Václav Havel i
Václav Havel estuvo atrincherado en un país hecho para resistir. Sin embargo, su lúcido pensamiento disidente se escapó. Tuvo la oportunidad de encaramarse sobre la arenisca del Puente de Carlos, que atestigua cómo Praga se bifurca por obra y gracia del divino río Moldava, y propagarse por todo lo que, en ese entonces, era Checoslovaquia.
Unos meses antes de la caída del régimen comunista, Václav Havel declaró en una entrevista clandestina que la tarea de los políticos es construir, edificar el mejor mundo posible. «A los intelectuales les incumbe vigilar, advertir, prevenir», decretó.
Václav Havel ii
Subo al Distrito del Castillo.
Praga se mantiene firme a pesar de que el dolor está colgado en el Nuevo Palacio Real del Castillo. Observo el quebranto de unas pupilas azules eclipsadas por el ímpetu característico del lábaro patrio de la República Checa. El rojo sangre tiene un matiz de tristeza, como los labios de quien espera al amante que ya no volverá. El blanco de la tela apenas se distingue porque hay una bandera completamente negra que cubre la desolación. «Una plañidera jamás levanta la cabeza», pienso.
¿La traducción de «tristeza» al checo tendrá una zeta? El habla de los oriundos está repleta de la última letra de nuestro alfabeto, que me parece la más lagrimosa porque la naturaleza del llanto es siempre zigzagueante.
En las afueras del palacio Salmovsky, un Masaryk petrificado resguarda una foto de Václav Havel enmarcada sobre un fondo negro.
(Un minuto de silencio y veintiún cañonazos resuenan por todo Praga durante el sepelio de Havel, al que asisten los Clinton. En la entrada del club de jazz Reduta hay una foto de Bill Clinton y Václav Havel admirando un saxofón nuevo. Clinton interpretó «Summertime», como siempre).
Václav Havel iii
Camino sobre la Plaza de Venceslao, la cual fácilmente se confunde con una neurálgica avenida, para dirigirme hacia el Museo Nacional de Praga. Las paredes de este museo están taponadas con coloridos parches que —antes de cumplir su práctica función— delatan los agujeros de balas soviéticas.
Pocos minutos antes de llegar al recinto, soy testigo de cómo Praga se derrumba nuevamente ante la estatua a San Venceslao, el símbolo del nacionalismo checo. El folclore asegura que en la hora más triste de los checos, él bajará desde el monte sagrado Blaník con su hueste de caballeros y los guiará hacia la salvación.
En el Pasaje Lucerna, vi la antípoda de este monumento: «San Venceslao montado en un caballo al revés», del escultor David ÄŒern , creador también de la estatua de Sigmund Freud sosteniéndose con una mano en la viga de un edificio de la calle Husova.
Noto que el portentoso San Venceslao, versión al español de «Václav» y bajo cuyo nombre nació también Carlos IV, se encuentra protegido por san Procopio de Sázava, santa Inés de Bohemia, santa Ludmila de Bohemia y san Adalberto de Praga, quien fue el último en llegar a la fiesta porque su representación se edificó en 1924. Dos de los cuatro santos patronos en bronce, con sus mamotretos y facciones de doctos, tienen a sus pies una cartulina impresa con la siguiente frase: «Mejor es un nombre que el buen aceite, y el día de la muerte que el día en que uno nace. Eclesiastés 7:1».