En viaje por la telaraña virtual, hace unos meses me topé con el nombre del profesor Franco Nembrini (1955), un conocido divulgador de la Commedia dantesca, tanto en Italia como en numerosas ciudades europeas. En varias de sus charlas, realizadas en colegios, ferias del libro o congresos de promoción de la lectura, el maestro nacido en Trescore Balneario, de la provincia de Bergamo, suele comenzar su intervención con una anécdota emotiva y reveladora que marcaría su adolescencia. Refiere que en su época de alumno de liceo se estudiaba, a lo largo de cada año, un canto completo del poema de Dante. Tuvo la fortuna de contar, en el curso tercero de italiano —ciclo dedicado al Paradiso—, con una profesora brillante y apasionada de su trabajo. Practicaban la lectura en voz alta y la memorización de varios pasajes de la cantiga, tercetos que repetían, comentaban y discutían a lo largo de la sesión. Este aprender de memoria, cuenta Nembrini, nunca fue un ejercicio mecánico, indiscriminado y frío; se trataba de un placer sensorial que devenía, en su continua puesta en escena —ese teatro de la poesía en voz alta—, en un aprendizaje más cabal y profundo de la materia de estudio.
Al finalizar el año escolar, el futuro comentarista de la obra de Dante Alighieri se acercó a su maestra para agradecerle la clase ejemplar que concluía, pero además, emocionado y cómplice, le comunicaría que, por mérito de sus enseñanzas, había decidido estudiar para profesor de italiano. Lamentablemente, ese año su padre enfermó de gravedad y Nembrini tuvo que abandonar la escuela para conseguirse un trabajo a fin de contribuir con los gastos de su numerosa familia. Gracias a las amistades del padre, consiguió un modesto empleo en una rosticceria de Bergamo. Fueron meses difíciles para un muchacho de dieciséis años que por primera vez dejaba a los suyos, con jornadas extenuantes, subiendo y bajando bultos del almacén al restaurante, atendiendo mesas, entregando pedidos o ayudando en la cocina. El dueño del local había permitido que durmiera en el sótano de la bodega, en un pequeño cuartito donde sólo cabían su cama y una pequeña mesa; en ese rincón descansaba, tomaba sus alimentos, extrañaba la casa paterna y leía cada vez que el cansancio y el sueño se lo permitían. Una noche, cerrado ya el local, llegó un camión con los insumos del mes que había que descargar en ese mismo momento. El muchacho, que apenas se disponía a cenar, tuvo que bajar los sacos de harina, las cajas de aceite, los costales de verduras y las bolsas de embutidos, él solo, subiendo y bajando esa maldita escalera de la bodega. En ese ir y volver, como de enloquecido Sísifo, apareció en su memoria este terceto del Canto xvii del Paradiso, canto donde el tatarabuelo del poeta, el heroico Cacciaguida, profetiza su inminente destierro: Tu proverai sì come sa di sale / lo pane altrui, e come è duro calle / lo scendere e ‘l salir per l’altrui scale. (Probarás como sabe la sal / del pan de los otros y cuán duro es el camino / de subir y bajar la escalera de los demás).
El joven Franco Nembrini, una vez que el camionero se marchó, cayó en la cuenta de que esos versos hablaban rotunda e inequívocamente de él, de su vida en ese momento de soledad, nostalgia y fatiga. Es más, se convenció de que no solamente Dante hablaba de él, sino con él. Lo que ese muchacho sentía y añoraba estaba en esos tres versos aprendidos de memoria —par cœur,dirían los franceses— en el tercer año del liceo. Con esa dolorosa lección de vida, Nembrini retomaría sus estudios y cumpliría la promesa realizada a su mentora. Pero también, a partir de esa primera conversación en la bodega de la rosticceria de Bergamo, entre el lector y el autor, los siguientes libros que leería cumplirían la misma dinámica: Leopardi hablaba con él, lo mismo harían Manzoni y Montale llegado su momento. Las prosas y los versos de sus autores predilectos comenzaron a entrecruzarse con sus trabajos y sus días, con sus ilusiones y sus encrucijadas, con sus derrotas y sus triunfos. Algo más que un lujo verbal de la lengua toscana, esos poemas memorizados en la juventud por Franco Nembrini se tornaron en talismanes, compañías cercanas e inseparables, interlocutores dilectos con los que podía discutir temas y decisiones cardinales.
En el presente del sistema educativo de México, la práctica de aprender de memoria —con sus amenas y divertidas dinámicas— no es un ejercicio común en los salones de clases. En algunas escuelas persisten los concursos de declamación con un repertorio anquilosado en lo melodramático y en lo políticamente correcto, sin atender la degustación del verso y las particularidades de forma y fondo de las piezas líricas memorizadas para recitarse en público. La memoria no es solamente un almacén de cachivaches y recuerdos afectivos, o peor aún, un aparato reproductor de frases. El propio Nembrini resalta la singularidad mnemotécnica como una pedagogía placentera, lúdica y eficaz; por eso, al iniciar sus cursos en un colegio de Bergamo, anota en el pizarrón un fragmento de la celebérrima carta dirigida por Nicolás de Maquiavelo a Francisco Vettori, embajador del papa León X. En esas cuartillas, el autor de El príncipe comparte su actual situación tras el destierro de los Médicis de Florencia, sus antiguos protectores, al tiempo que relata sus faenas domésticas: cazar tordos con trampas de jaula, atender un pequeño aserradero de su propiedad donde roban su leña, pasar la tarde en la taberna jugando naipes con un carnicero, un molinero y dos ladrilleros. Sin embargo, cuando llega la noche, el escritor abandona la cantina y regresa a casa para consagrarse a un ritual que solaza su espíritu y pule su inteligencia, ámbito donde los saberes aprendidos de memoria resurgen a manera de una conversación entrañable:
[…] entro a mi estudio y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de lodo y de mugre, para vestirme paños reales y curiales. Así, vestido decentemente, entro a las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, por ellos recibido amorosamente, me nutro de aquel alimento que solum es mío, et para el cual he nacido, y donde no me avergüenzo hablar con ellos y preguntarles sobre la razón de sus acciones; y ellos por su humanidad me contestan, y durante cuatro horas no siento aburrimiento, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital…