa todos estos aspectos y señala como víctima de los manejos del capitalismo a la figura emblemática del cine de la época. El poema es una suerte de oración religiosa, una intervención en defensa de la espiritualidad de la bella y triste diva, quien por un lado fue convertida en un símbolo sexual y por el otro fue inmolada por la sociedad, el espectáculo, la publicidad, los negocios y la política. Y toda la defensa del poema es para que sea bien recibida en «el reino de los cielos». Acertadamente, escribe uno de los máximos expertos italianos en nuestras literaturas, Antonio Melis, en Cardenal: La vita e’sovversiva: «Todos los motivos de la poesía precedente confluyen en este poema sobrellevado por una profunda y cordial piedad hacia una vida despedazada por la monstruosa máquina del capitalismo». Contra ésta se subleva la imaginación del poeta, reponiendo, restituyendo aquí la imagen evangélica de los mercaderes en el templo.
Así, no parecía equivocarse el joven Ernesto Cardenal (quien recientemente cumplió noventa y tres años) cuando prevenía a sus Claudia, Myriam, Ileana…, reales, imaginarias, que estuvieran atentas a cada uno de sus propios gestos, porque, a través de aquella solitaria voz poética, devendrían, ineluctablemente, inmortales.
Boda en tiempos de guerra
Cuentan que, enviudado y con una niñita de pecho a su cargo, César Augusto Sandino fue a buscar a La Pancha, quien amamantaba a Adalina, su propia niña de un mes, y que cuando él le demandó ayuda ella aceptó, pero pidió una yegua parida, porque, a su entender, la leche de ésta se asemeja a la de la mujer, y con ella alimentaría a Adalina mientras la de sus pechos sería para la hija del general. Entonces, él compró una yegua con su potrillito, les dio los animales y dinero a La Pancha y a su esposo Ramón, y tranquilo se fue a la montaña, pues, aunque expulsados por un tiempo los gringos, para mantener la unidad buscaba afanosamente a sus hombres en esos días de tratados, de pactos y de escaramuzas, y por eso andaba de un lugar para el otro. Al poco tiempo, La Pancha adujo que no le podía quitar la leche a su niña, pero no soltó la yegua, el potrillo y el dinero, y de nuevo la bebé se quedó sin nodriza. «Tenía un mes, pero estaba sólo en el pellejito, en los huesitos, la pobrecita, no comía los atolitos que le preparaban y vomitaba la leche de vaca», agregaban añosas campesinas del lugar.
Cuando tenía treinta y dos años y era ya el jefe de «El pequeño ejército loco» (así lo llamó nuestro Gregorio Selzer), Sandino y su plana mayor se habían hospedado en la casa de los padres de Blanca Stella Aráuz, una familia de San Rafael del Norte. La casa era a su vez la oficina de correos y telégrafos de la pequeña ciudad, y quien se encontraba trabajando como telegrafista era Blanca, de dieciocho años, a la que conoció y frecuentó mientras él mismo pasaba las horas del día y de la noche ordenando la comunicación con sus tropas en los diferentes frentes de batalla abiertos contra el invasor. El hombre, de estatura pequeña, figura esmirriada, «casi pura piel y huesos», tez tirando a oscura y aindiada, mirada febril y un estribillo que repetía obsesivamente («Los yanquis deben irse de Nicaragua. Yo quiero patria libre o morir»), se enamoró, claro está, de la bella muchacha, y el día 27 de mayo de 1927 contrajeron matrimonio en el templo de San Rafael del Norte.
Fue una fiesta singular: hacia las dos de la madrugada se inició el desfile. Presidían el cortejo seis jóvenes soldados, trajeados con uniformes de montar. Detrás venía, en dos prolongadas filas, la innumerable concurrencia, y en un corredor creado en medio de la masa compacta, encaminaba sus pasos a la iglesia parroquial César Augusto Sandino, con sus armas al cinto, uniforme de gabardina color café y botas altas, oscuras, brillantes, pañuelo de seda rojo y negro anudado al cuello y un ancho sombrero Stetson al estilo de Texas, inclinado sobre su frente. Todos sus acompañantes portaban sendos fusiles y pistolas. En el centro, la novia; la elegante muchacha llevaba entre sus manos una Virgen de los Desamparados, obra de fina porcelana, y, a sus costados, las amigas, un Cristo. El hermano mayor, Miguel Ángel Aráuz Pineda, de rigurosa vestimenta negra, llevaba del brazo a Blanca Stella; pura, colmada de azahares, ésta caminaba despacio, velado el rostro por un tul de seda, con un ramo de flores en la mano, sintiendo las miradas inquietas de acompañantes y curiosos. Parecía, ya, un personaje femenino de los versos de Martí.
Encontraron la iglesia ampliamente iluminada, adornada con blancas gasas, mantelerías ricamente bordadas, muchas palmas verdes y flores. Se respiraba el olor del incienso y de los cirios que ardían. El aroma y los perfumes diferentes que llenaban el aire le trajeron acaso al general recuerdos de las callejuelas de infancia en su natal Niquinohomo, allí en Masaya. Los invitaron a la confesión, y así lo hicieron. Los padrinos y los novios se postraron de rodillas ante el altar. Un Te Deum de sobrias notas se escuchaba abajo y, casi en éxtasis, se oyó la clara música de la Orquesta del Pueblo, compuesta por hermanos, primos y tíos de la familia. Los nuevos esposos salieron radiantes después de jurarse amor eterno. Fuera de la parroquia había diez caballos ensillados. Eran del jefe de día y de sus ayudantes del Ejército Defensor. En una esquina, agrupados, los muchachos los felicitaron a su paso. Llegaron a la casa de los suegros: lágrimas de regocijo y felicidad brotaron de los ojos de la madre, doña Esther Pineda Rivera, y de los de sus hermanas, Lucila, Isolina y Esther Aráuz. Cuando entraron, se oían en todo el pueblo disparos de fusilería. Por las calles, entusiastas vivas, y desde ese momento les llegaron muchas felicitaciones de los rincones del pueblo y de todos los frentes de guerra del país. A las tres de la tarde de ese mismo día fue la ceremonia civil. El salón principal estaba pleno de gente. La luz radiante parecía rivalizar con el brillo de tantos y tan bellos ojos de las muchachas sanrafaelinas; la elegancia del porte, la cordialidad y la alegría eran infalibles, constantes. El programa musical fue casi doblado por las repeticiones y ejecutado con el gusto y la maestría que sólo poseían los integrantes de la Orquesta del Pueblo. La fiesta terminó hacia el amanecer, pero la concurrencia no estaba satisfecha, menos cansada, y vino luego la musicalidad de la palabra del poeta de la familia, Octavio Aráuz Pineda, para coronarlo todo.
Dos días después, el general tuvo que abandonar a su esposa y se internó en las selvas de Las Segovias, desde donde permaneció defendiendo el honor de la patria: la verdadera guerra de guerrillas comenzaba. El matrimonio duró seis años de penurias y dolores. Según fotos y cartas recopiladas por la familia de Walter Castillo Sandino, difusor de la mayor parte de la documentación en que me baso, la pareja recorrió el país en tiempos de guerra, y ella por seis años acompañó a Sandino sufriendo las calamidades del monte en todos los campamentos guerrilleros: La Calma, Luz y Sombra, La Chispa, y el muy mentado El Chipote, perdiendo incluso a sus dos primeros hijos, uno de tres meses y otro de seis, y fue cuando soplaban ya aires de paz que ella falleció, durante el parto de la niña Blanca Segovia, el dos de junio de 1933, en horas de la mañana. En una carta que Sandino mandó el diez de junio de 1933 a María Cristina Zapata, presidenta del Comité Interamericano de Mujeres, le contaba del dolor de haber perdido a su esposa por complicaciones de ese parto que trajo al mundo a Blanca. «Con respeto y cariño he recibido sus enérgicas frases de condolencia por la desaparición de mi inolvidable esposa. No obstante el dolor que me embarga en estos momentos, reconozco en sus frases vibraciones de libertad. Me permito exhortar a usted a ser siempre la abanderada de los derechos emancipadores de la mujer nicaragüense […] Mi esposa pereció en el parto a consecuencia de golpes recibidos al caer de una mula cuando nuestro Cuartel General se conducía a esta población [San Rafael del Norte, que se transformaría en inexpugnable] trayendo mis instrucciones de conservar la paz que culminó el corriente año [1933]». Ocho meses después, el 21 de febrero de 1934, en horas de la noche, el general Sandino murió fusilado por miembros de la Guardia Nacional, dirigida por Anastasio Somoza García, precursor de la dinastía de cuarenta y tres años que dominó Nicaragua a sangre y fuego.
