El cementerio del pueblo guardaba los restos de personajes muy notables que le dieron fama a la comunidad. Era faÌcil identificar sus laÌpidas, pues eran hermosas y estaban esmeradamente adornadas por ramos de innumerables tipos de flores coloridas y alegres, que perfumaban el ambiente y le concediÌan al lugar cierto aliento engañoso de vida. En las piedras calizas, de poÌrfido y maÌrmol se leiÌan fechas de nacimiento y de fin, fragmentos de canciones o poemas, recuerdos de palabras grabadas que con el tiempo se iban erosionando; los nombres de sus habitantes luciÌan con letras muy grandes y la gente se paseaba entre los ceÌlebres sepulcros para visitar a sus artistas favoritos, a los tantos que habiÌa cultivado aquel pueblo. Pero la tumba que yo buscaba se hallaba hasta el final del cementerio, en un rincoÌn lleno de maleza, velado por las sombras tristes de unos esqueleÌticos aÌrboles de buganvilias que dejaban caer sus pocas flores sobre la tumba, y ahiÌ se quedaban, se desintegraban y maÌs tarde el viento se las llevaba a otros rumbos.
Era una simple laÌpida de piedra que conservaba el verdiÌn de muchas lluvias; en medio teniÌa una rotura que partiÌa la piedra en dos y nunca habiÌa sido restaurada; estaba tan descuidada que las hojas secas formaban un tapiz, revueltas con las botellas de refresco y los envoltorios de frituras que arrojaba la gente irrespetuosa.
A diferencia de las demaÌs laÌpidas —y estaba segura de que era la uÌnica—, ésta no poseiÌa nombre, fechas ni frases conmemorativas. Estaba vaciÌa, en blanco. Nadie sabiÌa quieÌn viviÌa —o, mejor dicho, residiÌa— en aquella luÌgubre tumba. Sólo yo, que todos los domingos despueÌs del desayuno la visitaba, despueÌs de que los sonidos cargantes de mi solitaria casa amenazaran con aplastarme. Cada domingo, aunque hiciera friÌo o lloviera, aunque los demaÌs corrieran en direccioÌn contraria, hacia la feria municipal y la frescura del parque, aunque me encontrara enferma y deÌbil. Era para miÌ una rutina necesaria ir y observar esa tumba en blanco, abandonada y desconocida.
Una mañana en que había llegado al pueblo una compañiÌa cirquera, y por esa ocasioÌn la gente se olvidoÌ de sus muertos para divertirse, el cementerio se quedoÌ totalmente desierto. Flotaba una niebla espesa que iba allaÌ a donde yo iba y no me permitiÌa ver maÌs que la laÌpida vaciÌa, por lo que a mi alrededor todo estaba oculto y se moviÌa perezosamente en bucles zarandeados por el viento caprichoso. De pronto oiÌ una voz:
—¿Sabe quieÌn duerme ahiÌ? El pobrecillo parece un extraño en medio de tantos conocidos.
Era el vigilante. Alzaba una laÌmpara de aceite recieÌn apagada a la altura del rostro decreÌpito, lleno de surcos que atestiguaban el paso del tiempo, y sus ojos, que poseiÌan los vestigios de sus pesares, miraban la laÌpida vaciÌa con profunda laÌstima.
—No, no lo seÌ —respondiÌ, pasado un largo rato.
GiroÌ la cabeza hacia miÌ al escuchar mi voz, como si apenas se percatara de mi presencia. Y, al examinarme, aquel rastro de laÌstima persistioÌ en su mirada cansada.
—He intentado localizar a sus familiares, pero nadie viene nunca. Sólo usted—. FruncioÌ el ceño, intrigado, como si precipitadamente hubiera descubierto algo—. ¿Es usted su familiar?
—No —volviÌ a responder, como si tuviera contadas las palabras que saliÌan de mi boca. El vigilante lo entendioÌ.
—Hace mucho vino una muchachita, muy bronceada, joven, con los ojos brillantes y vestida de negro, como si se dirigiera a un funeral o viniera de uno. PareciÌa… —Lo pensoÌ detenidamente, buscando las mejores palabras para definir lo que intentaba expresar—. PareciÌa como si tuviera dentro una gran congoja; era como una rosa a punto de marchitarse, una rosa que haciÌa muy poco habiÌa estado sana y fresca, ¿me entiende? —Yo asentiÌ—. Pero ya no. PidioÌ este terreno, junto a las buganvilias, y yo mismo caveÌ el hoyo para el atauÌd. No hubo funeral ni maÌs presentes. «Esperaremos a alguien maÌs, ¿verdad?», le pregunteÌ, pero ella sacudioÌ la cabeza una sola vez, y empeceÌ a llenar la fosa. Al cubrirse la reluciente tapa del atauÌd, la joven arrojoÌ un fardo de cartas y fotografiÌas. Al colocar esta misma laÌpida me sorprendioÌ que no dijera nada, asiÌ que le pregunteÌ: «¿No llevaraÌ nombre?». «Es demasiado pequeña para tantos nombres», me dijo, con ese aire de misterio y tristeza que, para mi extrañeza, suÌbitamente la habiÌa marchitado. Estoy seguro de que eso sucedioÌ en cuanto aplaneÌ la superficie de la fosa recieÌn sepultada.
