El hombre que fue un autor: vida y obra en Sergio Pitol / José Homero

Sergio Pitol (1933-2018) + In memoriam

El hombre que fue un autor: vida y obra en Sergio Pitol
          José Homero

Algo semejante al revés de un tapiz donde unos hilos
          de color terroso se trenzaban entre sí, se ataban aquí y allá
          en nudos de distintos tamaños. Cada detalle era en sí confuso,
          pero el total creaba una forma cerrada.
          Sergio Pitol, El vals de Mefisto

 

A mediados de 2003 visité a Sergio Pitol en su hermosa casa de estilo tradicional con el propósito de realizar una entrevista, ya que era el año que podríamos llamar de su coronación como escritor —para recurrir, con malicia, al título de Paul Benichou. Apenas si es necesario mencionar estos acontecimientos que marcaron la existencia de uno de los escritores magistrales de México: la celebración de los setenta años de su edad, la aparición de los dos primeros tomos de las Obras reunidas en el Fondo de Cultura Económica, la traducción a idiomas tan exóticos, para nosotros, como el griego o el holandés, por no mencionar la cálida recepción con que sus obras fueron acogidas en Alemania. Por esos días, un viernes 16 de enero, según recuerdo, Pitol se afanaba en concluir el prólogo al segundo tomo de las Obras reunidas. Paulatinamente el flujo de la conversación nos acercó, no al significado de cumplir setenta años, pregunta con la que comencé mi entrevista, ni a las obligadas reflexiones en torno a la importancia de reunir títulos independientes en la canónica reunión, sino, una vez más, a inquirir en las relaciones, siempre presentes, siempre ambiguas, entre literatura y vida.
          Recuerdo que Sergio me confió entonces la felicidad que le causaba la inminente reunión con amigos de la infancia, a los cuales no veía desde aquellos años y a quienes no dejaba de ver como niños, acaso porque como tales resplandecían en su memoria. ¡Cómo iba a suponer entonces que no era la ríada de la conversación la que había hecho aparecer súbitamente las riberas de la vida, de la obra, sino que estas orillas encauzaban la reflexión de Pitol en los sendos prólogos que presentan los dos tomos de las Obras reunidas! En efecto, cabría decir que, como una suerte de movimiento de reflujo, que a la luz argentina de la luna ofrece una vista insólita del legado de la mar, Pitol nos permite observar, desde una perspectiva privilegiada, la suya, no sólo el modo como se componen las obras presentadas, sino, en general, los nudos sobre los que se articula su visión del mundo. Uno de éstos es el modo en que las experiencias cotidianas se reflejan, se vislumbran, en su narrativa. Al parecer, Pitol ha tomado de la vida, de las experiencias vitales, el asunto de sus libros, pero tales vivencias no se copian de manera evidente —tal como suelen hacer los malos escritores—, sino que han sido destiladas, así decían nuestros abuelos, a través del alambique de la imaginación. Y en el complejo de cristales, tubos y retortas, lo que se vierte es la experiencia, pero no la exactitud, el orden, la referencialidad que tanto irritaban e intrigaban a los formalistas, primeros en comprender que los discursos se relacionan, pero no comparten ataduras, sino tangentes, oblicuas, extrañas imbricaciones deformantes. O metamórficas.
          Sea en conversaciones, entrevistas o ensayos, Pitol ha abierto, al menos en los años últimos, el taller de la escritura, y en especial el arcón de su imaginación, para mostrar su interés por conciliar vida y obra, por mostrar que toda literatura debe encontrarse viva. Que no se engañe el lector, mucho menos aquellos adalides de la pereza que exigen tomos salpicados de sangre y con residuos viscerales aún húmedos, aún goteantes. Reflexionando sobre Bécquer, el gran poeta español Vicente Aleixandre observó que el sevillano no escribía cuando lo embargaba la emoción, sino una vez que sofrenada podía observar ésta con distancia. En lontananza he olvidado la cita y prefiero mantenerla así, en la penumbra, para que nos ofrende la pátina de su desgaste y me permita circular por su superficie. Quiero decir que los acontecimientos requieren de cierto alambique para verterse. Sí, ya sé, ya hablé del alambique, pero, aunque se encuentra a la vista —ahí sigue, ¿lo ven?—, no hemos reparado en sus funciones. Y sus funciones son las de la forma. Es significativo que, junto con el énfasis en los pasadizos entre obra y vida, entre la imbricación de discursos aparentemente referenciales —así el ensayo, la crónica, la evocación memoriosa, el apunte autobiográfico, la bitácora, la crítica literaria y plástica, con discursos cuya referencialidad se torna equívoca y por ello son nombrados como fictivos, así el relato, el cuento, la novela—, Pitol reitera en su producción última, cuyo arco podríamos comprender de El arte de la fuga (1993) a El mago de Viena (2005), su aprecio por la forma. Si El arte de la fuga trazaba un itinerario personal, suma y cifra de las pulsiones del alma y develamiento del pabellón que circunda el lecho, Pasión por la trama dibuja un itinerario intelectual. Biografía y obra se confunden y entreveran hasta encarnar en esa síntesis dialéctica que es la Forma. Las anécdotas, la información personal, la zozobra de los diarios, los guiños cómplices a sus amigos, nos revelan que para Pitol la escritura es ante todo una biografía. Ambas zonas, escritura y existencia, en modo alguno se hallan separadas. Es el talento lo que las une. Los relatos son «los cuadernos de bitácora de mis mudanzas terrenales, mis mutaciones y asentimientos interiores», nos dice en «El sueño de lo real».
          Lo que une su reflexión en torno al oficio, o lo que comparten los acercamientos del lector Pitol al narrador Pitol, es la atención a la forma, a la estructura, a la composición, como elemento intrínsecamente literario. Se revela así una curiosa formación arbórea: entre vida y obra se establecen relaciones, pero éstas sólo pueden ser expresas mediante la forma, la cual debe compartir ciertas características, ya que, si bien —nos alertarían un filósofo y más de un teórico literario— no existen expresiones sin formas, no todas las formas necesariamente son artísticas.
          Mantengamos las formas y continuemos. ¿Cuál será entonces la forma necesaria para una literatura que se asume ya como vaivén entre memoria y deseo, para decirlo con T. S. Eliot, otro mago de ensueños y pérdidas personales, ya como imbricación de discursos referenciales y ficticios? Apollinaire, que algo sabía de Orden, Forma y querellas entre los antiguos y los que estaban a la vanguardia, al frente del frente, lo suficientemente al menos para hospedar algo de metralla en la frente, nos dijo que buscaba una forma idónea para su discurso, que buscaba conciliar las relaciones entre la eclosión de los medios y su algazara en las recámaras donde la poesía se leía a media luz, a media voz. Como Apollinaire, Pitol nos revela que esta Forma única escapa a los principios establecidos. No es casual entonces que de pronto se reúnan o revelen decididamente afines el lector Pitol con el narrador Pitol y, aún más, con el téorico de la novela Pitol, y que podamos reunir los diversos planos en un solo individuo, al modo en que de pronto podemos reunir los diversos reflejos de Otto Dix en un solo pintor. Y así es como notamos que la galería de excéntricos, la casa de la tribu a la que Pitol se ha asomado como traductor y ensayista, no es otra que la casa en la que gustoso pernoctaría para conversar de los recursos del estilo, para ofrecer su personal visión de lo que debe ser el discurso literario. Una forma viva, palpitante, donde encontremos las experiencias de la vida preservadas mediante el alarde del arte.
          En las albardas de la alborada, Pitol comprendió que durante su vida entera había perseguido un discurso hasta cierto punto sublime, si bien respondiendo a la pulsión modernista de la fragmentariedad. Como él mismo comprende, su primera novela, sus primeros libros de cuentos, pueden leerse como testimonios y al mismo tiempo como resistencias y renuncias al canon modernista. Es indicativo que Pitol apunte en El mago de Viena su gusto por Eudora Welty frente a William Faulkner, y no porque haya elección, con lo que de renuncia conlleva, sino porque ello indica que en este momento Pitol se siente más cómodo en el anticanon modernista, así deba recurrir a otro canon, para emprender el arte de la fuga, y por eso indique cómo el tono de Welty difiere del estilo, llamémosle soberano, bíblico, de Faulkner. Si la diferencia que advierte Pitol en el tránsito de su primera poética a la reciente se encuentra en el tono, en el abandono del rubro solemne por el timbre fársico, carnavalesco, no menos importante es advertir cómo las relaciones entre vida y obra van fugándose, van variando. Al principio, el propio Sergio nos lo dice, frecuentaba su diario para consignar sus peripecias. Poco a poco dejó de hacerlo porque la vida había comenzado a saltar, a invadir, con sus trajes y esperpentos, su literatura. No había necesidad entonces de indicar más las referencias. Sin embargo, ahora, cuando Pitol debe presentar sus obras y, en cierto modo, brindar o confirmar claves de lectura que son claves de afinación, nos descubre que su obra está impregnada con los humores de su vida. El diario no indica experiencias para escribir literatura, sino que muestra los indicios de vida en la literatura.
          En las declinaciones y variaciones, lo que importa es el modo en que la estructura ha de definirse. Para Pitol lo importante es la forma como construcción del arte. Por ello se siente feliz con el ensayo, género que hospeda todos los discursos y los bendice maliciosamente al revestirlos de la credibilidad que da el formato reflexivo, el ligero tinte autobiográfico, autorizando ya que toda ficción pueda trasmutarse en realidad, pero al mismo tiempo permitiendo que toda realidad se fugue, salte por las ramas —ya que el alarde, antes que todo, es alado— y termine cantando en las ramas de nuestra sangre.
          El árbol de nuestra imaginación tatuado en la frente de aquel soldado herido por seguir la forma de una ola. Eso es la caracola, el eco del mar pero en otro espacio, un territorio de laberintos donde los oídos resuenan pero no la arena.
          Eso es la Forma y no extravío.

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