La niña de Guatemala
«Quiero, a la sombra de un ala, / contar este cuento en flor: / la niña de Guatemala, / la que se murió de amor…». El patriota, luchador, político, pensador y enorme poeta cubano que fue José Martí tuvo todo tipo de incidentes y de accidentes espirituales en su pletórica y agitada existencia de sólo cuarenta y dos años. Estimado ya por sus contemporáneos, el Maestro, el Vidente, el Profeta, el Apóstol, fue un grande y misterioso desconocido, como lo son todos los hombres de genio, y quedan de su existencia enigmas desentrañables y hechos cotidianos que las multitudes a las que dedicó su persona no pudieron ni pueden percibir. Una de las antólogas de testimonios sobre él, Carmen Suárez León, escribe: «Sólo por sus amigos o hasta conocidos circunstanciales podemos saber de sus gustos gastronómicos, su don conversador, su fino trato, el impacto de su voz, la calidad de su mirada o la movilidad de sus manos». Claro, también, que sus muchos biógrafos, en el afán por enaltecer la figura y ponerla fuera de cualquier territorio humano (hasta cierto punto, legítimo en su caso), esquivan la presente historia o, cuando no pueden hacerlo, la difuminan, pudorosamente.
En marzo de 1877, Martí llega a Guatemala y poco después es nombrado catedrático de literaturas (española, francesa, inglesa, alemana e italiana) y de Historia de la Filosofía en la Escuela Normal Central. Quien la dirigía, José María Izaguirre, un cubano que debió exiliarse por haber seguido a Carlos Manuel de Céspedes, líder independentista y primer presidente de la República de Cuba en Armas, había sido protegido por el presidente guatemalteco Justo Rufino Barrios, liberal y reformador, y encomendado en la dirección de la Escuela y en la educación de jóvenes. La Escuela había alcanzado nombradía internacional, por lo que su fama llegó a toda América Latina y por ende a México, donde comenzaba la larga dictadura de Porfirio Díaz. De allí, como cuenta Izaguirre, llegó una vez «un joven procedente de esa república solicitando plaza de profesor. Su porte era decente, su exterior simpático y su manera de expresarse fácil y agradable. Me cayó bien. Le pregunté quién era y cuáles eran sus aptitudes para el magisterio, a lo cual me respondió: “Soy cubano, vengo de México y me llamo José Martí. Mis aptitudes para el magisterio…”. “¡José Martí!”, le interrumpí yo. “Ese nombre no me es desconocido: lo he visto como el del autor de un folleto en que se habla de los martirios que el gobierno español hace sufrir a los pobres cubanos que manda a los presidios de África. Acaso…”. “Sí, señor, yo soy el autor de ese folleto y el mártir a quien el mismo se refiere”. “Pues bien, señor Martí, su doble merecimiento de cubano y mártir le hacen acreedor a toda mi simpatía: cuenta usted con la colocación que solicita”». Acto seguido, Martí le dijo que quería ser franco y que, de aceptar la generosa oferta, debía consignar que estaba comprometido para casarse a los pocos meses en México con una joven cubana; que para ello necesitaría más adelante alrededor de un mes y que estaría de vuelta para continuar con la enseñanza. Izaguirre se lo concedió, y efectivamente Martí asumió el cargo, a los pocos meses se marchó por algunas semanas y volvió con su reciente esposa.
«Ella dio al desmemoriado / una almohadilla de olor. / Él volvió, volvió casado / ella se murió de amor…». Pero en el ínterin había establecido una relación, no se sabe de qué grado, aunque por las consecuencias se supone, con «la niña de Guatemala», María, una adolescente de buena familia, perteneciente al grupo de hijas del matrimonio García Granados, en la casa que él frecuentaba con asiduidad desde su llegada al país centroamericano, y a quien además daba clases en la Academia de Niñas de Centroamérica. El mismo Izaguirre nos informa: «Entre las hijas del general Miguel García Granados (expresidente y líder de la revolución liberal) había una llamada María, que se distinguía de sus hermanas como la rosa se distingue de las otras flores. Era alta, esbelta y airosa: su cabello negro como el ébano, abundante, crespo y suave como la seda; su rostro, sin ser soberanamente bello, era dulce y simpático; sus ojos profundamente negros y melancólicos, velados por pestañas largas y crespas, revelaban una exquisita sensibilidad. Su voz era apacible y armoniosa, y sus maneras tan afables, que no era posible tratarla sin amarla. Tocaba el piano admirablemente, y cuando su mano resbalaba con cierto abandono por el teclado sabía sacar de él notas que parecían salir de su alma y que pasaban a impresionar el alma de sus oyentes […] desde que Martí frecuentaba la casa, se notó en ella cierta tristeza que nadie se explicaba, así como el silencio en que se encerraba delante de él. Era evidente que algo pasaba en su interior; pero ese algo nadie se lo explicaba y quizás ella misma ignoraba la causa de lo que le pasaba».