»Hubiera querido preguntarle a queÌ se referiÌa con aquello, pero calleÌ, la vi dar media vuelta y perderse entre los demaÌs sepulcros y esta misma niebla, que parecioÌ disiparse junto a ella, y nunca maÌs la volviÌ a ver.
»Esta pobrecilla tumba permanecioÌ muy sola hasta que usted empezoÌ a frecuentarla. —La duda se incrustoÌ en su rostro—. ¿Y por queÌ lo hace? ¿Por queÌ viene si no lo conoce y no es su familiar?».
El silencio se extendioÌ entre nosotros, hasta que el viejo decidioÌ marcharse y la niebla se lo tragoÌ.
No me sorprendioÌ que el viejo se acordara de aquella lejana y a la vez tan cercana primera ocasioÌn en que nos vimos, pero me impresionoÌ un poco que no me reconociera.
Yo habiÌa cambiado, lo sabiÌa. El inexorable tiempo habiÌa obrado en mi cuerpo demasiado raÌpido, demasiado pronto. PareciÌa maÌs grande de lo que en realidad era, y, al llevar mis manos a la cara, palpeÌ las arrugas, tan profundas y abundantes que me pregunteÌ cuaÌndo habiÌa ocurrido, cuaÌndo habiÌa empezado a envejecer tanto, a marchitarme, porque yo no me habiÌa dado cuenta. Era consciente de la tristeza que me envolviÌa, que atraiÌa esta niebla sofocante y friÌa, pero no me percateÌ de que decaiÌa hasta que el vigilante me hizo notarlo.
SuspireÌ resignada, como quien sabe que llegaraÌ inevitablemente la noche y junto a ésta las angustias que la habitan. Y me planteeÌ la idea de recostarme en la alfombra de buganvilias y dormir, como aquel «pobrecillo» que dormiÌa allaÌ en el fondo, entre los gusanos, la tinta perdida de las cartas y los rostros borroneados de las fotografiÌas.
No, no era sólo uno. Eran varios muertos, amontonados, uno encima del otro, y otro, y otro.
El primero, el que yaciÌa en lo maÌs hondo del atauÌd, no teniÌa un semblante de carne y hueso, sólo de papel, siempre detraÌs de un marco de vidrio. MurioÌ en el mismo instante en que yo vine al mundo; mientras yo proferiÌa un grito de vida, ella exhalaba su uÌltimo suspiro, entre sangre y sudores, con sus ojos fijos en el techo y una mano estirada que, antes de perder su movilidad, habiÌa intentado tocarme. Descansaba en el fondo del atauÌd, sin voz ni figura ni recuerdos, sin ninguÌn rastro en el mundo que me ayudara a recordarla. Sólo teniÌa su nombre, que no significaba nada, maÌs que letras y acentuaciones. El segundo muerto lo recordaba siendo yo muy pequeña, pero sólo era una sombra inclinada sobre mi cuna, con una voz cariñosa y ronca que me provocaba la risa infantil, pero que siempre, muy disimuladamente, poseiÌa un timbre amargo, afligido, y veiÌa sobre sus hombros el cadaÌver de aquella mujer que murioÌ para que yo naciera, liÌvida y auÌn sudando, encorvaÌndole la postura a mi padre, cansaÌndolo. Cuando eÌl tambieÌn siguioÌ el mismo rumbo que ella, yo seguiÌa siendo muy pequeña, mi mundo lo constituiÌa una casa de tres habitaciones solitarias y no sabiÌa lo que era la muerte. Su lugar lo tomoÌ su madre, mi abuela, que tambieÌn cargaba el cadaÌver de su esposo sobre los afilados hombros junto al de otro hijo que murioÌ siendo niño, un hermano que murioÌ de enfermedad, y su madre, que habiÌa recibido en la frente una bala perdida en una feria cuando mi abuela era adolescente; sobre todos ellos yaciÌa el reciente cadaÌver de mi padre. TeniÌa que soportar verlo todos los diÌas, con sus ojos muy abiertos, que me miraba sin distinguirme, con el semblante perdido y riÌgido, y estirado alrededor de mi exhausta abuela como un pesado manto. Cuando mi abuela tambieÌn murioÌ, empeceÌ a cargarlos a los tres sobre los hombros, o seraÌ que no me habiÌa dado cuenta de que los llevaba conmigo hasta que me resultaron una carga sofocante. Me quedeÌ sola en el vasto mundo, dando pasos errantes, con la espalda arqueada y dolorida, los brazos sangrantes de mi madre alrededor de mi cuello, las piernas de mi padre envolviendo mis costillas, enterraÌndome las uñas para no caerse, y las manos esqueleÌticas de mi abuela sujetaÌndose a mis hombros, tirando de mi piel cada vez que se resbalaba.
Me acostumbreÌ a su peso y detuve mi peregrinacioÌn en aquel pueblo que dio nacimiento a ceÌlebres personajes, y conociÌ a un hombre que plasmaba las esencias y las cualidades del mundo en el lienzo. No lo acompañaban sus propios muertos, porque no le temiÌa a la muerte, no le enfureciÌa ni le mortificaba. Andaba erguido y no alcanzaba a entender mi cansancio, pero me creiÌa y me consolaba.
Me planteÌ ahiÌ con el objetivo de echar raiÌces, llegueÌ a olvidarme de mis muertos en algunos instantes, aunque nunca se iban. Los llevaba en la espalda, adondequiera que fuese.
Tuvimos dos hijas que correteaban por el jardiÌn de nuestra casa, riendo y daÌndole vida a las paredes; sus risas llenaban los vaciÌos donde haciÌan falta muebles, colmaban mis propios huecos y me aligeraban la carga que constituiÌan todos mis muertos. Los protegiÌa a los tres en mis brazos para que nunca supieran lo que era el dolor y la muerte y no tuvieran que lidiar con agobiantes pesos en sus espaldas. Los amaba, como se ama lo uÌnico que se tiene, lo uÌnico que se valora, lo uÌnico que alegra. Pero no pude ser su guarda todo el tiempo…
Sus fallecimientos fueron muy hablados por la gente del pueblo por semanas, pero tarde o temprano los fueron olvidando, porque no eran sus muertos, porque no los conociÌan. Sólo los moviÌa el morbo de coÌmo habiÌa sucedido: arrastrados por un riÌo desbordado a causa de una furiosa tormenta cuando regresaban a casa despueÌs de un paseo en la capital. Yo no los habiÌa acompañado debido a un fuerte dolor estomacal, y cada diÌa me arrepiento de ello.
Hubiera preferido seguirlos en la muerte que llevarlos en mi espalda, donde se acomodaron y enterraron sus uñas en mi carne para no caerse. Al mirarme en los espejos, en los vidrios o en cualquier superficie donde encontrara mi reflejo, los veiÌa a todos: a mi madre, a mi padre, a mi abuela, a mi esposo y a mis hijas. Todos contemplaÌndome, parpadeando al mismo intervalo, empujaÌndose entre ellos y luchando por mantenerse sobre miÌ.
Hice pedazos todos los espejos que teniÌa, y cuando el peso se volvioÌ insoportable, acudiÌ al cementerio y ocurrioÌ lo que el vigilante habiÌa relatado. Me los quiteÌ como si fueran sanguijuelas, tuve que despegarlos lentamente para que el dolor no fuese tanto, pues se habiÌan hundido en mi piel y se negaban a liberarme. Los coloqueÌ en el atauÌd seguÌn su antigüedad. ObserveÌ a mi madre, muy parecida a miÌ, manchada eternamente por el sudor y la sangre del parto; roceÌ los nudillos de mi padre y de mi abuela; beseÌ a mi esposo, que me miraba con fijeza, sin reconocerme, con el semblante tranquilo porque nunca supo lo que era la muerte; y les entregueÌ mis laÌgrimas cristalinas a mis pequeñas hijas, las abraceÌ queriendo esculpirme sus formas en el pecho, pero cuando sentiÌ sus manitas buscando mis hombros, sus uñas afiladas escarbando mi piel para regresar a mi espalda, las solteÌ y las empujeÌ al interior del atauÌd, aunque no les gustara la oscuridad, el silencio, el encierro.
CerreÌ la tapa de un portazo y me quedeÌ un momento inmoÌvil, sintieÌndome extraña sin la habitual pesadez. OiÌ golpes dentro del atauÌd, forcejeos violentos que intentaban abrirlo. No hubo gritos ni lamentos. Mis muertos nunca hablaban; mis imaginaciones hablaban por ellos, pero siempre manteniÌan los labios sellados. PodiÌa vislumbrarlos, sin embargo, atrapados en el reducido espacio, tratando de salir, buscando el nido que habiÌan formado en mi cuerpo.
VolviÌ a casa, me recosteÌ en la cama que guardaba los aromas que me haciÌan evocar recuerdos y, llenaÌndome de ellos, me quedeÌ dormida, tal vez por mucho tiempo, pues cuando desperteÌ mis laÌgrimas se habiÌan vuelto de hielo, una agresiva corriente de viento entraba por las ventanas rotas, hiedra creciÌa por las paredes, flores brotaban del suelo desmoronado y una gruesa capa de polvo lo cubriÌa todo. La cama oliÌa a moho, mi ropa se habiÌa hecho trizas sobre mi cuerpo, habiÌa una laboriosa telaraña en el hueco de mi axila y en mi boca entreabierta se habiÌa criado un paÌjaro.
Desde ahiÌ empeceÌ a visitar la tumba de mis muertos cada sol, hasta que no pude tolerar el trayecto, pues teniÌa la impresioÌn de que habiÌa despertado de mi largo sueño maÌs deÌbil y enfermiza, y tuve que recortar mis visitas a los domingos.
—AsiÌ que sigue aquiÌ… —dice el vigilante, sacaÌndome de mis cavilaciones. Su tono denota sorpresa—. Temo que ya voy a cerrar, señora. PlatiqueÌ con usted en la mañana y ya pasan de las diez. ¿Lleva todo el diÌa aquiÌ?
—No me habiÌa dado cuenta. Se pasa volando el tiempo…
Ambos posamos la vista en la laÌpida vaciÌa y nos quedamos contemplaÌndola por mucho rato.
—Ahora que lo pienso, ya recordeÌ quieÌn era la joven que enterroÌ aquiÌ a su difunto. HabiÌa aparecido una fotografiÌa de ella en el perioÌdico, creo que… su familia sufrioÌ un accidente. SiÌ, eso fue. Nunca encontraron los cuerpos y la joven desaparecioÌ del pueblo. Los uÌltimos que la vimos fuimos los que estuvimos aquiÌ, en el cementerio, cuando enterroÌ a su difunto.
—¿Hace cuaÌnto sucedioÌ eso?
—Tres años o menos. DespueÌs de platicar con usted esta mañana consulteÌ unos recortes del perioÌdico que guardé—. Se moja los resecos labios antes de continuar—. ¿De verdad no tiene ninguÌn parentesco con ella? Porque…
Pero yo ya he dejado de escucharle.
Tres años…
Un sueño de tres años, sin interrupciones, sin pesadillas, sin dolores, sumida en la oscuridad de la completa inconsciencia, sin saber nada, sin sufrir.
Me toco la cara, sondeando las rugosidades, la decrepitud de mi cuerpo. Me arrodillo frente a una pequeña charca de agua estancada donde encuentro mi difuso reflejo y recorro mi enflaquecida mejilla con la mano ahuecada, notando mi piel quebradiza como las hojas de otoño, hundo los dedos entre mis cabellos blanquecinos y me examino las manos como si las viera por primera vez, huesudas y envejecidas.
—¿Se encuentra bien, señora? —el vigilante coloca una mano en mi hombro.
—Tres años… —susurro.
—SeraÌ mejor que se vaya. Estar todo el diÌa aquiÌ le ha afectado.
Me miro una uÌltima vez en la superficie del agua y me pongo en pie con dificultad.
—SiÌ, siÌ, tiene usted razoÌn. Pero antes permiÌtame un momento a solas. Me ireÌ en cuanto termine.
El vigilante prefeririÌa escoltarme eÌl mismo a la salida, pero da media vuelta y se pierde entre la densa niebla.
No extraño mi antigua apariencia, pues ya ni para eso me quedan fuerzas. De miÌ no quedan maÌs que los despojos, revueltos y estropeados. Me he acostumbrado a andar encorvada, aunque tengo la espalda libre. PodriÌa jurar que escucho golpes, puños que aporrean el atauÌd, y hasta miÌ llegan sus ruidos amortiguados; seÌ que estaÌn ahiÌ abajo, sintiendo mi presencia y deseando volver a miÌ, pegarse como insectos a mi piel y absorberme entera, y no me molesta la idea, porque es la uÌnica forma de vida que conozco.
Me recuesto en la alfombra de hojas marchitas que crujen bajo mi peso, con un brazo bajo mi cabeza, formando una almohada, y con la otra mano acaricio el suelo.
—Tranquilos —les susurro, sabiendo que les llegaraÌ mi voz atenuada—. Ya estoy aquiÌ, y ya no me volvereÌ a ir, lo prometo.
Cierro los ojos para arrullarme con los recuerdos, y noto mis laÌgrimas calientes derramaÌndose por mis mejillas, haciendo un reguero, mientras las buganvilias me cubren como un manto, y abajo, los golpes paran y soy capaz de imaginar a mis pequeñas hijas, apaciguadas, expectantes por volverme a ver. AllaÌ abajo, en la oscuridad taciturna, me esperan.