¿Ven ustedes qué sucede si no se es un buen muchacho?
Epitafio sugerido por Hitchcock para su propia
lápida (un año antes de su muerte)
en una entrevista con Gian Luigi Rondi
Voy a matar a todos los que están en esta sala.
El Joker en La caza del Caballero Oscuro
(Hunt the Dark Knight),
de Frank Miller, p. 21, viñeta 3
Hay algo muy reconfortante en «el coco» que está dispuesto
a bromear acerca de su espantosa persona.
Eso suaviza los temores tenues y pequeños y hace que
la oscuridad desconocida parezca casi amistosa…
Gahan Wilson, El poder del mandarín
Nadie puede saber exactamente cuándo fue que Alfred Hitchcock optó por el asesinato…
…quizá cuando era niño, en una tarde soleada, a mitad de una comida familiar…
…tal vez en la escuela de jesuitas, al presenciar el severo castigo de algún compañero…
…o sentado en su cama, sintiéndose gordo, católico y cockney… Nadie sabe si lo hizo llorando o sonriendo a solas o con personas cerca, a la luz del día o durante la noche…
Nadie, nadie lo sabe.
Pero todos hemos visto sus cadáveres.
Y estamos agradecidos por ello.
Además del impulso destructivo, coexiste en la noción del crimen perfecto un anhelo de creación, un impulso de artista que desea para sí mismo la elaboración, no de un crimen más, sino «el» crimen. Esta meta es evidentemente inalcanzable por el camino de la improvisación y muy similar a la que había escogido el joven regordete que llegó a las oficinas londinenses de la casa fílmica Famous Players-Lasky con un impresionante portafolios de ilustraciones en el que incluía algunos bosquejos para vestuario y escenarios de The Sorrows of Satan, película que Adolph Zukor y Jesse L. Lasky (fundadores de la compañía) planeaban filmar por esos días. Habiéndose enterado de esto, el joven aspirante leyó con anticipación la novela que serviría de base a la cinta, para incluir en su muestrario diseños que encajaran con la historia. La precaución y el cuidado por el detalle (que serían sellos inconfundibles en su carrera) rindieron tempranos frutos: fue contratado en el acto como rotulista de medio tiempo en el departamento de diseño. El primer paso para una larga cadena de perfectos crímenes fílmicos estaba dado.
Este joven llamado Alfred Joseph Hitchcock era el tercer hijo de William y Emma Hitchcock, pequeños comerciantes católicos, y había nacido un domingo 13 de agosto en el lado este de Londres. Desde muy niño fue acostumbrado al rigor, a la disciplina estricta que le imponía su padre y que dejó expuesta en la famosa anécdota narrada con sus propias palabras: «Tendría yo cuatro o cinco años cuando mi padre me envió con una nota a la estación de policía. El jefe de policía la leyó y me encerró en una celda durante cinco o diez minutos diciendo: “Esto es lo que hacemos con los niños malos…”».
Donald Spoto —y no es el único— tiene sus reservas sobre la veracidad de esta anécdota, por la tendencia de Hitchcock a inventar o adornar hechos de su vida y de sus filmes (Truffaut dice que en una de las entrevistas de Chabrol y él con Hitchcock, los «vistió» con disfraces de sacerdote y gendarme, que, falsos o no, indican bastante imaginación), pero lo cierto es que el incidente de la cárcel ha fascinado al público, a los periodistas, a los críticos y hasta a los cineastas (John Carpenter lo cita en Asalto a la comisaría del Distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976). Hitchcock luchó por que no importara demasiado la veracidad de sus filmes y afirmaba que lo creado por él era siempre mejor; así que apliquemos esto a lo que decía de sí mismo y creamos la anécdota a pie juntillas.
La infancia de Hitchcock fue más bien infeliz y solitaria. Sus características físicas, su religión y su estrato social lo aislaban de la mayoría, lo volvían un ser marginal para quien la única opción era «observar» el mundo en silencio y después inventar sus propios juegos.
Derivada de estos primeros años y de su estricta educación católica en un colegio de jesuitas, el Saint Ignatius College, donde los niños recibían golpes de regla en las manos a la menor provocación, la culpabilidad encontraría más tarde su camino en todas las grandes películas del maestro: la culpabilidad del inocente (una «puesta al día» del concepto de pecado original), la inocencia del culpable (una apología del criminal). La culpa como situación necesaria para la «redención por amor» (requisito del purgatorio), la transferencia de culpa (paralela al rito de la confesión), el padecimiento resignado (muy similar al martirio de un santo) que sufren sus héroes en Yo confieso (I Confess, 1953), Encadenados (Notorius, 1946), El enemigo de las rubias (The Lodger: A Story of the London Fog, 1927), Falso culpable (The Wrong Man, 1956), Sospecha (Suspicion, 1941), Rebeca (Rebecca, 1940), que son sólo algunas de las situaciones en que aparece la carga moral de su niñez. Insisto en la idea de «carga moral» porque me parece que si se atribuye todo el sentimiento de culpa de Hitchcock sólo al aspecto religioso, se corre el riesgo de simplificar demasiado las cosas y puede uno volverse un «calzador teórico» que juzga y encaja una obra a partir de sus propias preconcepciones, en vez de seguir la línea interpretativa que el mismo autor sugiere y que fue cambiando con él a lo largo de su carrera.
De haber sido Hitchcock un cineasta menos inteligente, la huella de su educación católica hubiera sido una vulgar reexposición de los valores cristianos. Pero el solo hecho de que en la mayoría de los casos de sacrificio o de martirio necesarios para limpiar los pecados de sus héroes sea cumplido por la figura de un Cristo muy poco idealizado, pero atractivo (el villano), carga sus cintas de un sentimiento anárquico que llega a anular el happy ending o la moraleja impuesta. Y si bien es cierto que en todas las Hitchcock movies el villano muere, es castigado o descubierto para que se restablezca el orden, nuestro sentido de ese orden (y el sentido que tenía para el héroe) queda «mancillado» de manera irreversible.
Es fácil entender entonces por qué Hitchcock vivió una vida tan ordenada y metódica: sabía que la relación y la línea divisoria entre orden y caos son extremadamente sutiles; en su formación moral y en sus cintas, la espontaneidad, el azar, el deseo de aventura y la irresponsabilidad invitan siempre al caos, como en el más moralista cuento de hadas; pensemos en La muchacha de Londres (Blackmail, 1929), Lo mejor es lo malo conocido (Rich and Strange, 1932), Matrimonio original (Mr. and Mrs. Smith), o en las dos versiones de El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1934 y 1956). Hitchcock supo que el caos y el orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente al caos y el caos adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para desembocar en una especie de orden. La adolescencia de Hitchcock transcurrió sin evidencia alguna de inclinaciones artísticas, y en cuanto terminó su educación básica tuvo que ayudar a la economía familiar. Asistió a cursos, lecturas y talleres de navegación, mecánica, herrería, electricidad, torno, etcétera. Es muy probable que en ese aprendizaje surgiera su posterior habilidad para comprender la técnica cinematográfica, de la que siempre fue «más entendido que los mismos técnicos».
A la edad de quince años, tras la muerte de su padre, entra a trabajar en una oficina de la Henley’s Telegraph and Cable Company, como calculista de electricidad, y más tarde es transferido al departamento de publicidad. Posiblemente, como un escape de tiempos de guerra, Hitchcock acudía frecuentemente a salas de cine y se enteraba con profundidad del trabajo de los cineastas que más le interesaban. Asistió también a cursos de historia y de arte.
Después pasó a trabajar en la Famous Players-Lasky, contratado por medio tiempo, pero antes de un año, y gracias a su rapidez y dedicación, el contrato se transformó en uno de tiempo completo. Durante varios años se dedicó a dibujar los «títulos» para diálogos y elipsis de películas mudas y desarrolló una decisiva amistad con el cineasta George Fitzmaurice . De él, y de esta experiencia en general, obtiene su método «americano» de trabajar.
Aprovechando cada mínima oportunidad, pasa por los puestos de director artístico, codirector y dialoguista, y causa la envidia de alguno que otro colega. El estudio aloja en esos días a Michael Balcon, que apoya espontáneamente al joven gordo y trabajador, de quien declara: «Estoy seguro de que, aunque nunca barrió el piso en Islington, hubiera estado listo y dispuesto de haber sido necesario». Más tarde Balcon compra los estudios y Hitchcock obtiene una posición cada vez más segura. Es entonces cuando conoce a la primera mujer de su vida: Alma Lucy Reville, que también trabajaba en los estudios y a quien propondría más tarde matrimonio, a bordo de un barco, durante la filmación de The Prude’s Fall (1924); ella, mareada, contestará con un sonoro eructo.
