Llevas las calcetas un poco más debajo de las rodillas. Tienes costras que parecen caparazones de insecto. Todo es conciencia en el campo de juego. Ése es el problema que tienes: la conciencia: no tanto los reflectores fulminantes ni las escleróticas de los asistentes desperdigados en las gradas (pero estás lo suficientemente consciente para saber que no eres una superdotada del deporte, que tu velocidad es mediocre, aunque no sufras de callos o uñas enterradas).
Las jugadoras forman una media luna cerca de la banca descascarada. Tú y las jugadoras chapeadas de sol, cachetes rojos como chile, todas requemadas menos Willy, tan moreno, que recuerda un caballo de carreras (aunque nunca has visto de cerca un caballo). Las venas de Willy se hinchan al dar instrucciones o proferir groserías.
—Muchos huevos es lo que necesitamos para ganar.
Willy lanza un escupitajo al césped y aplaude para darse ánimos.
Las futbolistas se escarban la nariz o se muerden las uñas, o miran al cielo, tan azul que parece camiseta. Sus cuerpos han mutado desde el año pasado. Disciplina de entrenamiento no precisamente espartano, bajo soles carburantes y tierra dura que al pisar se siente como concreto recubierto por una película de polvo parchada por azarosos oasis de pasto. Todo está separado. Multidividido. El campo. La familia.
En las gradas, la asistencia es escasa y atomizada, y refleja la abulia postpandrial vespertina. No puedes distinguir al hermano director, J. J. Sardá, ni tampoco a Piernaschulas, compañera de clases y calentamientos (tu razón principal de haber entrado al equipo de futbol).
Willy empieza a fumar un cigarrillo rubio, a pesar de ser un partido oficial, a pesar de todos los mensajes moralistas incitando al deporte colgados en el muro de reja ciclónica que contiene al campo irregular, ligeramente abombado en el centro (donde quien se pare tiene otra distancia, otra vista y otros tamaños). Todo es cuestión de perspectiva.
El entrenador Willy muestra su incisivo cariado. Menciona a las elegidas para batirse en la refriega próxima. Faltan minutos para el pitido bélico.
Del grupo llama a las más aptas, algunas de las que cargaron con el equipo hasta las semifinales, pero esto fue el año pasado.
De esos nombres fueron los goles y la fama, aunque la escuadra terminara sucumbiendo: todos estuvieron satisfechos, hasta tú, incluso se ofició una misa en la capilla del colegio, en lugar de la clase de Introducción a la Físico-Química (ifq), cuya maestra psicótica afirmaba que la velocidad de la luz no es una constante universal, sino un concepto caprichoso y subjetivo, cosa rara, te pareció, por la que la despidieron más tarde, no sabes si con liquidación de por medio o bajo las amenazas de un outsourcing.
Algunas futbolistas, por cierto, se emborracharon por primera vez y exploraron las nudosidades del cuerpo, las cavernas y humedales.
El equipo contaba con mejores jugadoras la temporada pasada: niñas todas bíceps que parecían subidas en zancos (aunque la centrocampista faltaba mucho a los entrenamientos, y cuando asistía se quedaba parada en el banderín de corner con su sujetador amarillo de licra, los hombros con hematomas sospechosos y Willy decía que estaba medicada con Prozac, aunque casi nadie supiera qué era el Prozac, tú sí, porque lo buscaste en el diccionario, antes de las computadoras).
Te daba gusto pertenecer al colegio (a pesar de la espiritualidad exacerbada y la religiosidad anudada como cordón umbilical en el cuello de algunos maestros que te daban clases). Pero ya se dijo que eso fue el año pasado, ahora tu equipo está en una situación metamórfica: las piernas en proceso de ser más musculadas, los senos en ebullición constante, emergiendo a borbotones, como los tuyos, y eso que ni siquiera son demasiado exagerados, si se promedian con el resto de los brasieres espándex, aunque los tuyos responden a medias, como el resto del cuerpo, y aun con esa nueva fuerza te sientes más incómoda y, de una manera paradójica, menos poderosa.
