Notas inauditas / Ingrid Solana

 

a mi abuela N

Si la escritura literaria es música, su lenguaje es eminentemente distinto al de la música. Pero la escritura es toda música, es decir, el lenguaje volcado en el abismo del ritmo.

«Notas ininterpretables, sonidos no sonoros, signos inscriptos por la pura belleza de la escritura. Propongo denominar “notas inauditas” a esos sonidos escritos imposibles de tocar, que hacen pensar en lo que los gramáticos llaman “consonantes inefables”», dice Pascal Quignard en su libro El odio a la música. Las notas inauditas se esconden en la escritura, mientras la voz se ufana al pronunciar ciertas palabras, la presencia muda acecha en un universo paralelo: /p/sicología, /p/siquiatría; mundos de olvidos petrificados —cada vez que una palabra se pronuncia en voz alta, la palabra existe por primera vez y funda el mundo—; las palabras con /h/ abren huecos y explotan; la /h/ intermedia es nocturna entre las letras; la /h/ inicial es un hermoso vestíbulo de luces líquidas: hilos, herrumbres, hostilidades, hogares, hogueras; palabras que remiten al escribir: lugar de mudos. La /u/ escondida en /gue/ y /gui/ tuerce guirnaldas de soledades; el silencio horada las palabras con su vacío de notas insólitas y siglos muertos. Historias calladas, secretas, enmohecidas; musgo sin tiempo. Las notas inauditas representan la escritura, que es un tejido de silencios y vacíos y no un ámbito de reverberaciones. El habla de los ancianos es parecida al intersticio de lo escrito en el que algo calla: cráter de signos vetustos.

Escucho la respiración de mi abuela mientras duerme, tengo el libro de Quignard junto a mí, leo: «Todo está cubierto de sangre vinculada con el sonido». No tengo ganas de escribir sino de escuchar la respiración de mi abuela que, cuando duerme, es un ámbito pesado de fauces brutas. El cuaderno canta el sonido de las hojas al voltearse y el sonido de la pluma al rasgar; violín de asombros ensombrecidos, pero ¿existe algo pesado en la respiración de la escritura, un ámbito desconocido de moradas singulares? Los signos escritos respiran, se concentran en la página con sus esquinas silenciosas, la respiración de mi abuela de ochenta y cinco años es otra, ronca y profunda, habita cada rincón del cuarto; el tiempo del instante de la reflexión se trata de la sangre vinculada con el sonido, pero desconozco su llamado, mientras lo que deseo escribir se evade de los signos.

No hay precisión en la escritura ni en la música, en el sentido mecanicista y teleológico de progresos y civilizaciones de profusa y ambiciosa expansión. La escritura y la música son compases, a saber, respiraciones concertadas, ineludibles, latidos sin razón «precisa»: corazones en llamas. Ambas están cosidas a aquello que no suena, que resta y olvida: la muerte en vilo. Dice Quignard: «En su origen, todas las lenguas crecieron por medio de sonidos que sirven para suprimir, que sirven para sustraer lo que acababa de ser dicho y es necesario destacar para eliminar».

Pienso en la escritura en paralelo al lenguaje de los ancianos y en cómo los sonidos son la reverberación de ritmos y secuencias de una vida extraña: el preámbulo de la muerte. El ejemplo es la escritura tartamuda de Corrección, de Thomas Bernhard; es posible que, al envejecer, las oraciones provengan indecisas de la boca anciana, se replieguen entre los labios, agrupen los significados de cierto balbuceo primitivo; la lengua revira al estado elemental de una dimensión sin lenguaje como el poeta que escribe, invariablemente, la palabra que no ritma pero que, al mismo tiempo, brama a un horizonte en el que lo desconocido tiene lugar.

El habla de los ancianos también es tartamuda porque se está olvidando a sí misma, no recuerda sus ojos ni sus oídos, los ritmos fuertes de juventudes pasadas; es, en cambio, el susurro de la tumba. Repite los sonidos, se atora en ellos, se extasía entre vacilaciones. Indecisa y fugaz la escritura y el habla de los ancianos comparten la indiferencia de su soledad abisal (no es un rechazo comunitario, más bien se asemejan al oboe de un inframundo celeste; es decir, un más allá, que significa lo que no puede pronunciarse, ese resquicio o zona abierta en la cual nadie puede describir, nadie puede interpretar y entonces existe el misterio). La respiración de mi abuela es más significativa que su voz cotidiana, la voz cotidiana canta, repite las mismas anécdotas, se ríe, se desnuda o se cubre, pero sus ronquidos son la música espectral de su pecho anciano, es decir, el tiempo en la demora de lo inevitable: lo que nadie puede describir ni nombrar.