En 1925 Hitchcock comete su primer crimen en El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1927), y en diciembre de 1926 (después de obtener un rango mayor que el de ella) se casa con Alma. En 1928 nace su primera y única hija: Patricia. El matrimonio de Alfred y Alma, La Duquesa, como la llamaba en la intimidad, duraría toda la vida, y su relación, enfermiza o no, dependiente o no, habría de funcionar de manera extraordinaria en el ámbito profesional. Hoy en día se insiste en el hecho de que físicamente Alma —bajita, morena y hombruna— era el opuesto a las «mujeres de Hitchcock»: altas, rubias y sofisticadas, pero lo cierto es que en ella encontró Hitch a una consejera perfecta. David Freeman cuenta cómo Hitchcock, mientras explicaba pasajes de su nuevo guion y desarrollaba exhaustivamente (como fue siempre su costumbre) cada pequeño detalle, «como intentando mostrarle lo listo que era, […] echaba una mirada para ver si ella sonreía». Hitchcock tomaba la palabra de Alma como si fuera un edicto: era muy extraño que la pusiera en duda y buscó su consejo en todas las etapas profesionales de su vida. De la vida familiar del Hitchcock adulto se ha dicho principalmente que fue recluida e íntima, opuesta al estándar hollywoodiense. Hitchcock fue un padre parco, pero justo y, si bien sus relaciones con Pat se distanciaron un poco después de la boda de ella (que Hitchcock preparó con la misma dedicación con que hacía sus filmes), es bien sabido que fue un abuelo ejemplar.
Los filmes rodados por Hitchcock durante su llamado periodo inglés han recibido mucha menos difusión de la que deberían, y tienden a ser vistos con menosprecio —aun por su autor—, cuando en realidad son tan interesantes, y a veces más, que los de su obra norteamericana, pues tratan las ideas o las situaciones con una intensidad y una pureza muy superiores a las obras que los sucedieron. Si bien es cierto que las obras del periodo inglés pueden ser vistas como planos de algunos filmes subsecuentes, eso también ocurre con algunos de los primeros de su periodo norteamericano: su autor los utilizó frecuentemente para «canibalizarse» (término inventado por Raymond Chandler), para pulir lo ya hecho y digerido y lograr la perfección técnica.
Pero existen los otros filmes, esos primeros en que todo autor vierte, como en un vómito, todas las cosas que desea expresar, sin filtros, sin autocensura. La muchacha de Londres, por ejemplo, que prefiero a El enemigo de las rubias no sólo porque me parece más compleja y subversiva, sino porque es ejemplo perfecto de esta «intensidad y pureza» del periodo inglés. Como pasa con todas las primeras obras, habrá quien encuentre La muchacha de Londres como too much Hitchcock, un tanto recargada y con detalles que van desde lo bobo (el «bigotito» que proyecta la reja sobre el labio del pintor), hasta lo sublime (el bosquejo de la mujer detrás del cuadro del bufón), pero es innegable que estamos ante una cinta tan digna de análisis como Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), tanto para sus seguidores como para sus detractores. La misoginia de la que se ha acusado frecuentemente a Hitchcock quizá no haya encontrado en toda su obra más amplia manifestación que en La muchacha de Londres. Todo está ahí, en el periodo inglés.
Especialmente interesantes resultan las cintas que el autor realizó en la Gaumont en colaboración con Ivor Montagu y Michael Balcon, quien lo «celaría» como una madre y resentiría más que nadie la partida de su «niño prodigio» a Norteamérica. Hay quien comete la estupidez de intentar borrar de un plumazo la importancia de toda esta época del director, alegando que la narrativa de Hitchcock, es decir, su pirotecnia, aún no estaba del todo desarrollada por la falta de recursos de la época, y que por eso su expresión fílmica se veía muy limitada. Habría que poner al hidrocéfalo que dice eso el plano secuencia de la «ascensión al estudio del pintor» en La muchacha de Londres, o quizá la secuencia de muerte del francés en El hombre que sabía demasiado, o el plano del «descubrimiento del baterista en el baile» en Inocencia y juventud (Young and Innocent, 1938). Todo lo anterior no borra casos en que sí es patente la falta de recursos: en Asesinato (Murder!, 1930), por ejemplo, donde hubo que ocultar a una treintena de músicos detrás del escenario para que el héroe escuchara música en la escena, o las maquetas de El número 17 (Number Seventeen, 1932), que bien hechas hubieran dado una secuencia de acción para llenar de tiña a Spielberg. El periodo inglés contiene, pues, obras maestras de indispensable inclusión en la filmografía hitchcockiana, tales como El enemigo de las rubias, La muchacha de Londres, El hombre que sabía demasiado o 39 escalones (The 39 Steps, 1935).
«Si emigrara a Estados Unidos, sólo trabajaría para David O. Selznick», había dicho Hitchcock en alguna ocasión. Y así fue, porque su viaje a América y el inicio de su carrera se debieron a ese productor. La relación de ambos hombres resultó difícil porque había entre ellos una constante «guerra de egos».
Hitchcock siempre fue quisquilloso ante las sugerencias de cualquier persona, «excepto las de Alma», y esa susceptibilidad truncó en dos ocasiones su colaboración con Ivor Montagu. Hitch no aceptaba fácilmente la intervención ajena. El megalómano Selznick estaba acostumbrado a todo lo contrario: era famoso por dictar colosales y grandilocuentes memoranda a los directores bajo su yugo, a los que «guiaba» y ofrecía sus comentarios y puntos de vista (a veces de varias páginas de extensión). Pero la relación entre ambos parece haberse sostenido por mutua conveniencia. Hitchcock necesitaba a Selznick no sólo para adaptarse al peculiar (y económicamente estricto) «sistema industrial hollywoodiense» de producción, sino también para poder darse a conocer en Estados Unidos, donde sólo se le apreciaba como el creador de pequeños thrillers ingleses. Anhelaba aprender todos los pormenores de la industria extranjera para lograr más tarde su total independencia. Selznick necesitaba de Hitch para conservar su prestigio como productor de primera categoría, de la misma manera que una abarrotera prefiere exhibir sus productos más caros en el escaparate. Lo cierto es que, durante los «años Selznick», Hitchcock realizaba mejores películas cuando era «rentado» a otros estudios (rko, 20th Century, Universal) que cuando estaba «protegido» por Selznick.
Es más o menos durante esa época cuando el director realiza sus llamados «filmes ingleses en Norteamérica», pues a pesar de encontrarse en este último país, sus historias, sets, actores y sentido general seguirían siendo casi del todo ingleses.
Aproximadamente a partir de La sombra de una duda sus filmes empiezan a ser «americanos» y su visión del mundo se vuelve más lúgubre, más escéptica, como si perder contacto con sus orígenes hubiera causado en Hitchcock un dolor mayor del que demostraba. Recordemos que Hitchcock salió de Londres durante la Segunda Guerra Mundial y que llegó a recibir por ello ataques escritos —su móvil principal para la filmación de dos cortometrajes al servicio de la causa de los Aliados en un Londres devastado fue poner sus habilidades para responder a esos ataques.
Es más fácil comprender el cambio de tono de su cine si pensamos que en un periodo relativamente corto había vivido estas experiencias de hostilidad unidas a la muerte de su madre y a la de su hermano, que se suicidó poco después, a miles de kilómetros de Estados Unidos.
Después de lograda su independencia de Selznick, Hitchcock se consagró ante el gran público con sus series de televisión: Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents) y La hora de Alfred Hitchcock (The Alfred Hitchcock Hour), cuyo éxito las mantuvo en el aire casi diez años (el tiempo promedio de un programa «exitoso» es de dos años). Junto con esas series vino el boom económico de Hitchcock, gracias a que él mismo produjo todos y cada uno de los episodios a través de su casa productora, Shamley Productions, ayudado por su fiel secretaria, Joan Harrison. De esta era «televisiva» es imposible olvidar las introducciones que él mismo hacía para cada programa, con aquel no menos inolvidable «Good eeevening…», y su silueta encajada en las suaves líneas de su autocaricatura. En esas mordaces introducciones, Hitch aparecía en medio de todas las situaciones imaginables: comido por una planta carnívora, envuelto en salchichones, comprando en el supermercado, mirando por un periscopio, etcétera, como en un rápido resumen del tono humorístico de sus filmes: mostrar a un hombre común, burgués y tranquilo, metido en una extraña situación. Durante sus intervenciones se burlaba de todo sin excepción y se ensañaba especialmente con el patrocinador y sus cortes comerciales, pero lo hacía con tal gracia que el resultado le era favorable. John McCarty cita estos diálogos de algunas introducciones de Hitchcock al corte comercial:
Hitchcock (sosteniendo una gaita): Y ahora unas palabras de un amigo que desea que compren ustedes su producto para que pueda seguir haciendo viajes a su lindo, lindo banco.
Hitchcock: Nuestra historia de hoy es una mezcla de medicina y misterio. Vendrá después de este minuto de anestésico…
Hitchcock (haciendo su cama): Me enteré de que mi pesadilla era un comercial…
Siempre hablaba con la cara seria y la voz pausada, que hacían más extremo el contraste. Esa técnica sería después extendida a los trailers o avances de publicidad de sus películas. Ya es famoso un extenso trailer suyo en el que presenta el hotel y la casa de Psicosis (Psycho, 1960) con humor a la vez refinado y grotesco, o el trailer de Los pájaros (The Birds, 1963), donde come un ave rostizada, o el de Frenesí (Frenzy, 1972), donde no sólo flota en el Támesis (lo sustituyó en ese trance el muñeco que originalmente deseaba para hacer su ritual aparición fugaz), sino que sigue la ruta de los crímenes hasta descubrir que han estrangulado a una mujer con su corbata. Durante su paso por la televisión dirigió él mismo casi una veintena de episodios, entre los que se encuentran maravillosos ejercicios de humor negro y de pericia narrativa como El caso del señor Pelham (The Case of Mr. Pelham, 1955), Cordero para cenar (Lamb to the Slaughter, 1958) o ¡Bang! Estás muerto (Bang! You’re Dead, 1961), donde se encuentra la base humorística de Pero… ¿quién mató a Harry? (The Trouble With Harry, 1955). Es entonces cuando dirige y descubre actores que actuarán más tarde en sus películas o simplemente se permite el lujo de utilizar a algunos de sus actores secundarios favoritos. Por las series televisivas de Hitch vemos desfilar a John Williams, sir Cedric Hardwicke, Barbara Bel Geddes, Vera Miles, etcétera, y es un placer de trivia ver a Vincent Price dirigido por Hitchcock, que en estos filmes cortos ensaya y pule su narrativa hasta llegar a ser el «director más rápido y económico de la serie», como para sentar precedentes (recordemos que también era productor) en caso de que alguien se «colgara» durante el rodaje de algún episodio.
Lo importante es que este ensayo de economía le permite rodar Psicosis dentro de un esquema de producción verdaderamente ridículo para el estándar hollywoodiense (en esta cinta prescinde ya de los servicios de Robert Burks, su «fotógrafo de cabecera», por considerarlo «demasiado lento», y lo sustituye por uno de televisión). También es importante señalar que gracias a ese boom televisivo se fundan la revista y la serie de antologías que llevaron su nombre (aun cuando casi nunca intervino en la edición real de las mismas) y que crean en conjunto una imagen o «sello de garantía» hitchcockiano para la mayoría del público, volviéndolo un autor tan confiable como su completo opuesto Walt Disney. Según Stephen King, la gente llega a decir: «Mira, un producto de cierto autor» como si identificara la marca de un café: no saben qué contiene, pero saben que obtendrán un sabor particular.
Es sintomático notar que a partir de esa época (mediados de los cincuenta) es cuando hace un ritual indispensable de su aparición en sus películas, hasta que la costumbre se vuelve, según él mismo decía, «algo engorroso». Las series televisivas de Hitchcock dieron también la alternativa a directores y actores que hoy en día se consideran grandes. John McCarty cita los casos de Robert Altman, William Friedkin, Sidney Pollack, Arthur Miller, Stuart Rosenberg, Lewis Teague, como directores, y como actores noveles a Charles Bronson, Walter Matthau, Burt Reynolds, James Caan, Robert Redford, Steve McQueen, Robert Duvall, Katherine Ross, Joanne Woodward y Gena Rowlands.
Paralelamente, Hitchcock es «descubierto» por la crítica francesa; hacia finales de los cincuenta, Claude Chabrol y Eric Rohmer escriben el primer libro de análisis «serio» de su obra. Aunque más intuitivo que formal, este libro es un trabajo capital para el entendimiento de Hitchcock. André Bazin, Truffaut, Godard, Douchet, Domarchi y otros se dedican a dar a su obra amplios espacios (y un número especial) en Cahiers du Cinéma, cuya importancia mundial era en aquella época preponderante. La crítica francesa sistematiza su obra y sus temas y es el camino para dos de los libros más importantes sobre este autor: El cine según Hitchcock, de François Truffaut, y el iluminador El cine de Hitchcock, de Robin Wood, por los que comprendemos sus métodos de trabajo, su orientación de la imagen como medio principal del cine, su visión profesional y sus constantes… ¡Ah, las constantes! Los franceses, en medio de un montón de adjetivos y de construcciones intelectuales (muchas de ellas no han resistido el paso de los años) sobre la obra del cineasta, nos dejaron un limpio catálogo de «constantes» que se ha venido complementando con el paso de los años; así pues, podemos entender más a Hitchcock a través de su uso de los espejos, las escaleras (como símbolo de encuentro, de ascenso, descenso, principio y final), las esposas, las fiestas, las mujeres rubias (frías por fuera, pero unas fieras en «la parte trasera de un taxi»), las aves, las joyas, el veneno, los vasos, los monumentos y símbolos nacionales, el estrangulamiento, los disfraces, la comida y bebida, etcétera, y de su preocupación acerca de los villanos, el orden y el caos, la culpa, el equilibrio (en el sentido físico y existencial), el crimen, el desplazamiento geográfico (viaje) como metáfora de un viaje interior, el valor terapéutico del caos, la sombría imagen materna (durante su época inglesa la figura materna es ausente o positiva, pero a partir de la muerte de su madre se vuelve terrible), la pareja, las apariencias, etcétera, etcétera.
Hitchcock nos ha dejado además testimonio de sus ideas sobre los actores («son como ganado») y de sus «métodos de terror» (para causarles inseguridad y hacerlos sentirse torpes, ineficaces y humildes). Todo esto, según Hitchcock, «sensibilizaba» al actor sin que éste lo supiera, en sustratos más profundos de su personalidad, y le permitía interpretar su papel con el matiz de su propia crisis interna, además de un largo inventario de sus despiadadas bromas en el set (la más famosa es la de cuando encadenó a un staff durante una noche después de darle a beber un fuerte laxante).
La coincidencia de los «descubrimientos» de que fue objeto en dos continentes (Cahiers en Europa y la televisión en Estados Unidos, y la difusión que de ellos resultó), afirmó decisivamente la imagen de Hitchcock ante diferentes públicos y lo convirtió en una de las figuras más importantes del mundo del cine. Alfred Hitchcock se volvió desde entonces un asunto de dominio público, integrado al lenguaje común y la vida cotidiana y más aún desde que las series de televisión han vuelto a ser producidas utilizando el material original en las introducciones de cada episodio, aunque «colorizadas» por ordenador, para ajustarlas a los nuevos episodios y evitar la confusión con los antiguos —¡que casi nunca han estado fuera del aire! Su voz y su figura han sido usados en las caricaturas de la Warner Brothers, o de Hanna-Barbera, y en cómics, en películas b y hasta en anuarios escolares («Si no hubiera nacido, lo hubiera inventado Hitchcock»).
Hitch (apodo que él mismo se creó y promovió, pues odiaba que le llamaran Alfie o Cockie) siempre afirmó que su mejor caricatura era la que él mismo dibujaba con unas cuantas líneas y que se hizo famosa como logotipo del producto que representaba al «mago del suspenso». Tanto ese apodo como la caricatura pretendían simplificar una personalidad y una obra artística intrincadas y convulsas, quizá, en parte, por estrategia publicitaria, pero no resulta aventurado suponer que además de ese deseo de «empaquetar» limpiamente a Hitchcock, como un producto identificable, haya existido de parte del autor un deseo de control de su imagen pública (e incluso artística) con la simple intención de que el público y los críticos lo dejaran en paz: «No tengo importancia, en realidad soy más bien algo acabado en mí mismo», parecía querer decir. Es como la súplica de un animal asustado al científico que desea estudiarlo, un acto empapado de miedo.
Esa imagen impecable que Hitchcock siempre trató de proyectar se reflejaba en su vestir: su ajuar era invariablemente un traje negro con corbata, aun en los días más ardientes del verano. Pero… cuidaba siempre de dejar fuera de lugar el lado izquierdo del cuello de su camisa. Siempre torcido. Claro indicador de que, en medio de tanta perfección, algo extraño debía de estar pasando.
El «periodo americano» del director es una era rica y plena, de frutos maduros, como su serie integrada por Sospecha, La sombra de una duda y Encadenados, que exploran el tema de la responsabilidad, la confianza, la traición y la culpa, y obras maestras como Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958) y La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), o el divertimento supremo de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), cintas que forman parte de su «ciclo catalizador» y que, en pocos años, hacen culminar su evolución de contenido y de forma.
Pero lo más importante de su estancia en Estados Unidos, además de sus cintas (que discutiremos con detalle en la filmografía), es la difusión que encuentra su obra y la influencia que ejerce en el cine de muchos otros directores: John Carpenter, Robert Aldrich, William Castle, Brian de Palma, Richard Franklin, Joel Rubin, Arthur Hiller, Alfred P. Sole (Canadá), Steven Spielberg y David Lynch, por nombrar algunos. Todos ellos (igual que Truffaut o Chabrol) han caído bajo su embrujo y jugado alguna vez a seguir los pasos del maestro con mayor o menor frecuencia y éxito. Es a través de ellos que podemos darnos una idea de lo que es y lo que no es esencial en Hitchcock.
David Lynch emula en Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) el tan elocuente malestar que reina en el típico pueblito norteamericano al más puro estilo Grant Wood, influenciado quizás por Hitch en La sombra de una duda o en Psicosis. Con igual fortuna, dentro de la misma línea, corre Joel Rubin con El padrastro (Stepfather, 1987) —cubetazo de ácido para el american way of life—, y Hiller (Silver Streak, 1976) y Sole nos entregan sus propios tributos a la herencia de Hitchcock muy bien elaborados, pero únicos en sus carreras. Vale la pena destacar la excelente Alicia, dulce Alicia (Communion, 1976), de Sole, una amarga y cínica reflexión sobre el mundo infantil estupendamente llevada (además, chamuscan a Brooke Shields, ¿puede alguien pedir más?). Chabrol y Truffaut han adaptado las reglas del maestro a sus propios universos fílmicos, comprendiendo que la base del suspense (entendido como el interés extremo del espectador en un asunto que se presenta) se sustenta en personajes sólidos e interesantes (aun si son cotidianos), entre los que se genera un melodrama de verdadero peso ético y moral, como siempre ocurre en Hitchcock. Carecen de ese peso las creaciones de Richard Franklin, las de Brian de Palma o las de Spielberg, a pesar de su envidiable uso de recursos narrativos. De Palma ha optado por hacer de sus personajes —víctimas y victimarios— simples cifras, piezas de ajedrez cada vez más carentes de matiz, ha transformado sus cintas en vehículos para el lucimiento personal. Veamos si no el papel que juegan los «villanos» en sus trabajos más recientes. No son de ninguna manera figuras con las que podamos tener un acercamiento humano. Michael Caine o el driller killer de Doble de cuerpo (Body Double, 1984) son el cascarón vacío de Norman Bates o Bob Rusk, un pretexto con arma. También ilustra los hommages hitchcockianos el hecho de que De Palma haya filmado en Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980) la candente seducción de la rubia Angie Dickinson en la parte trasera de un taxi como una suerte de trivia test vacío de sentido.
Para hablar de Spielberg, vale la pena relatar su primer encuentro con Hitchcock. El joven director se hallaba en la Universal, mientras Hitchcock rodaba en uno de sus sets. Entusiasmado, Spielberg se preparó para conocer a su ídolo y se encaminó al plató. Ahí estaba Hitchcock, sentado de espaldas. Spielberg lo observó un momento y el hombre ni siquiera volvió la cabeza, pero con un suave ademán llamó a uno de sus asistentes para murmurarle algo. El asistente se encaminó directamente a Spielberg, que se sintió profundamente emocionado, y le dijo: «Joven, por favor, abandone este lugar, molesta al señor Hitchcock…». A pesar de este contacto poco auspicioso, Spielberg crea en El diablo sobre ruedas (Duel, 1971) una magnífica cinta de suspense hitchcockiano, en la que el «hombre común» ve sacudida su banal existencia por la irrupción del Mal. En este caso un enorme vehículo que lo persigue a través de una perpetua carretera en medio de un paisaje árido y primigenio. Una brillante elección de escenario que le permite transformar este duelo en un asunto de talla mítica.
Además, existe el paralelo entre Hitchcock y Walt Disney (de quien Hitchcock dijo sentir envidia «porque, si no le gustaba alguno de sus actores, lo rompía en pedacitos»), no sólo como industrias de entretenimiento, sino debido a sus oscuros y retorcidos temas disfrazados de escapismo. Disney era un cineasta profundamente americano, pero que tenía una fuerte influencia europea (especialmente del cine expresionista alemán). Admirador de los ilustradores victorianos, Rackham, Dulac y Nielsen, Disney compartía con Hitchcock una absoluta convicción acerca del papel que el Mal jugaba en nuestras fábulas cotidianas. Ambos cineastas entendían el principio que Hitchcock enunció en su momento: «Tanto mejor el villano, mejor es el filme», y prueba de ello es la forma en que perviven los perfectos antagonistas de Disney. La «sombra» jungiana es un elemento primordial para entender el «Ánima» en las historias. Blancanieves o Charlie en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) verán en peligro su inocencia al confrontar sofisticados y atractivos enemigos. Ambos cineastas eran grandes estilistas interesados en un juego moral de luz y sombra. La gran diferencia radica en la enorme ambigüedad, cuando no la perversidad, de los finales en Hitchcock, en claro contraste con los happy endings de Disney.
Hitchcock tendería paralelos temáticos con otros cineastas: parece compartir, en sus últimos años, la visión decadentista de Erich von Stroheim y la fascinación de Fritz Lang por el crimen. Su admiración por Buñuel fue siempre confesa y es muy claro que ambos hombres tienen en común una fuerte impronta católica y una fascinación por lo perverso, por lo oscuro. Pero todo aquello que en Buñuel es explosión, está soterrado en Hitchcock. Buñuel es un anarquista aun en sus formas narrativas, en tanto que Hitchcock es un formalista absoluto. Buñuel deprecia el academicismo, Hitchcock lo ejerce con singular maestría. Ambos eran hombres que vivían una vida de apariencia burguesa y casi monástica pero albergaban en su interior un furioso fetichismo y una inextinguible ferocidad social. Cuenta Buñuel que, en un mítico encuentro entre ambos cineastas (durante una comida ofrecida por George Cukor en Hollywood), Hitchcock no dejaba de mirarle con sonriente complicidad mientras le susurraba sobre Tristana: «¡¡Ah, esa pierna, esa pierna!!».