Hasta aquí, la «versión Izaguirre», algo tradicional y recargada, no sólo por la prosa de la época sino también por los excesos del Romanticismo. Pero hay otras: un estudioso y casi biógrafo de Martí que se llamó Manuel Isidro Méndez, español que se avecindó en La Habana y quedó deslumbrado por la personalidad intelectual y humana de Martí, precisa que el poeta escribe esos versos en el momento en que rompe con Carmen Zayas Bazán y ella lo deja e, incluso, va al consulado español en Nueva York a «pedir protección» de su esposo —«un desafecto de España»— para poder regresar a Cuba. Y aporta (he aquí la gran contribución) algún documento de los días de aquel retorno, como esta carta de «la niña»: «Hace seis días que llegaste a Guatemala, y no has venido a verme. ¿Por qué eludes tu visita? Yo no tengo resentimiento contigo, porque tú siempre me hablaste con sinceridad respecto a tu situación moral de compromiso de matrimonio con la señorita Zayas Bazán. Te suplico que vengas pronto, Tu niña».
«Se entró de tarde en el río, / la sacó muerta el doctor. / Dicen que murió de frío, / yo sé que murió de amor». Ella, sostienen, de diecisiete años, se ahoga voluntariamente en el río. Sin embargo, el poema no ha sido tomado por los críticos en un sentido único, y no unánimemente consideran que, de parte de Martí, sea humilde y doloroso. Gabriela Mistral hasta le enrostra el hecho de estar «jactándose» de que una muchacha haya muerto de amor por él. Pero la gran poetisa chilena no tiene en cuenta que el poema ix de los Versos sencillos, conocido como «La niña de Guatemala», sólo se publica (y, presumiblemente, se escribe) en 1891, es decir catorce años después. Cuando ya su matrimonio con Carmen Zayas Bazán estaba destruyéndose, y es probable que aquel amor de juventud, frustrado por la palabra empeñada, haya vuelto a su memoria con matices de arrepentida idealización: «Era su frente ¡la frente / que más he amado en mi vida!». Así nació una de las tantas piezas maestras que dejó Martí a la lengua española y a la poesía latinoamericana (y a la canción, puesto que ha sido extensamente musicalizada): «Callado, al oscurecer, /me llamó el enterrador; / nunca más he vuelto a ver / a la que murió de amor».
Amores de Rubén
Rubén Darío, el magnífico poeta nicaragüense y uno de los mayores de la lengua española, «padre y maestro mágico, liróforo celeste», como reza su propio verso a Paul Verlaine, se inicia en la literatura escribiendo en los álbumes de amigas que asistían a las fiestas adolescentes de la casa de su tía, Rita Darío de Alvarado. Gracias a ellos, gozó de la temprana simpatía de muchachas a quienes dedicó aquellos poemas y conoció a las hermanas Rafaela y Julia Contreras. Una de éstas, Rafaela Contreras Cañas, sería, años después, su esposa. No obstante, la primera mujer que realmente le despertó una pasión fue la adolescente norteamericana Hortensia Buislay, joven trapecista que trabajaba en un circo llegado a León, su pueblo natal, hacia 1880. Rubén asistía a las funciones todas las noches. Como no tenía dinero para pagar la entrada, se unía a los músicos e ingresaba con ellos cargando la caja del violín o las partituras. Cuentan que, cuando el circo levantó su carpa listo para partir de León, quiso irse con él para estar cerca de Hortensia y se ofreció como clown, pero no pasó la prueba.
A los catorce años, Darío se trasladó a Managua y trabajó como secretario en la Biblioteca Nacional. Ya era medianamente conocido y lo llamaban el «poeta-niño». Residía en casa del doctor Modesto Barrios (el gran codificador nicaragüense del comercio), quien lo llevaba a fiestas y tertulias literarias de la vieja capital. En una de ellas conoció a Rosario Emelina Murillo Rivas, de unos trece o catorce años, alta y esbelta. Darío la describió así: «Rostro ovalado, color levemente acanelado», «boca cleopatrina», «ojos verdes, cabellera castaña, cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora». Rosario cantaba y tocaba muy bien el piano. Se hicieron amigos, y por las tardes iban a la costa del Lago de Managua a contemplar las olas y el paisaje. De ella recibió Rubén «el primer beso de labios de mujer».