Los ronquidos de mi abuela son notas inauditas: no hay vocales ni consonantes; es un promontorio de emancipaciones vitales, la vida que en cada latido persiste. La vida no muere, al contrario, insiste, es necia, perdura, prosigue, se aferra. La vida es continuidad y resistencia; en su ideal civilizatorio está ideada para afianzarse. Cada segundo del tiempo que transcurre implica la cercanía de la muerte y a la muerte se le teme, se le aísla, se le arrumba, según la mente occidental. Así se refería Walter Benjamin a esa forma en la que nos alejamos de la muerte a través de asilos, hospitales y cementerios separados de nuestra supuesta vitalidad. Pero así nos orillamos al temor, desconocemos que la sustracción es más bien el alargamiento de un presente sin lugar: «Non ad locum: no a un lugar», dice Quignard.

La escritura autista de la trilogía de Samuel Beckett hace pensar en el anciano que permanece callado en una silla y espera lo incomprensible: nadie puede ayudarlo en el silencio de las montañas pétreas en las que contempla el abismo; si la escritura grita, lo hace con el eco de la repetición: demencia senil, letanía y rezo, allí habla Dios o nada habla, se trata de la Nada impura del sinsentido o del sentido total, un lugar de paso en el que la totalidad confluye.

La expansión proliferante en Góngora, en cambio, es una ópera de serpientes y rizomas, una fuerza desnuda que atesora laberintos: no hay aparente autismo ni tartamudeo. La repetición es bochornosa y atractiva, el placer del lenguaje en sí mismo, como dice Roland Barthes en «La cara barroca». El habla encriptada que intuimos en el barroco, en esa música de vericuetos repetidos, no esconde nada como solemos pensar, es un discurso traslúcido que se muestra descarnadamente delante nuestro; el significante se exhibe con vileza sin esconder: el habla barroca no disimula el significado porque el significante es transparencia. Oigo la respiración de mi abuela en el cuarto mientras la cuido o la acompaño, o quizá mientras la espío envejecer; es una brama lenta, música de madriguera, de casa en abandono, de un no sé qué que balbucea…; se manifiesta invisible, me permite ver, me concede observar, atrapar, dilucidar, escuchar la lenta muerte.

La sensualidad incontenible del Cántico espiritual, que es el espíritu de la carne en su instrumento de ser el ser, es decir, el adulto frente al anciano, muestra otra música, la música de la escritura en busca de lo inefable. Sin embargo, lo no-dicho está escrito a través de la lengua de los pájaros, como dice José Ángel Valente; se repliega en sus muros, habita el desierto. Sensualidad incontenible y extraña la de lo que no se puede cantar ni decir ni susurrar. La escritura es canto mudo. Espacio de notas inaudibles y secretas que no se parecen al rastro del habla cotidiana, serpiente de sonidos derrochados, concierto de desperdicios, palabras adultas en continuo atropellamiento. El habla cotidiana no es vieja ni niña; es madura y sorda, dudosa y trepidante, soledad esencial y comunidad desbordada. Orquesta tejedora. La música cotidiana es tambor, la escritura es un ámbito singular de colores estridentes y reconoce los ámbitos y los huecos callados que habitan entre lo que decimos para matar el tiempo y el tiempo que supuestamente verdaderamente pasa: en realidad nada pasa, sabemos del cambio sólo por el movimiento; el vuelo de las aves y las moscas, el polvo imperceptible, el temblor de los animales que nos miran. La vejez atraviesa el espejo cada día, se estanca en la mueca de arrugas y fosas, en los cuencos de los ojos, en los pozos de los oídos, en los miedos y las dudas, en los instantes tartamudos, en las repeticiones y tropiezos. En tu risa.

Escribir es encararse al perpetuo duelo. (La música del duelo es silenciosa: una tumba sin sosiego).

Música entre los signos: «Junto a los cantos vedados al hombre que está cambiando la voz, están las vocales inefables», dice Quignard. Y las vocales son dulces y se deshacen entre la dureza de las consonantes sordas, obstruyentes, oclusivas, africadas, fricativas, tigres al fin que todo comen, que arrasan con la velocidad y el balbuceo, que pueden atrapar en un segundo la vitalidad de un músculo en movimiento, que nada temen porque son la vileza de vivir, su estado bruto, profundo y absurdo: Álvaro de Campos es el signo de la vitalidad que ruge, el tigre: atrapémoslo y gocemos su instante; movimiento puro, cuchillo de aire. Las consonantes son tigres y, a un lado, mi abuela anciana es una vocal. Sin ella la fuerza no existe, sin ella las consonantes se pudren de piedra, se estancan en la lápida, se empantanan: la vocal inefable está escondida en la respiración de la anciana que escribe…, que escribe con su respiración ronca, este texto que balbucea su herida.