Sientes alivio al no ser mencionada por Willy: no es fácil jugar sin los consejos de tu padre, una cifra más en la estadística de migración. Además, piensas en el martirio de correr en el campo con aquel par de protuberancias torácicas, una mutación o un premio biológico que no llegas a asimilar del todo, del que no vislumbras sus alcances o taras (todavía). Pero puede ser peor: cuando menos, antes de salir te aplicaste suficiente desodorante Axe en aerosol, tanto que el frío te quemó las axilas, como si aplicaras hielo sobre la piel. Tuviste quemaduras de primer grado.
Willy, el redentor de dentadura con caries, Willy imbuido en su sempiterna nube de tabaco rubio, te dejó en la banca, y con esta decisión te desengañaste de la creencia solipsista-adolescente de que la Tierra existe por ti y para ti y que, desde las gradas de cemento, las miradas brotan imantadas sólo para observarte. Lo más temible es esa suerte de ebullición adolescente que desborda tu cuerpo de no-niña (y que más allá no existe nada, sólo la vacuidad idealista del mundo esperando a ser formada por tu presencia: produce vértigo, como si te hallaras al filo de un trampolín metafórico).
Tu posición la ocupan Carla y sus caderas desproporcionadas, esas caderas que recuerdan a microondas. Imaginas cómo será correr con la carga de un aparato en el trasero (piensas en trasero, porque la palabra culo expresa algo más lascivo que conocerás poco tiempo después).
En la banca queda la reserva, preadolescentes con lentes de alta graduación, niñas de escasa calistenia, con barros y forúnculos y oftalmólogos de cabecera. Pero Piernaschulas no está en el parque: te dijo que tenía una gripe atroz. Te sientes bastante boba y traicionada por haber entrado al equipo por ella, y a menudo te sientes boba e incómoda por otras situaciones.
La compañera a tu lado es dolorosamente huesuda y no recuerdas su nombre. Huele a suavizante de ropa, sospechas que, por el modo en que se lleva las manos al vientre, tiene cólicos o spm.
—El puto de Willy nos volvió a dejar fuera —dice la compañera.
Una voluta se levanta cuando la compañera patea el césped en el área que rodea a la banca, que, por cierto, está llena de polvo y tierra grumosa.
—¿Querías jugar hoy? ¿Contra ellas?
—No —dice tu compañera.
El sol plomizo de la tarde cae sobre las elegidas, en una especie de bautismo de fuego. Algunas hacen visera y esperan el pitido del árbitro, un tipo con piernas velludas, de aspecto árabe. Tras apenas unos minutos de juego, tu sustituta, Carla, trota con la lengua de fuera: Carla te recuerda más a un ser recientemente bípedo, fuera de su elemento acuático, que a una futbolista de escuela religiosa.
—Sus papás cenan todos los fines en casa del hermano J. J. Sardá —dice la compañera flacucha a tu lado, y todavía no estás segura si es tu idea o sufre realmente dolores, por esa expresión ambigua en el rostro.
Acaso sólo sea la resolana.
La compañera muerde su casaca fosforescente, a veces se escarba la oreja en busca de cerilla: le contestas que no estabas enterada.
—Son abogados o alguna de esas profesiones de traje y corbata —agrega—. La meten sin que tenga condición. Por eso perdemos contra esta pinche bola de marimachas.
Mientras tanto, ves que Willy ronda el área técnica, impaciente. Se lleva el cigarro rubio a la boca, con una mirada de pantera en cautiverio. Te preguntas cómo le permiten fumar en un partido oficial.
Antes de acabarse el cigarro, el entrenador las mira a todas, midiendo algo invisible que sólo él puede percibir, tal vez Willy tiene la habilidad de asomarse al interior de ustedes o a otra especie de cavidad menos evidente, algo casi sublime que está naciendo.
—Necesitamos otra guardameta —dice.
Algunas de las reservistas se miran desconcertadas.
—Una que sea alta.
Cuando Willy les comenta que la guardameta pasa por una situación imprevista, más de la mitad de la banca no entiende el eufemismo menstrual y hemorrágico. Tú sí, porque mamá Sinusitis te ha explicado mediante diagramas ciertos aspectos de la condición humana.
