Hay sonidos que me traen paz. Despertar con el canto de las aves, el ronquido de mis huéspedes y la escoba haciendo su trabajo en las manos de Zenaida, provocan que el orden de la vida me dé los buenos días.
El radio a lo lejos, la regadera y tu voz en mi oído, junto con el beso, crean equilibrio.
Esos sonidos fueron lo que más extrañé durante el secuestro.
Despertaba lejos de casa, con el miedo clavado a mis huesos, y hacía un enorme esfuerzo por imaginar una mañana cualquiera en la seguridad de nuestra habitación.
Más de una vez creí haberte visto cruzar la celda, aunque mis ojos estuvieran vendados. Sentía tu aroma y cómo acercabas tu cara a mi mejilla diciéndome: Esto también pasará, mi amor.
Llegué a sentir tu beso de despedida. Con esa imagen bastó para sobrevivir los dos meses de cautiverio.
Bendigo los ruidos caseros que me devuelven la paz, incluyendo el ritmo pausado de los latidos de la rutina.