Disecar al tigre implica olvidar la música, sepultar la música, abandonar a la nota inaudita.

Los ancianos, en medio de los vivos, se empeñan en coexistir pero, incapaces de hacerlo bien, ineficientes para sostenerse por sí mismos, esbozan la música verdadera que nadie percibe: la del silencio. Atraparon al tigre. Y eso tienen en común con la poesía, es decir, escriben huecos, mapas inútiles, cultivan cactáceas tristes pero vigorosas. Resistir: respiración fascinante. Afanados en transitar el pantano, los ancianos vagan por una lengua viva que ya no los acoge pero la inventan en sus instantes lúcidos. Nadie la ve, nadie la escucha. Música callejera. Escritura marginal, fósiles de olvidos. Sólo se puede recordar cuando el olvido comienza a carcomer, entonces se funda el mundo de sonidos lozanos; la memoria no es de ayer, es de hoy, es nueva.

¿De qué se trata el lenguaje de los ancianos? Es balbuceo, temblor, lengua entrecortada, apenas susurros, palabras cortas, frases truncas, troncos inauditos de voz. Hierbajos. La dicción del cuchillo. Quizá. La lexía de un mundo aparte. Tal vez. La voz vieja se encuentra sostenida, si acaso, por el aire delgado, estambre rojo, serpentina de aliento extinto. El lenguaje de los ancianos no es el mismo que hablan los adultos, fuertes y temibles, contenidos y extasiados en su esfera de comportamientos convenientes, de palabras certeras, de seguridades reflexivas. Tampoco es el de los niños, vigorosos y tontos, sumergidos en su perfecto egoísmo utópico y ruidoso. No es el de las personas dulces ni el de las amargas ni el de las triviales. Es la música inaudita; es la nota secreta, la vocal inefable, el fondo de lo escrito. No tiene porvenir, aunque un libro vendrá.

El lenguaje de los ancianos es extraño y ronco, una caverna, un templo silencioso y aislado, un espacio de singularidades rocosas: ¿es el claro del bosque? Lenguaje de flores enamoradas: mi abuela repite, una y otra vez, la misma anécdota, el mismo deseo, la misma descripción porque olvida, porque, en realidad, no habla, porque está cantando el eco de la respiración ronca: brama y bruma, brujería del más allá: «El bramido es la añoranza del canto de los hombres. La muda de la voz de los jóvenes no puede superarlo en profundidad y violencia petrificante. Para el hombre, el bramido es el canto imposible. Fue el canto identitario, ya que fue el canto inimitable que confió al secreto invisible del bosque», dice Quignard. La mente de mi abuela es una roca de memoria, es decir, una malversación del pasado, la fundación de una ciudad inexistente, el lenguaje de lo que nunca ha sucedido es lo que tiene lugar cuando habla del pasado.

La escritura es la simulación del lenguaje de los ancianos, a saber, una letanía de repeticiones, de infracciones singulares, de atropellos y dudas. El anciano no sabe dónde está, tiene miedo, se aferra a los barandales, a las tonadas viejas, al mismo repertorio de anécdotas: la música tiene una relación rotunda con el miedo, es pavor. Dios Pan, pánico. La música alivia el pánico, mientras en la habitación mi abuela respira y ronca, y la niebla invade el espectro de mis ojos y el silencio penetra mis fosas nasales, y en mis sienes retumba la música que puse en los audífonos para olvidarme de la sombra, de la sombra de esa sinfonía de ruidos largos y átonos. Disonancias de cavernas ancestrales. La hermosura es nuestra muerte, es decir, nuestra respiración atigrada, cada segundo que transcurre, cada momento en que nos salva la melancolía. ¿De qué? De tener miedo, de ser el pánico. La música es la repetición del miedo; la escritura es su partitura hueca. Los balbuceos son el eco de las anticipaciones, el lenguaje profundo, es decir, el de la duda, el no saber dónde se está, qué se come, por qué se detiene y calla el espacio, por qué el ruido y la amenaza, por qué el estrépito del cuerpo, la enfermedad. Tenemos miedo, esa es nuestra música. Y su expansión también es alegre, atigrada, sorda o muy atenta: la escucha de algo incomprensible que impone su dulzura.

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