Un tordo cerca de la portería picotea la tierra en busca de gusanos. De la avenida aledaña al campo llega el zumbido de los motores de los coches y motocicletas, destellantes a esa hora en que la tarde se derrite antes de apagarse totalmente hasta la próxima reconexión.
Después de rumiarlo unos segundos, Willy posa su mirada negra y te elige entre todas las niñas amilanadas: aduce que eres la más espigada, que cuentas con las agallas o huevos suficientes para pararte bajo el travesaño sin ser amedrentada por las rivales, cuyo aspecto ligeramente troglodita es un poco descorazonador.
Al cruzarte, la guardameta te propina una mirada cargada de un agradecimiento penoso. No hay intercambio de palabras, todo es mensaje implícito, lenguaje corporal. La guardameta te da una nalgada.
Los guantes te quedan grandes y están húmedos, y se sienten como deben de sentirse las entrañas de una bestia. Una especie de calor inusitado te golpea, una oleada diferente a la sensación gelatinosa del mundo que te orilla a colocarte más aerosol Axe que el recomendado por tu madre (desde que sufriste las quemaduras). A los pocos segundos de pararte en la portería te parece que la masa gregaria en las gradas te escudriña, y posa sobre tu cuerpo con chipotes una suerte de tercer ojo metafísico y radiográfico.
Lo haces por Piernaschulas y tal vez también por tu madre, Sinusitis, para que vea que los engranajes de la vida siguen girando, incluso sola, sin un marido en el que apoyarse tanto. Acá sigue la vida.
Al colocarte bajo el travesaño, recuerdas a tu padre. Su recuerdo se siente como una aguja hipodérmica. Un migrante, como tantos migrantes que se hallan perdidos en el mapa inmenso del país del norte. Pero tu padre, el Selenita, les telefonea de vez en cuando, por lo tanto, no está del todo perdido, su ausencia te habla con una clase de voz lejana y palpable, y por lo tanto más dolorosa.
Un airecillo caliente galopa a ratos sobre la cancha. La surada le saca ruido a las cosas, a la basura acumulada en los rombos verdes de la reja ciclónica, desde donde caras morenas las miran.
Te enfocas en el momento, juntando oxígeno, midiendo los átomos a tu alrededor, con los ojos cerrados o abiertos pero a otra realidad que vienes descubriendo de un tiempo a la fecha. Cuentas la respiración, los latidos cardiacos con intervalos cada vez más cortos en tu pecho. A la escuadra no le ha ido muy bien este año, lo tienes demasiado presente (eres consciente de eso, demasiado, casi como el condenado que siente la soga). Un par de empates, tres derrotas inesperadas y una sola victoria pírrica contra un colegio de monjas, colegio con ciertos alumnos prófugos después de haber abusado sexualmente de una compañera. Algunos padres de familia culpan de las derrotas a Willy, que siempre se pasea con su sempiterno cigarro; los padres menos comprometidos o interesados no se enteran o no les importa el vaivén azaroso del binomio impostor, victoria/derrota, dos caras de la misma moneda. ¿Eran la mala defensa o la salida de jugadoras vitales las que habían impreso el golpe de gracia al equipo? ¿Impacta la ausencia de tu padre, el Selenita, ausencia que crece y que de manera misteriosa te permea y, por extensión, permea el aura entero de la escuadra?
Regresas a la cancha, a esa supuesta realidad objetiva, y te dan ganas de diluirte ante tantos ojos esclerotizados de los alrededores, que el campo te acoja, volverte un avestruz, esconder la cabeza bajo la tierra caliente.
Los reflectores se encienden de manera automática. Forman vigas de luz paralelepípeda. El campo lleno de sombras crecientes se te figura hostil. Te sientes vulnerada, sin las pantorrillas superdesarrolladas de tu amiga. No está Piernaschulas para protegerte, tampoco estás arropada por las tácticas de tu padre, el Selenita, desde el otro lado de la reja ciclónica (palabras que, hace años, te ayudaban a sortear la novatez de los partidos iniciales).
El silbato truena una vez más, después de marcar una falta. Algo se desgarra más allá del campo enrejado y de los curiosos, mirones aburridos por la escasa actividad, por la ausencia de sangre que mantenga afilada su atención (porque ya nadie sabe aburrirse y estar aburrido: a la aburrición se le huye, como si fuera una especie de peste bubónica).