Hitchcock decía no ver cine (igual que Bergman), pero lo cierto es que asistía a las salas de cine con bastante frecuencia y recordaba claramente las películas más importantes de la filmografía buñueliana. Merece la pena consignar la reacción que provocó en Hitchcock Sonata de otoño, asentada así por David Freeman:
Una tarde veíamos Sonata de otoño, de Ingmar Bergman. El filme es una muy rica pero no particularmente cinematográfica batalla entre una madre verbosa [Ingrid Bergman] y su callada y menos exitosa hija [Liv Ullman]. Todo el asunto estaba en sueco y evidentemente no era del agrado de Hitchcock. La veía por su cariño hacia Ingrid Bergman y porque, decía, «Ella estará nerviosa por saber mi opinión». […] En su primera aparición [de Ingrid] Hitchcock dice: «Se ve vieja, la han filmado muy mal». […] [Y] más tarde en el filme, cuando ella entra vistiendo un collar de perlas, él gruñe: «Se ve como la reina». Guarda silencio entonces por un rato, pero luego, durante una larga, maravillosamente actuada secuencia entre la madre y la hija, Hitchcock se levanta […], llama a Tony, su chófer, me vuelve la espalda e ignorando la pantalla declara: «Yo ya me voy al cine». Y simplemente así fue.
Hitchcock hizo famoso el sistema del «guion de hierro» y cooperó con la generalización del storyboard o guion visual, que pasaría a formar parte indisoluble del sistema de rodaje norteamericano. Se transformó en ejemplo de economía, precisión y compromiso con cada proyecto. A él se debe mucho de la «libertad creativa» que permite al cine de ambiente realista darse «licencia sobre la realidad» a fin de lograr su plenitud de expresión. Hitchcock nos dejó su «nuevo testamento» fílmico escrito por el apóstol Truffaut, además de preocuparse por hacer público un impresionante número de ideas y anécdotas irresistibles y muy útiles porque nos permiten intuir su proceso creativo.
Con todo, existe aún hoy una especie alarmantemente longeva de imbéciles empeñados en negar la importancia de Hitchcock. No es el título de auteur el que interesa rescatar, pero sí la certeza de que el hombre, como dijo Jean Renoir (y el mismo Hitch, a través de uno de sus personajes), siempre «pintó el mismo árbol» hasta alcanzar en él y con él la perfección y el dominio absolutos.
Hitchcock es el gran maestro de los sentimientos humanos (de las debilidades en especial) y no se limita a ser el «mago del suspense», título fácil que lo hace ver como el relleno de una variedad en una fiesta infantil. Su filmografía, aun por su cantidad, es ya ineludible en toda historia del cine universal, y, por tanto, merece todas y cada una de las palabras que de ella se han impreso.
A lo largo de cerca de cincuenta años, Alfred Hitchcock mancilló la moral de millones y practicó el mayor y más pulcro envenenamiento de «buenas conciencias» del que se tenga registro. ¡Ah!, pero, para llevarlo a cabo, hubo de aplicarse a crear un villano confiable, infalible. Un hombre amable y sereno que ofrece un brillante vaso de leche «cargada», de quien no se puede esperar tal comportamiento. Un profesional responsable a quien los productores confían dinero para crear películas «divertidas». Un anarquista de traje y corbata negros. Un payaso que regala bombones rellenos de cianuro, cuya atractiva apariencia garantiza el consumo. El criminal más perfecto que haya creado nunca Hitch fue él mismo: Hitchcock, el monstruo confiable del barrio que, contra lo que sucede con otros auteurs subversivos, siempre fue accesible y obtuvo una gran aceptación popular. Lo sorprendente, entonces, no es sólo la calidad de su veneno, sino la adicción que éste creó.
La obra de Hitchcock terminó por acercarnos —más allá de los límites que señala la prudencia— al pensamiento convulso, al acto mismo del criminal. Nos hizo adueñarnos de su culpa, olvidando toda seguridad. Cometió el crimen perfecto… cincuenta y tres veces: nos envenenó el alma con el licor del cine. Nos invitó a mirar el abismo…
Y el abismo nos miró a su vez…