Irak hoy: la historia de Omar / Kenza Saadi

Hoy, Omar tiene veintisiete años.

          Nació el 2 de agosto de 1990 en Fallujah, una ciudad de trescientos mil habitantes a setenta kilómetros al oeste de Bagdad, sobre el río Éufrates. Su historia se remonta a los tiempos de Babilonia, con importantes centros académicos judíos activos durante más de dos mil años, y conocida como la «Ciudad de las Mezquitas» por tener más de doscientas.
          Su papá era maestro de biología en el liceo, y su mamá dentista. Lo nombraron Omar en memoria de su tío materno, quien murió en 1985 durante la guerra con Irán, a los diecinueve años.
          Dos de agosto de 1990. Este mismo día Irak invadió Kuwait; este mismo día, el papá de Omar fue llamado a unirse al ejército; y, unas horas más tarde, Estados Unidos, junto con una coalición de treinta y cinco países, llamó a la «liberación de Kuwait» con su operación Desert Shield (Escudo del desierto).
          El conflicto empezó el 17 de enero de 1991. Omar tenía apenas seis meses y estaba descubriendo la comida sólida. La campaña duró cuarenta y dos días.
          A raíz de la guerra, el país fue dividido en zonas de prohibición de sobrevuelo; y se impuso uno de los embargos más severos en la historia de la humanidad con una lista infinita de mercancías prohibidas, más un esquema de «petróleo por comida», lo que provocó que se desplomara el nivel de nutrición infantil, con consecuencias mortales.
          En 1995, Omar tiene cinco años y tiene varicela. Para poder untar sus pequeñas heridas con el medicamento se necesitan unos cotonetes, pero es uno de los miles de productos prohibidos por el embargo, por ser un posible insumo para la construcción de armas de destrucción masiva.
          Omar va a la escuela. Le gusta el futbol, y el gran evento es reunirse los viernes en casa de sus abuelos maternos para ver los partidos en la televisión y comer cordero asado con una montaña de arroz.
          A principios de 2003, Omar tiene doce años. Se despertó ya su interés por la ciencia al llegar a la secundaria. Quiere estudiar ingeniería en Bagdad, uno de los centros de estudios de ingeniería y matemáticas más importantes en el mundo árabe y con una tradición milenaria en este ámbito, con centenares de estudiantes de toda la región y de Asia y África. Pero tendrá que poner un alto a sus sueños.
          El 20 de marzo de 2003, Estados Unidos, junto con una coalición de seis países, invade Irak con el pretexto de que «Irak tiene armas de destrucción masiva, fomenta el terrorismo internacional, y hay que liberar su pueblo de la dictadura de Saddam Hussein».
          La campaña «fuerte» u «oficial» durará menos de tres meses. Unos ciento ochenta mil soldados participaron, de los cuales ciento treinta mil fueron de Estados Unidos; los demás eran del Reino Unido, Australia, Polonia, España, Portugal y Dinamarca.
          En abril de 2003, Bagdad cae y ya es el final de una era. Saddam Hussein y sus colaboradores huyen; algunos son arrestados unos días más tarde por las fuerzas estadounidenses, pero Saddam Hussein las elude. Finalmente, lo capturan el 13 de diciembre de 2003.
          Este día Omar tiene trece años. No sabe qué pensar. Aquí está un dictador que fue feroz, sí, en muchos sentidos, pero las imágenes de su humillación cuando fue capturado lo dejan con muy mal sabor de boca. Sus papás tratan de esconder sus penas, su enojo, su incomprensión frente al nivel de violencia y la penuria en las tiendas.
          Durante aquellos meses, había algo de esperanza en que Fallujah quedaría a salvo. Su alcalde había logrado prevenir los saqueos que ocurrían en muchas otras ciudades, y esperaba que no hubiera razón para que las fuerzas militares intentaran entrar. Esta esperanza duró poco.