Los tordos vuelan en busca de almendros, producen gorjeos ligeramente análogos a los de un manicomio.
A veces escuchas esas mismas voces en la cabeza. Y al oírlas te das una bofetada.
Aprietas los guantes y mides el espacio que te separa de los postes descarapelados (el espacio, en una hipérbole momentánea, te parece casi tan inmenso como la ruta que debe de haber recorrido tu padre, el Selenita, pero no seas dramática). El espacio se puede palpar, y ese aparente vacío no es vacío, todo está habitado por una sustancia caliente, como el aliento de un briago. ¿Por qué se fue y para qué? ¿Se fue en busca de qué? ¿Un peregrinaje a La Meca económica? ¿Qué habría sido de ti en caso de seguir sus pasos? ¿Vislumbras las arborescencias de esa otra vida factible en los Estados Unidos, más allá de la frontera? ¿Ves la intrincada superautopista de las posibilidades? ¿Te sofocas? ¿Necesitas otra bofetada?
Mientras meditas todo esto, te sorprendes de que tu sombra sobre el césped tenga un ligero aspecto arácnido (nunca te habías visto así y te preguntas si aquella epifanía es un símbolo de algo).
Las compañeras batallan en la delantera, con aquellos chongos de coliflor yendo y viniendo. Ves un semillero de manchas, corriendo como cúmulos arrítmicos. Vas a necesitar anteojos.
El equipo contrario se defiende más metódicamente y aprovecha un contraataque. El esférico flota hasta tu zona, parece detenerse en el aire, en cámara lenta, por cosa de algunos segundos. Casi parece que el caucho inhalara y exhalara, bebiera del calor atmosférico de la cancha.
Una jugadora con insinuación de bigote acorta la distancia hacia ti: la constitución de la delantera rival es ligeramente andrógina. Cruza la media luna, ella y otra rival. Atrás quedan cuerpos sudoríparos menos veloces, menos musculados (aunque nada como Piernaschulas, quien tiene unas extremidades hermosas, siempre enfundadas en licras de gatitos o mezclilla de colores poco habituales, como salmón o tórtola).
El balón vuelve a flotar en el cielo, como una extraña ave esférica, casi natural e incorruptible, y, aunque no estás segura, sospechas que observas toda la escena con la boca abierta.
¿Cómo será viajar a Estados Unidos en avión y no por carretera, o sobre el techo de un tren, en compañía de hordas centroamericanas?
¿Qué habría allá, en aquel país del que tanto cacarean, para que valga la pena dejarlas a ti y a tu madre Sinusitis y arriesgar la vida? (Te preguntas cuánto vale el dólar, es decir, el precio real, acaso inmensurable por ciertos estándares macroeconómicos: piensas en la conversión de la sangre, el tipo de cambio, cuestiones imponderables).
La delantera rival patea la pelota con una fuerza inesperada, fuerza procedente de su nueva nubilidad en ascenso.
Cuando regresas a la cancha, el esférico reposa en la tierra, dentro de tu propia portería y la de todo tu equipo.
¿Y qué estaría haciendo tu padre mientras te dejas anotar un gol? Aprender inglés con una vikinga gringa no, porque es malísimo y no pasa de las conjugaciones verbales más simples. ¿Tendrá una nueva familia? ¿Habrá otra tú viajando en autobús, una Doppelgänger chicana al norte de la frontera? Todo es posible.
La banca rival festeja. Las jugadoras aplauden de manera moderada, algunos espectadores con caras de tragedia ática se cubren del sol en descenso: los pocos que aplauden lo hacen por inercia: realmente están desconectados.
¿Qué pensarán de ti después del gol las compañeras del club Capablanca de Ajedrez? ¿La organización de yudocas? ¿Los hermanos-maestros religiosos?¿Y en el caso hipotético de que te mandaran a Dirección, a la oficina con olor a naftalina, del mandamás, hermano J. J. Sardá, hombre con tupé y con una constelación de lunares en la frente que recuerda vagamente a la constelación de Casiopea?
El lunes, toda la escuela hablará de su derrota, de tu culpa bajo los postes; pero exageras, porque a nadie le importan las tribulaciones adolescentes de la escuadra femenil de futbol, ni siquiera a la misma parentela, desperdigada abúlicamente en el graderío, algunos hipnotizados por la tecnología telefónica que hipnotiza como ciertos ofidios.
¿Y Piernaschulas?
¿Y Sinusitis, una madre de arrugas recientes que permanece impertérrita ante la partida del esposo? ¿Y tu padre, el Selenita, que aparece en la cancha como una suerte de fantasma etéreo pero más real que los fantasmas de los videos en internet?
Una voz gruesa aúlla desde las gradas a tu izquierda. La voz no te llama a ti, se dirige a una de las defensas de tu propia escuadra, la fatigada Carla con caderas similares a un microondas (de la que ya te habías olvidado). A juzgar por el enorme parecido del energúmeno, debe de tratarse del padre de la susodicha.
Buscas en las gradas, pero Sinusitis ni siquiera se percató del gol: posee una antiexpresión a medida que mira un nuevo espectacular de colchones ergonómicos, irguiéndose más allá del campo de juego y la reja ciclónica.
—Ya te dije que no salgas del perímetro. Te están rompiendo la cadera.
Tu padre, el Selenita, jamás te pondría en evidencia de una manera tan canallesca (partió a Estados Unidos a los pocos días de tu octavo cumpleaños, sí, pero estabas mejor preparada, todo era más sencillo entonces, porque tu cuerpo, ahora lleno de bulbos estorbosos, te respondía a cabalidad).
—¿Para qué sirven tus clases de cardio? —grita el energúmeno a tu izquierda.
Es raro estar ahí parada, sin que escuches la voz aflautada de papá apoyándote desde la reja: en su lugar tienes a este simio que manotea y que parece a punto de sufrir alguna especie de apoplejía deportiva.
—¿Vas a dejar que te gane esa enana? Ni siquiera trae espinilleras, coño.
Ser abyecto nada parecido a tu progenitor (y, sin embargo, el Selenita no está, o tal vez sí está presente, en una especie de estado cuántico entre la carne y lo otro).
El campo de juego te parece contener demasiada información; sufres una sobredosis. La cancha se te figura un teatro geométrico de alegrías y decepciones; mientras tu madre ve epicúreamente anuncios de colchones, la bilis del energúmeno se derrama trágicamente. Te das cuenta de que Willy también está distraído atendiendo una llamada telefónica, mientras Carla corre por ambas bandas, abandonando la posición habitual, espoleada por el trinchete verbal del padre (la escena penosa se alarga por más de cuarenta minutos, hasta que pita el árbitro árabe).
Pierden el partido: el saldo final no pasa de los clásicos moretones multitudinarios que se van enfriando y duelen, los ganglios linfáticos inflamados de tanto gritar, y la moral adolescente vapuleada.
Sinusitis y tú van directo al coche. Al salir del parque coinciden con el padre de Carla, a quien ahora se le ve muy feliz. Lleva a la hija de los omóplatos e incluso las saluda con un movimiento de cabeza y una sonrisa de chacal (el pelo hirsuto en el pecho que sobresale de su camisa de cuello cubano te parece asqueroso, incluso te dan ganas de depilárselo con una navaja bien afilada).
En el trayecto a casa hablas apenas de manera monosilábica, acaso por el resabio amargo de la decepción en la boca, acaso porque cualquier palabra que emerja saldrá envenenada. Le pides a Sinusitis pasar a un McDonald’s porque necesitas proteínas y carbohidratos que te alcen el ánimo. Mañana le contarás todo a Piernaschulas, compañera de extremidades exquisitas, dignas de devoción: la adoras y no es exagerado: incluso con todo y su gripe falsa, incluso la primera vez que llevó short al entrenamiento y viste una cicatriz producto de la quemadura del escape de un coche, cicatriz ligeramente maquillada. El lunes le contarás todo a Piernaschulas, en el receso, bajo otro tipo de miradas. Tal vez le confieses las dudas que experimentaste en el campo de juego. Tal vez le preguntes si no cree que estás loca por tu conciencia, por tomarte todo tan a pecho, y por todo te refieres a esto que se expande aquí: la vida.