Cuando era niña grababa la radio en cassettes. Me la pasaba esperando una canción que me gustara, y cuando el locutor la anunciaba, yo apretaba ferozmente los botones de record y play. Mi hermana y yo teníamos una grabadora pequeña color gris. Cuando mi hermana cumplió doce años, un primo mayor le regaló el disco Ghost in the Machine, de The Police. Ahí nacimos musicalmente hacia un mundo de libertad sonora. La grabadora gris nos acompañaba todo el día, la poníamos para dormir y sabíamos que la noche había comenzado en serio cuando el lado del cassette se terminaba y botaban los botones. Cuando se agotaban los casettes nos pegábamos al radio y grabábamos lo que nos gustaba. Odiábamos cuando una canción se interrumpía por la «marca de agua» de la radio: sonaba la canción favorita y, de repente, la identificación de la estación ¡sobre la canción! Pero nosotras seguíamos grabando y coleccionábamos los momentos en que nuestros grupos favoritos eran tocados, pedazos, comentarios, un momento radiofónico sobre otro, comerciales, muchas voces. Gritábamos cuando sonaba nuestra canción favorita, subíamos el volumen del radio en el coche de mis padres. Los locutores preguntaban: ¿por qué escuchas la radio? Todos contestaban: por la música y porque es un medio para todos. Comencé a llamar a una radio para contar chistes, pero radiofónicamente nací cuando en el radio de nuestra grabadora sonaba por las noches «Another One Bites the Dust», de Queen, y yo me escondía entre las sábanas con mucho miedo; esa canción me parecía misteriosa, intensa, horrorífica: los sonidos al revés, las voces potentes, el bajo profundo y ronco. También escuchaba las grabaciones de la radio en mis cassettes, sonidos sin relación que daban forma a un soundtrack de mi vida cotidiana desde la radio, cuando no sabía que años después una compañera de la prepa me diría que mi voz era muy radiofónica y que fuera a Radio UdeG a que me hicieran una prueba. Yo tenía quince años.
Una tarde me llamaron de la radio para decirme que, como mi voz era linda, conduciría un programa de jazz cuya conductora se había ido. Me dijeron que no me preocupara, que los programadores de la radio harían guiones para mí y elegirían la música; yo sólo tenía que leer esos guiones y poner mi linda voz. La radio es la mejor ventana de sonidos: la palabra, la música, las formas sonoras de los objetos, se combinan para hacer explotar, al infinito, la potencia retórica de lo sonoro, el poder absoluto de las emociones hechas sonido. Yo no sabía nada de jazz y los radioescuchas se dieron cuenta, a pesar de los guiones, los discos, el programa preparado y mi puntualidad en la cabina; comencé a darme cuenta de que el jazz era considerado un arte mayor, la gran música del siglo xx, la complejidad de los músicos, la complejidad del tiempo en el que los hombres y las mujeres decidieron ser libres por medio del sonido para improvisar. Los radioescuchas llamaban exigentes a cabina y pedían nombres, los programadores dejaron de darme discos y guiones y pronto me vi sola al aire con un programa de música complejísima, sin nada en mis estudios sobre el jazz y con una consola blanca de controles que bien dejaba pasar al aire tanto lo bien dicho como lo mal dicho.
En los controles de cabina hay un botón que se llama cue. Indica que puedes escuchar una canción en las bocinas del estudio antes de que salga al aire; así elegimos los momentos importantes de las canciones para lanzarlas con toda voz al espacio. Una noche del programa de jazz yo estaba aprendiendo a operar esa consola cuando asomó el operador y me dijo: «No te asustes, pero hay algo mal al aire… ¿qué es?». Yo grité, él me dijo: «Calma y busca». Encontré que la canción que llevaba siete minutos sonando ¡estaba en cue!, lo que quiere decir que lo que salía al aire era solamente silencio, siete minutos de silencio. Caí en pánico, el ingeniero rio y me ayudó a regresar la canción al principio para ponerla al aire. Recuerdo bien esa noche porque era una pieza de Miles Davis, y en cuanto empezó a sonar, ahora sí, al aire, llamó un radioescucha. Me dijo: «Te propongo llevar discos y prestarte libros sobre jazz». A partir de ese día, los radioescuchas comenzaron a llevarme música a la radio en todos los formatos disponibles en ese tiempo: vinil, cassette, disco compacto, cinta. Cayeron los libros y hasta un grabado de Louis Armstrong que un radioescucha hizo para mí.
Con el jazz se sabe: hay un tema y una persona libre. El tema puede ser complejo o no, la persona también. El tema puede ser memorable o no, pero la persona debe ser memorable siempre: ha de poner su propia voz en el momento en el que el tiempo de la música lo indica: volar, sonar estrepitoso, feroz, veloz, enorme; es por ello que los músicos de jazz deben ser forzosamente una fuente de sonido. Por eso sólo hay un Armstrong, un Ellington, un Davis, un Parker, una Holiday, una Fitzgerald, un Brown, un Metheny. Nosotros, los que escuchamos, abrimos los oídos, esperamos, se detiene nuestro corazón: «¡Alguien va a jazzear!».
El jazz puede ocurrir hasta con los sonidos del entorno. Imaginen la calle y su vibración cotidiana, como un gigante dormido, con cadencia, ronquidos. Un automóvil sale de esa armonía, otro coloca un sonido distinto arriba. El jazz y la música pueden ocurrir con cualquier objeto. El jazz abrió mis oídos.
Cuando escuchamos música puede parecer que los días son uno solo. No recuerda uno si es de día o de noche, cuántas horas han pasado, cuántas veces hemos regresado la misma canción: el tiempo se expande infinitamente, se pone nombre sonoro al tiempo que nos atraviesa. Imaginen lo que sentí cuando escuché que alguien tocaba pedazos de las piezas de Duke Ellington o de Louis Armstrong con un escratcheo de vinil. No sólo la trompeta y el piano, el saxo o una guitarra, sino que los sonidos iban y venían con cadencia creando un sonido nuevo. Después, las palabras que yo también había escuchado en la radio: discursos de astronautas, libros de superación, cursos de idiomas, todo combinado en una sola canción. Yo ya no tenía el programa de radio de jazz (la antigua conductora había vuelto y los radioescuchas dejaron de ir a la cabina a salvar a la conductora), pero me había reencontrado con un gran amigo que me llevó la colección de discos de jazz de su papá al programa y me explicaba que ahora era dj y que tocaba esos discos en las tornamesas. Ese amigo y yo ahora teníamos programa de radio nuevo dedicado a la tornamesa, a la música sampleada, a los loops, y a posibilidades aun más libres y enormes que rompían incluso las barreras del jazz. Nuestro programa terminaba a la una de la mañana y recuerdo la emisión en que programamos lo que yo haría si fuera músico: pedazos de canciones, pedazos de voces, pedazos de sonidos, ritmos, batería, golpes, risas, sonidos melancólicos, programas de radio de otras partes del mundo, y lo que ya les dije: Armstrong, Monk, Parker, Ray Ellis, Gilda Radner; como si alguien hubiera tomado mis cassettes de pequeña y los hubiera mezclado; como si hubieran venido todos los radioescuchas que me ayudaron con sus colecciones y pusieran recortes de sus discos, uno tras otro, vertiginosamente, pero con ritmo. El autor de estas canciones era Kid Koala y tenía veinte años. Yo volví a nacer radiofónicamente porque se abrió mi curiosidad. ¿Cómo lo hacía? ¡Y además con todos los sonidos que a mí también me gustaban y me habían llevado a la radio! Kid Koala es de ese tipo de artistas que ya no tienen un solo espectro: no nada más es pianista (aprendió desde los cuatro años), sino que además es tornamesista (aprendió a los doce años) y artista gráfico. Sus producciones ya no son discos solos, sino también combinaciones de música con narrativa gráfica, con cine, con juegos de mesa, con videojuegos, con aplicaciones, con interacción: un planeta nuevo.
La radio es el medio más intenso: permite el encuentro de las voces. Permite equivocarse mucho, permite tomar cada día el pulso de los tiempos. Como ventana, nos trae a los personajes más influyentes del mundo. Leí que a la ciudad venía Kid Koala y pedí a mi productor que lo buscara para nuestro programa (mi amigo dj ya es muy famoso y ya no viene a la radio y yo ahora tengo un programa matutino). Kid Koala vino a cabina como esos radioescuchas que venían con su música bajo el brazo. Yo grité al aire: «¡Aquí está Kid Koalaaaaa!». Un sueño hecho realidad. Como tener a mi propio Miles Davis en cabina.
La radio no sólo es música y palabras, sino que el conjunto de fuentes sonoras que combina la hacen una voz. Cada radio es una voz diferente: de esa voz brotan toda clase de colores sonoros. No es una orquesta: no hay orden en los sonidos que vienen y van. Es corazón de todo lo posiblemente sonoro. El sonido se puede ver sólo cuando empuja un medio elástico. Si pudiéramos ver la música de Kid Koala veríamos a un hombre con traje que nos vende cocinas, otra persona por la calle eructa, Louis Armstrong se derrite mientras toca su trompeta, a Ella Fitzgerald se le pixelea la cara mientras canta, un hawaiano melancólico toca sin cesar la misma nota sentado en una banqueta, una sección de cuerdas interpreta tonos mayores y nos pone de buen humor, batería cadenciosa, regreso en el tiempo, scratch, discurso religioso, scratch, discurso político, voz deformada, ritmo 4/4 sube, bajos, un Korg, un Theremin, otro estornudo, scratch, nuevamente Louis Armstrong, curso de francés repite la misma voz, tributo a Monk, a los Beastie Boys, The Cure, scratch scratch scratch, lento, disco a 33 rpm, disco a 45 rpm, melodía, ritmo hacia arriba.
Kid Koala espera afuera de cabina para entrar a mi programa de radio, un día histórico para mí; con la vuelta a todas mis referencias sonoras, toda mi vida de sonidos reunidos en música, le pregunto emocionada: «¿Cuándo descubriste la potencia de lo que podías hacer?». Me cuenta que tocó la música, es decir, la tuvo en sus manos, la moldeó, la deformó, la amasó y salió su propia voz. No sabía que estaba participando de la creación de un género nuevo. Hay algo importante en este género: no debe incluir prejuicios sonoros, cualquier cosa es una fuente de sonido, hay energía humana detrás de cada grabación que ha sido creada y ha de ser remezclada. Por ello nos deja ver la dimensión de su propuesta musical: no existe producción de Kid Koala que no involucre al escucha. Por ejemplo, el espectáculo llamado Sattelite Concert contempla cincuenta y una tornamesas. El primer complejo de tornamesas (de tres) lo toca él, pero el público toca las otras cincuenta. O el espectáculo Nufonía Must Fall le da vida a la novela gráfica del mismo nombre en el escenario de un teatro: cortometraje que se realiza con títeres, cámaras, música en vivo y diseño sonoro completamente en los ojos y oídos del espectador. O un tercer ejemplo, el show llamado 66 Wheels Bicycle Tour, que implica que el público y él recorran una ciudad en bicicleta. Cuando bajan a descansar en algún establecimiento, Kid Koala ameniza con su música el descanso. Hay una clave en la propuesta de este artista: la reciprocidad, la narrativa de los usuarios. Hablamos de los héroes musicales y vuelven los nombres: Billie Holliday, Louis Armstrong y, principalmente, Thelonious Monk, quien toca un instrumento de quinientos años de antigüedad, pero puede sacarle sonidos nuevos.
Si nos preguntan qué caracteriza al sonido de este siglo, diremos que la electricidad, la grabación, la manipulación del audio, el recorte y el encuentro de la voz propia por medio del audio y las voces de los otros. Le digo a Kid Koala que al programa de madrugada en el que poníamos tornamesas vino Mad Professor, otro gigante de la remezcla y la libertad sonora. Kid Koala me dice que, de haber sabido, se habría traído las tornamesas a mi show y que por eso le gusta la radio: porque involucra energía humana. Yo comparto: desde ese primer cassette de The Police hasta ahora, tengo cuatro mil discos. Pero no hay música sin respuesta. No hay programa radiofónico sin participación. Hacer una investigación es un trabajo arduo. Se busca conexión. Por eso la otra fuente de sonido de un artista como Kid Koala es la radio: el encuentro de las voces, el venero abundantísimo de opiniones, instantes, clicks de sonido que pueden estirarse y recomenzar una nueva música.
Guardo en una caja roja algunos cassettes que grabé de niña y que fueron mi boleto de entrada al mundo del sonido. El audio es el sonido transformado en onda electromagnética. Todos estos artistas sonoros que somos, somos el audio en persona. Yo imagino a Eric San (1974), Kid Koala, como ese niño que amasa el sonido y luego lo convierte en su propia voz. Donde hay error sonoro también hay expresión. Y si van juntos todos esos sonidos nace una historia nueva.
Mi cabina de radio tiene cables, amplificadores, conectores, botones, micrófonos, grabadoras, computadoras, pedestales, espuma aislante, mi boca y mis orejas. De vez en cuando pienso en Paganini. En Charly Parker. En Mozart. En Jimi Hendrix. ¿Limpiarían ellos mismos sus instrumentos? ¿Se quedarían hipnotizados ante un sonido? ¿Buscarían sin cesar el instrumento ideal? ¿Admirarían el canto de algún pájaro o del silbato de un barco? ¿Y qué habría hecho Bach de encontrarse con la radio? Porque para nosotros, los que hoy creamos sonidos, el mundo está repleto de fuentes sonoras que atesoramos. Gaston Bachelard descubrió la radio y le dedicó un ensayo en el que la compara con una pequeña casa y dentro de esa casa hay un fuego cálido que enciende nuestras ideas.