Ya de vuelta de Chile, a sus veintidós años, después de publicar Azul, libro que le abrió las puertas de la fama, comienza a visitar la casa de la familia Contreras y de la aludida Rafaela. Es una joven de baja estatura, cabello castaño, grandes ojos negros y tez morena, graciosa y con una gran simpatía. Además, hecho que nunca pasaría inadvertido para Darío, escribe cuentos modernistas con el pseudónimo «Stella». No se los entrega directamente a él, por entonces director del diario salvadoreño La Unión («Defensor de la unión centroamericana»), sino al periodista costarricense Tranquilino Chacón (quien llegará a ser redactor de la famosa Bohemia cubana), y Darío los publica simulando no saber quién es la autora. El 21 de junio de 1890, Rubén y Rafaela contraen matrimonio civil en San Salvador. Al día siguiente, hay un almuerzo en honor de los recién casados al que asiste su amigo, el general Carlos Ezeta. Esa noche se produce una rebelión militar. El presidente Meléndez cae muerto de un infarto al saber que el sublevado es Ezeta, el militar de su mayor confianza. Rubén rehúsa colaborar con él y sale para Guatemala. El presidente de Guatemala, general Barillas, lo nombra director de El Correo de la Tarde. Llega Rafaela y se celebra allí la boda religiosa. Pero pronto cierra El Correo de la Tarde y Darío se queda sin trabajo. Deciden, entonces, trasladarse a Costa Rica, donde sólo consigue colaboraciones esporádicas en los periódicos de San José. Nace, en el ínterin, su primogénito: Rubén Darío Contreras, quien crece en San Salvador, en el hogar de los tíos, que se encargan de su educación. En 1892, Darío recibe en San José el nombramiento como secretario de la Delegación de Nicaragua que deberá ir a España a las conmemoraciones del iv Centenario del Descubrimiento de América. Después de cumplir su misión en España, regresa a Nicaragua, y estando en León, en enero de 1893, le dan la infausta noticia de que su esposa Rafaela está gravemente enferma en San Salvador. Tiene la intuición de que ella ha muerto, lo que en realidad ocurrió por causa de un exceso de cloroformo en una operación quirúrgica. Así concluye el breve matrimonio con Rafaela.
Esta tormentosa vida interior, mayoritariamente ignorada por sus contemporáneos, quienes veían en él a un hombre apocado, algo mediocre, oscuro y huidizo, falto de discurso, sólo audaz e innovador cuando escribía, la padeció aún antes de vivir cinco años en la Argentina, donde publicó Los raros y Prosas profanas, y luego pasó a instalarse en España, ya reconocido como cabeza del nuevo movimiento literario modernista. En el verano de 1899 conoce a Francisca Sánchez del Pozo, campesina española analfabeta, hija del jardinero de la Casa de Campo de los reyes de España, en Navalsauz, en las sierras de Gredos. Ella tiene veinticuatro años; Rubén la visita varias veces y finalmente le propone que se vaya a vivir con él. Será su compañera en España y Francia, y la relación sentimental más estable del poeta. Convivieron diecisiete años, y fue para él, como lo escribió: «lazarillo de Dios en mi sendero». Tuvieron tres hijos: la primera fue una mujercita de nombre Carmen, que murió de viruela a los nueve meses de nacida; luego, nació el primer Rubén Darío Sánchez, a quien llamó «Phocas, el campesino», muerto de pulmonía a los dos años; el segundo, al que llamaba «Güicho», lo sobrevivió y fue su heredero universal.
Tan atormentados como estas pasiones verdaderas son los amores falsos, cual se ha querido revelar últimamente. Una universidad norteamericana, la Arizona State University, fue llevada a comprar un cúmulo de cartas y de documentos que demostrarían una relación homosexual con otro grande del Modernismo hispanoamericano, el mexicano Amado Nervo. Y un catedrático de la misma, Antonio Acereda, basándose en aquéllos, ha escrito algún artículo confirmándolos, que se titula «Nuestro más profundo y sublime secreto: los amores transgresores entre Rubén Darío y Amado Nervo». Sólo que, parece, las cartas son absolutamente apócrifas. Y el conocido político y narrador Sergio Ramírez acaba de impugnarlas: «Las cartas son falsas […] No conozco entre esa multitud de documentos más que aquellos que el profesor Acereda revela en su ensayo, pero él mismo advierte que “los manuscritos están en buen estado en su práctica totalidad, gracias al uso de papel grueso y de calidad, perfectamente legibles y con una notable ausencia de tachaduras, correcciones y enmiendas”. Es decir, la obra de un falsificador sin imaginación, que busca imitar la caligrafía de Darío, de sobra conocida, pero no advierte que entonces, cuando se usaba tintero, plumilla de acero y secante, no se podía escribir sin borrones ni tachaduras, sobre todo cartas, y más que eso, que la letra cambiante de una persona responde siempre a los estados de ánimo, angustias, de las que Darío vivía lleno, entre ellas su siempre calamitosa condición económica, y la hiperestesia provocada por su tendencia al alcoholismo». Lo que hace crecer aún más su figura y la propia idea que tuvo de su identidad: «Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca».