De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro.
Carlos Marzal
Sostengo muchas dudas respecto a la poesía española de finales del siglo y de los años recientes. No por convencional o anclada en esa tradición tan madre de la nuestra, situada en otros tonos, en un sitio distante de nuestra realidad (al menos la de América Latina), sino porque parece ensimismada en la retórica: su música es exacta, su reflexión correcta, sus versos muy pulidos, elegantes, tan sobrios que parecen vivir en otro mundo, en otros hombres, alejados de la desilusión de nuestra época, del descrédito que ejerce la poesía, del sarcasmo y locura que se da en Norteamérica y que nutren, de manera violenta y por demás dinámica, a poetas más jóvenes de Argentina o de México.
De 2016 es La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (1978-2015), editada por Vicente Luis Mora para Vaso Roto, en la que se mencionan estéticas complejas (dice el compilador) y convergen registros y formas más variadas de lo que aquí menciono, pero una buena parte de poetas se mantiene en la línea retórica convencional: no son esos errantes, bárbaros ni tan raros (términos que utiliza Mora) que encontramos en la poesía chilena o en la poesía peruana. Hay casos de interés, y se agradecen: Rikardo Arregui, Diego Doncel, Álvaro García, Melción Malteu, Mariano Peyrou (nacido en Argentina) o Juan Andrés García Román. De los poetas de antes, conservo la enorme admiración por Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Luis Rosales, Jaime Gil de Biedma o Caballero Bonald, pero me dicen poco (casi nada) los libros de Luis García Montero.
Todo esto lo señalo para ubicar dónde es que sitúo, en persona, en singular, la obra de Carlos Marzal (Valencia, 1961). Empiezo con una confesión: hace como diez años lo leí y me encantó. Los países nocturnos (Tusquets, colección Marginales, 1996), de su autoría. Y me gustaba al punto de que le encargué a Martín Almádez incluirlo en De la transparencia el presagio. Poesía de España (Mantis Editores y Literalia Editores, 2000), junto a otros autores que Almádez descubrió y ahora persigo con asombro creciente, como Eduardo Moga (quien también aparece en La cuarta persona…) o Jordi Virallonga. De otros, que acaso me gustaron (Luis Muñoz, por ejemplo) conseguí varios libros que el tiempo y mis lecturas fueron desencantando, sin que sean responsables los autores.
Nunca pude encontrar los libros anteriores de Marzal: El último de la fiesta (Renacimiento, Sevilla, 1987) ni La vida de frontera (Renacimiento, Sevilla, 1991), así que durante cierto tiempo me quedé con las ganas de publicarlo en México. A raíz de la publicación de De la transparencia el presagio, tuve su e-mail y le pedí algún libro. Me respondió, cortés, que no tenía, que él escribía muy lento, y me dejó saludos. Hasta allí mi breve confesión.
«Tener razón es triste, y aún más triste / es que de esa razón no exista duda», dice Carlos Marzal en su poema «Derivas», de Los países nocturnos. Esa nación oscura que es la poesía española, si bien me desconsuela, ojalá me ocasione más dudas que razones para decir que todavía la leo o me interesa. Después de 1996, no había leído a Marzal hasta el año pasado (2016): Destrazas Ediciones me obsequió su poemario Derivaciones, impreso totalmente en tipos móviles, como bien se presume en el cintillo. Independientemente de la hermosa edición artesanal, a la antigua (digamos), hablaré de esa vieja y artesanal manera de evocar la palabra que tiene el valenciano. Se remonta, como antes, a la gran tradición del verso castellano, aunque encuentro maneras más libres de abordarlo. No a la deriva, según se lee en el prólogo de Miguel Maldonado, editor y colega, porque aquí hay una brújula precisa. El autor lo confirma:
Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
ni deseos más puros,
ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.
Estas Derivaciones son, desde mi perspectiva, lo mismo de otra forma. La madurez, le dicen. La consolidación de lo que habíamos visto. Tal vez por esa luz de entonces, por esa misma luz que he visto en más autores, el milagro se tarda en presentarse ante mí: incrédulo, enceguecido acaso, este «Sol de los muertos» que nos tienta y defrauda, insiste en ofrecernos «Lecciones de evidencia». Yo no podría llamarlo «El sol de la pereza», porque así se consigna en este libro:
Todo cuanto se explica, en la belleza,
ni explica la belleza, ni es lo bello…
¿Hacia dónde se deriva lo que existe en Marzal, su impunidad salvaje? Yo creo que la «Cautela» es uno de sus méritos, pero lo es más la magia: «La magia de los días», la casi imperceptible:
Lo mágico consiste en proseguir
con la respiración, aliento por aliento,
en la perseverancia que nos mantiene en pie,
en la conciencia absurda que nos muestra
como una inútil pieza prescindible
del engranaje absurdo de este mundo.
Carlos Marzal, en sus Derivaciones, «No [ha] vuelto a ser el mismo desde entonces». La decepción y el desengaño le han cambiado ese «Saber de infancia» y en ciertas ocasiones la «Sintaxis». O, mejor dicho:
Para nombrarlo bien, para explicar
con toda desnudez lo que me ocurre,
es preciso incurrir en lo que incurro:
el corazón le exige a la gramática
que tenga corazón;
lo más presente toma del pasado
su fuerza temporal,
su exactitud.
La brizna de arcaísmo da el acento.
Con esto me convenzo del milagro. Solicitarle a un libro alguna luz distinta, un foco más moderno, un faro hacia el futuro, no es la mejor manera de leerlo. Me basta, con Marzal, la fuerza del pasado. Vasto su corazón. El acento del hombre que viene de esa España nocturna del poema. Me basta su deriva para ya no perderme.