Tuve un sueño, y me preocupa no saber lo que significa.
El rey Nabucodonosor al poeta,Daniel 2:3
Es excepcional el mito antiguo que no considera al ser humano portador de la palabra desde su mismo origen: en el pensamiento mítico y en el religioso, la palabra es consubstancial al aliento. El mito del origen del lenguaje como distinto del origen de la especie es moderno; la idea de que, en tiempos muy lejanos y perdidos a la memoria de la escritura, la voz que escapaba del cuerpo signaba mientras concretaba una experiencia del mundo en una expresión rítmica, melodiosa: pensamos que alguien, en el amanecer apenas de la postura erecta, señaló un río, emitió un sonido gutural y cantarino que imitaba el brincar profundo y corriente de las aguas, sus semejantes lo escucharon y a su vez señalaron y repitieron el sonido desde entonces nombrando, comprendiendo, el nacimiento de una alegría inédita en la historia del mundo animal. Imaginamos que, en tiempos remotos, la palabra era música, la música símbolo y cuerpo, danza. Con el paso del olvido y la especialización de los oficios, la música se separaría artificialmente de la palabra, la palabra hablada, a su vez dividida artificialmente de la escritura y la escritura de la concreción material del habla; el mito del origen del lenguaje es el mito genésico de la separación de lo que estaba unido y confuso.
Desde la bifurcación de los oficios y las prácticas, dicen los sabios modernos, hablar es olvidar, la única manera de recordar es creando de nuevo, y para corregir ese misterio hemos inventado la poesía.
En 1814, después de la desastrosa campaña rusa y la subsecuente Batalla de las Naciones, Napoleón abdicó a la corona del Primer Imperio francés. Europa no había visto en toda su historia un movimiento bélico de esa magnitud, y no lo volvería a ver sino hasta exactamente cien años después, con la Primera Guerra Mundial. Al recibir la noticia de la abdicación, Lord Byron compuso y publicó inmediatamente su Oda a Napoleón, un poema agresivo como los hay pocos y ejemplar en, por lo menos, dos sentidos: primero, porque es la toma de posición de un poeta con un muy particular uso de la palabra (Byron, en su calidad de lord, tenía una silla en el Parlamento, su voz tenía un peso político que claramente dejaba caer del lado del constitucionalismo y la anarquía); segundo, porque es uno de los raros casos en que la poesía moderna se encarga con éxito de un tema político sin que en la empresa se sacrifique la potencia poética en favor de una consigna ideológica. El que la poesía suela marchitarse cuando entra en terreno político significa que la misma, en principio, se encuentra fuera de su elemento cuando se trata de dar un mensaje inequívoco, y es exactamente el mismo problema con el que a su vez se encuentra la música.
En 1942, refugiado en Los Ángeles tras la persecución nazi, Arnold Schoenberg compuso la Oda a Napoleón sobre el texto de Byron, un oratorio para barítono, ensamble de cuerdas y piano explícitamente dedicado a Hitler y su intento por conquistar Europa. La indicación de Schoenberg al barítono para el estreno fue imprimirle inflexiones sarcásticas a la voz por sobre una atención a la progresión tonal. No es una instrucción ornamental, viniendo de uno de los revolucionarios en la historia de la música en términos de construcción armónica: Schoenberg estaba tomando una posición clara respecto a las responsabilidades de un artista con su tiempo y su circunstancia, sin por ello ceder terreno a la subversiva invención de un lenguaje. El caso de la Oda a Napoleón, por la doble banda entre un poeta y un músico, es la extraordinaria ocasión para pensar el problema de los límites entre música y literatura en la condición más álgida de su encuentro con lo político, el campo franco de las relaciones con los otros.
El poema de Byron extiende una sola oposición simétrica a lo largo de diecinueve estanzas, y esta oposición queda clara desde la primera:
’Tis done — but yesterday a King!
And armed with Kings to strive —
And now thou art a nameless thing:
So abject — yet alive!
Is this the Man of thousand thrones,
Who strewed our earth with hostile bones,
And can he thus survive?
Since he, miscalled the Morning Star,
Nor man nor fiend hath fallen so far.
La grandeza y el poder absolutos, por un lado, contra la categórica ausencia de gloria y honor por el otro, son las dos costas entre las que navega el poema en un vaivén comparativo que describe luminosamente ambas condiciones. Un rey que gobernaba sobre reyes pasa a ser una creatura sin nombre, abyecta, y, sin embargo, con vida. En esta oposición se articula además un acontecimiento particular de la palabra para nombrar un poder sin límites y para nombrar un lugar vacío, generado por una caída comparable a la de Lucifer, The Morning Star. Byron —y en esto fue consecuentemente romántico en toda la extensión de su obra— convoca la potencia de la poesía para nombrar lo innombrable. El de Byron y el del romanticismo es el poder de la palabra cuando ya nada puede decirse.
En el poema, en más de una ocasión, Napoleón es nombrado loco, trastornado, homicida y débil en su afán de querer aferrarse al trono y, en la decimocuarta estanza, Byron hábilmente teje la figura del tirano ligada a la de la isla de Elba, en la que entonces fue exiliado.
Then haste thee to thy sullen Isle,
And gaze upon the Sea;
That element may meet thy smile —
It ne’er was ruled by thee!
Or trace with thine all idle hand
In loitering mood upon the sand
That Earth is now as free!
That Corinth’s pedagogue hath now
Transferred his by-word to thy brow.
La isla es la metáfora de la soledad precisamente porque la palabra se opone a la infinitud del océano. En la oda, el emperador sin imperio rodeado de agua es la figura perfecta del símbolo vacío, la palabra sin sentido, la locura volcada sobre un continente convertido en un inmenso cementerio. Son todos estos ecos, sumados sin duda al matrimonio de Napoleón con Josefina de Austria, los que Schoenberg escuchó al componer su opus 41, cuando el Tercer Reich se movilizó hacia el Anschluss, la anexión forzosa de Austria que dio inicio a la intención de una conquista militar sobre el resto de Europa.
La Oda a Napoleón de Arnold Schoenberg es una obra tardía, de su llamado tercer período —o americano. Hay una buena razón para estas categorías, y es que en Schoenberg es claro que, en sus primeras composiciones, el lenguaje armónico tradicional puede seguirse con precisión; en un segundo período este lenguaje es transformado, abandonado y violentado a favor de uno completamente nuevo, para, al final de su vida, usar todos los elementos a la mano —modernos, revolucionarios, tradicionales— con absoluta libertad creativa. El Schoenberg del op. 41 es uno que ha atravesado la historia del lenguaje musical en occidente, integrándolo, negándolo y superándolo. Esta experiencia se refleja en general sobre una muy complicada serie de reglas al nivel de la arquitectura armónica, pero, para nuestro caso, se revela también en lo particular de una manera nítida e inédita de entender el uso de la voz.
La línea vocal que canta el poema de Byron está indicada en clave de Fa para barítono, y la técnica que famosamente inventa Schoenberg es la del Sprechgesang, literalmente hablar-cantar. Lo que distingue al Sprechgesang de la clásica oposición entre recitativo y aria es que se respeta el ritmo natural del habla, como en el recitativo, pero también se aleja del mismo a discreción por espacios silábicos, como en el aria; el resultado es que, por ser en parte hablada y en parte cantada, la línea melódica resulta que no es habla ni es canción, no es forma ni es mensaje. Curiosa manera de entender el encuentro entre música y poesía, y seguramente una solución perfecta, anular las cualidades naturales de ambas para crear un espacio nuevo de comprensión, asegurando así el sentido sarcástico de las palabras al coserlas inextricablemente a una melodía. Este hecho estético presenta entonces un problema: significa que la literatura es música y la música literatura, sólo a condición de que aceptemos que no son intercambiables entre sí, pues si bien ambas son lenguaje, son intraducibles fuera de su terreno específico; la literatura no puede ser traducida a música sin perder su capacidad simbólica, y el mensaje musical no puede ser expresado en términos del sintagma sin perder las características de melodía, ritmo y armonía, que son las que verosímilmente permiten a la música conmover y ser comprendida. La literatura es música y la música literatura sólo a condición de que aceptemos que ninguna de las dos es comunicación al puro nivel del código, porque la música sólo tiene sentido al interior de la obra y la poesía sólo tiene potencia en sus relaciones estructurales con respecto a la lengua que transgrede.
Lo extraordinario de la empresa es que aquí ambas obras nacieron de un claro objetivo político, el campo que se define justamente por ser el espacio donde la palabra se organiza inequívoca y traducible con fines de grupo y no de individuos. No estoy diciendo que no hay arte político, estoy diciendo que el sentido político de una obra de arte sólo es explotable en las condiciones precarias, temporales, del contexto de su concepción (como la oda de Byron) y de su probable renacimiento (como el de Schoenberg sobre el texto de Byron), y que si sobreviven a su contexto histórico es porque lo trascienden al nivel estructural del lenguaje, es decir, porque trascienden su función comunicativa y su particularidad ideológica. Lo extraordinario de la empresa es que, a pesar de esta trascendencia —o más bien precisamente porque es así—, el arte conserva una fuerza que le permite ser escuchado y reinterpretado, un carácter resistente al paso de la historia, equilibrado en que es transmisible lo que no es comunicable.
Es difícil aceptar que la palabra y la música en su factura más cara —cuando se ubican en el rango de las artes— conserven su poder al precio de ser inservibles, es decir, un poder que para usos prácticos no sirve para gran cosa. Pero es este hecho estético el que les confiere su libertad y las protege del abuso de una reducción instrumental al servicio de cualquier otro poder; es también esta distancia la que nos permite imaginar que, en el principio, la poesía era indistinta de la música, mito organizador para descargar la potencia de ambas hasta sus últimas consecuencias. Nabucodonosor es una de las figuras que Byron usa para dibujar la silueta de Napoleón. Nabucodonosor, el rey que, a instancias de la interpretación de un sueño, dejó corona y cordura atrás, olvidó el lenguaje y la escritura, fugado a las colinas para vivir puro como las bestias de la naturaleza, en una regresión sagrada, viviendo como una fiera entre las fieras hasta que la historia le perdió el rastro. Podríamos imaginar que, una vez cumplida su travesía, recuperó lentamente la memoria, volvió a pronunciar palabra en un recuerdo sin duda ligado a las canciones que se cantaban en su corte y en su nombre, y eligió no volver.