A los tres años los sueños son
algo que cuesta tres pesos,
a los cinco la pelota del otro,
a los diez uno comienza a decir
que de grande quiere ser bombero
para apagar el fuego
-y tener que vivir a costa
de las cosas que se queman-.
A los doce, los sueños no importan
porque la familia no comprende nada,
ni uno mismo.
A los cuarenta, los sueños son el vacío
de haber desechado el tiempo.
La infancia es una lluvia de sonrisas profanas
cultivadas a veces en la orfandad y el olvido.
Es una mano estirándose alegremente
en la oscuridad sin término.
Ésta es una lluvia que se precipita
y se convierte en chubasco atroz
para luego de un tiempo pequeño
transformarse en llovizna. Y no fue nada, al cabo:
la milpa está marchita
y la lluvia no volverá más.
Hubo que sembrar antes
semillas de frutos coloridos
en la fértil tierra de los niños felices.
No es tiempo de abonos.
Pienso en la infancia
como algo distinto a la niñez.
(Una la conservo, la otra se esfumó
sin mi consentimiento)
Pienso también en esta vida pasada
como pienso en un conjuro olvidado.
Dibidi-bún, badún, badabadaboom.
-Se me cae de las manos la vara mágica
en mi lucha vana contra el olvido-.
Infancia, qué es, qué fue.
Cuántos recados no dados a la madre,
cuántas esquirlas de llanto ensalzaron la infancia,
qué semillas sembradas
estarán ahora haciéndose árbol,
dónde los barcos de papel
echarán el ancla.
Naufragan en la lluvia
del propio recuerdo.