          En marzo de 2004, después de un incidente en el que murieron cuatro miembros de la compañía de seguridad privada estadunidense Blackwater, las fuerzas estadounidenses decidieron «limpiar Fallujah de sus elementos negativos». El hecho de que el alcalde se hubiera negado a dejar el control de la ciudad a las fuerzas militares fue otro detonador. Así empezaron las que serían las tres campañas militares de Fallujah, con el uso de un poderío militar estadounidense nunca visto desde la guerra de Vietnam, y que despertó, por lo menos a medias, la idea de que Estados Unidos no tenía nada que hacer en Irak.
          La campaña duró nueve meses. La infraestructura de la ciudad fue destrozada junto con cientos de escuelas (incluyendo la de Omar), hospitales y mercados. De los cincuenta mil edificios que había, diez mil fueron destruidos (uno de cada cinco); de las doscientas mezquitas, más de sesenta; doscientos mil habitantes huyeron, entre ellos Omar y su familia.
          Se fueron por el oeste hacia la frontera con Jordania. Una larga marcha de más de trescientos kilómetros en el desierto. En camión, a pie, en caballo, en camello… lo que podían encontrar, junto con miles de familias. En el campo de desplazados pasaron casi cuatro meses entre el polvo y la incertidumbre. Omar jugó futbol en este polvo con sus amigos, pensando en los tres que habían muerto cuando su escuela fue destrozada, y en su querida maestra de matemáticas, quien no sobrevivió bajo los escombros.
          El regreso a Fallujah estaba estrictamente controlado y se necesitaba un registro biométrico instalado por Estados Unidos y manejado por la policía iraquí. Dejaron pasar a todos, excepto la hermana menor de Omar, por razones que nadie pudo entender. Su mamá se quedó con ella en las afueras de la ciudad hasta que su papá pudo pagar a varios oficiales, y no tan oficiales, del cuerpo de policía iraquí para que le dieran su identificación y dejaran a la familia reunirse.
          La casa estaba medio destruida pero se podía sanar. Lo que fue difícil sanar fueron los corazones, y Omar no sabía qué sentir.
          Unos meses después de su regreso, su hermana murió de leucemia. Nunca recibió tratamiento. Los médicos dijeron que el cáncer estaba demasiado avanzado para hacer cualquier cosa y que de todos modos no tenían los medicamentos. Tenía diez años. Un estudio que data de 2010 indica que la tasa de cáncer en Fallujah es cuatro veces más alta de lo normal, y doce veces más alta para los niños —cifras similares a las originadas por los efectos de la bomba atómica en Hiroshima.
          A finales de 2004, cuando Omar tenía catorce años, las fuerzas iraquíes entraron por la fuerza a su casa y arrestaron a su papá, diciendo que era «miembro de un grupo militar del despertar Sunni» (asociados con el ejército de Saddam); lo trasladaron a las afueras de Fallujah y lo entregaron a las fuerzas estadunidenses. Éstas lo mandaron al centro de detención de Abu Ghraib, al oeste de Bagdad. Unos meses más tarde, fue trasladado a Bucca (Umm Qasr), en el sur del país, donde Estados Unidos mantenía más de catorce mil detenidos. Se quedó tres años en Bucca.
          Omar no pudo ver a su padre durante estos años. Su mamá lo visitó dos veces, corriendo peligros, ya que la ruta tiene más de quinientos cincuenta kilómetros y decenas de puestos de control.
          Después de tres años, liberaron a su papá sin que hubiera tenido ningún proceso judicial. Regresó entero, pero retraído en un silencio casi total. Omar supo años más tarde lo que posiblemente vivió mientras estaba encarcelado.
          Durante estos años, Omar pudo regresar a la escuela. Pero sus sueños de ir a estudiar ingeniería en Bagdad se desplomaron, con el auge de violencia entre chiítas y sunnitas después de la destrucción de la mezquita Askari en Samarra, en febrero de 2006.
          Omar cumplió dieciocho años en 2008. Un excompañero de su papá en Abu Ghraib, un matemático y poeta, le enseñó lo que sabía de física, matemáticas y poesía. Y Omar pudo ganar un poco de dinero trabajando en un café internet, donde pasaba sus días tratando de disuadir a los jóvenes de ver los videos de Al-Qaeda y otros grupos similares. No entendía cómo estos videos se transmitían libremente por internet.
          Pensó huir a Europa, ver otros horizontes, con su sueño de estudiar ingeniería. «Para reconstruir mi cuidad», decía, «reconstruir mi país». Pero no sabía cómo. Contactó a unos amigos y otros más le dijeron que podía huir a través de Turquía a un costo de veinticinco mil dólares, que lo llevarían hasta Grecia. A partir de ahí, estaría solo para llegar a Inglaterra, su tierra de predilección por el Imperial College en Londres.
          Calculó que le tomaría más de tres años juntar tal cantidad de dinero, y a la vez ya no podía dejar a sus papás solos —su papá en su silencio profundo, y su mamá exhausta pero que todavía lograba sonreírle al verlo entrar a la casa, como si fuera cada vez un regalo. Omar podía ayudar con los gastos de la casa, dando clases de matemáticas a niños.
          En 2013, a los veintitrés años, Omar se enamoró. Su nombre era Sukaina, que significa belleza, y también puede significar silencio —esa belleza que emana en silencio. Decidió casarse y la fecha fue fijada para enero de 2014.
          Pero el 10 de enero de 2014, a cinco días de la boda, Fallujah cayó bajo el control de Daesh (isis). La boda nunca tuvo lugar. Sukaina y su familia huyeron hacia la ciudad de Mosul. Con sus padres muy débiles, Omar no podía huir.
          Vivió bajo la ley de Daesh durante dos años. Se dejó crecer la barba. Asistió a la mezquita cinco veces al día. Siguió dando clases de matemáticas, pero ya no trabajaba en el café internet. Los de Daesh lo habían cerrado —en realidad se llevaron los aparatos para ellos. El poco contacto con el mundo exterior fue por su teléfono, pero la conexión era muy mala. Su mamá empezó a salir con una a’baya negra y toda cubierta. Se veía rara pero decía «No me importa», ya que casi ni salía y era demasiado vieja para atraer la atención de los de Daesh. Suspiraba y decía lo feliz que estaba de que su hija adorada ya no estuviera para vivir esos momentos.
          Dos años más tarde, en 2016, las fuerzas militares iraquíes lanzaron una operación de limpieza en Fallujah para sacar a Daesh. Los combates tuvieron lugar en la ciudad misma. Los civiles no pudieron ni salir ni entrar. Omar y su familia se quedaron atrapados con muy poca comida. Subsistieron con lo poco que tenían y gracias a los vecinos, quienes habían creado una red de distribución de comida y agua clandestina. Pero su papá no sobrevivió al hambre ni a la sed en una de las épocas más calientes del año, ni al miedo por los bombardeos, ni a los gritos de los combatientes. Murió el 19 de junio de 2016. Siete días más tarde, Fallujah fue declarada «liberada». El costo fue de centenares de muertos y heridos que nadie quiso contar.
          Hoy, Omar sigue en Fallujah con su mamá y se pregunta cómo continúa viva con tanto dolor. Sigue soñando con ir a Europa. Sigue con la esperanza de estudiar ingeniería para reconstruir su país. Sigue soñando con Sukaina, quien se casó y vive con su marido en Fráncfort, Alemania. No sabe cómo su propio corazón puede aguantar tanto.
          Y recuerda estos versos del poeta prohibido Hassan Mutlak (1961-1990), a quien llaman el García Lorca de Irak, colgado por haber participado en un golpe de Estado en 1990, justo el año en que Omar nació: «El mal es una idea — El amor es el pan del instinto — Y uno sólo debe llorar entre estos dos pilares».

 

Leído por la autora en la Feria Internacional
          del Libro de Guadalajara 2017.

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